Medidas desesperadas. A propósito de ‘Un toque de violencia’.

Jia Zhangke también anda perdido en la encrucijada de la gran China, esa nación de naciones que ya no es ni comunista ni capitalista… ni qué se yo.

Como ya les pasó en su momento a los más renombrados representantes de la quinta generación de directores de cine, “conminados” a realizar un cine más complaciente con el régimen (totalitario, no lo olvidemos) de Beijing. Aunque su estupor y rabia no ha precisado de una “fuga” comercial con las artes marciales como principal (cuando no único) argumento. ¿Y no es, sin embargo, Un toque de violencia su película más convencional, la que apela al gran público a través del que va a acabar siendo el más internacional de los idiomas (si, la violencia)?

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¿Qué habrá llevado a este grandísimo director, practicante por igual del lirismo y la denuncia social sutil a rodar cuatro historias amargas y descorazonadoras? No, este repaso cuasi neorrealista (a excepción de una primera historia efectista que no termina de casar muy bien con el ritmo más pausado del resto) a la China contemporánea no está por las elipsis y los “fuera de campo” pudorosos. Y apunta con bala –nunca mejor dicho- al tan cacareado “enemigo interior”: el “pecado” del título elegido para su distribución internacional reside en las expectativas de los propios chinos, sucumbiendo en un interminable efecto dominó a unas nuevas reglas del juego que nadie les ha explicado.

Zhangke arranca su repaso por la iniquidad en un rincón cualquiera, otro donde lo colectivo ha acabado en manos privadas tras prometerle a su propietario original (que nunca fue “el pueblo”, como cree el ingenuo protagonista) un reparto justo, incluso una participación en los futuros beneficios.

Dahai, minero rudo y de pocas luces, lo ve claro. Denuncia el latrocinio y lo hace a voz en grito, encarándose directamente con el antiguo “camarada” convertido en empresario voraz y adalid del individualismo. La historia resulta aleccionadora, casi un cortometraje que podría proyectarse antes de la reunión local del partido: ¡ay de quién meta la mano en la caja! En vuestro camino os encontraréis a un defensor del bien común, a un idealista solitario que hará lo que tenga que hacer para reestablecer el orden natural de las cosas. Ya.

Pero no, Zhangke no está por la idealización, por la loa del paraíso obrero perdido. El suyo es un héroe simplón, más allá de las soflamas. Su “operación limpieza” no es ni tan siquiera selectiva: por el camino caen la mujer del contable e incluso un campesino brutal empeñado en utilizar la fuerza con su yegua deslomada (primer guiño verdaderamente anarquista: cuando esta se vea liberada del látigo, se pondrá por fin en pie y seguirá su marcha).

La violencia bronca, el arrebato nihilista. Como los Alfredo García o los hermanos Gorch del peckinpaniano Grupo salvaje, la escopeta de caza se acaba convirtiendo en el triste y obsceno “peacemaker”. Cuando tus propios convecinos te piden que te calles, cuando tu valentía se premia con un hachazo al pie de la mismísima pista de aterrizaje, no quedan muchas más opciones. ¿De verdad?

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El Zhangke de las grandes ocasiones (y hablo del de Plataforma, The world y –ya en menor medida- Naturaleza muerta) no hubiese necesitado del primer plano de una cabeza destrozada. Ni de las escenas recurrentes de gente reventada cayendo tres o cuatro metros más allá. Tampoco hubiese estado interesado en mostrarnos el momento exacto en el que un suicida impacta contra el suelo. El Zhangke poeta –que lo es- está muy por encima del Zhangke hemoglobínico de Un toque de violencia.

En este sentido, repito, la primera de las historias de esta su última película es terriblemente convencional. Aunque esté magníficamente contada, no deja de ser otra machada al estilo Steven Seagal. Interesa mucho más el Zhangke que viene después, el que vuelve a la ciudad-condado de Fengjie, ese entorno natural único devastado por obras públicas faraónicas.

San’er, una especie de héroe pervertido de western –más próximo al Jack Palance de Raíces profundas que al inmaculado Alan Ladd-, vive su particular idilio con las armas de fuego. Las ganancias de su trabajo como sicario redundan en su pueblo natal, donde nadie parece ajeno a sus actividades delictivas.

Las ciudades arremolinadas alrededor de la presa de las Tres Gargantas tienen ese aire fronterizo de las películas de Anthony Mann. Poblado a medio construir o a medio derruir, nunca estamos seguros. Los que emigran vuelven convertidos en pistoleros, en lobos solitarios que utilizan motos en lugar de pura sangres. No hay una censura explícita del modo de vida elegido por San’er; a fin de cuentas sólo le vemos matar a malhechores y nuevos ricos recién salidos del banco. ¿Sigue jugando Zhangke al Robin Hood moderno?

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En la tercera de las historias conocemos a Xiaoyu, posiblemente la única víctima genuina de esta cinta. Tras sufrir el acoso de uno de los clientes que frecuentan la sauna donde trabaja como recepcionista, opta, también ella, por el “toque de violencia”. Como tampoco tenemos tiempo de ahondar mucho en la psicología de los personajes, pues… pues tampoco podemos ir mucho más allá del suceso inevitable, de esa explosión de odio hacia el que cree que todo el mundo tiene un precio. Y a estas alturas uno ya empieza a dudar: ¿está más interesado Zhangke en pasear la cámara por salpicados pasillos tarantinianos o en explicarnos los problemas de China?

Quizás el último de los relatos ayude a despejar cualquier atisbo de ambigüedad. Por ser el más social, el menos interpretable. Xiaohui comienza a rebotar de un trabajo a otro, espiral de precariedad que terminará en un putiferio pretendidamente estiloso. Memorable, ahora sí, resulta la forma en que las cortesanas se presentan ante los clientes: desfilando sonrientes, embutidas en sus trajes de gloriosas servidoras del PCCh. El realismo socialista prostituido (todavía más, si cabe).

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Xiaohui, a su manera, también ha acabado convertido en meretriz. Extorsionado a raíz de una supuesta deuda contraída con un compañero de trabajo y empujado finalmente a un callejón sin salida.

¿Esperanza? Cómo no. Quizás la haya en la entrevista de trabajo que cierra la cinta, la que reúne a la viuda del empresario corrupto con la prófuga que no está dispuesta a pagar por un crimen cometido en defensa propia. ¿Un nuevo pacto social? ¿Una mejora en las condiciones laborales? Tras la cruz de navajas y el Maserati con la tapicería hecha unos zorros… ¿un nuevo amanecer rojo patrocinado por Mastercard?

Jia Zhangke sigue siendo un testigo insobornable de su tiempo. Del documental ficcionado ha pasado a la ficción documentada. El montaje de Un toque de violencia se nos antoja algo desnaturalizado, aunque no del todo ajeno a su estilo. Con todo, estamos ante una obra bastarda, de transición.

Aunque quizás -como el propio Jia Zhangke- tan sólo esté dejando constancia de mi propio estupor como espectador. Acostumbrado como estaba al sucederse de planos que rezumaban belleza, el recurso a la escopeta recortada y el disparo a bocajarro no deja de parecerme pobre… estética e intelectualmente hablando.

Esperemos que enfunde sus pistolas y vuelva a confiar en la razón, esa con la que tampoco terminamos de explicar nada.

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