‘Mank’, de David Fincher. Días de vino y guiones

El guion de Ciudadano Kane -y sobre todo, la épica que condujo a su materialización definitiva y su encumbramiento bastante posterior como obra maestra indiscutible- ya había servido como excusa de ficciones cinematográficas tendentes todas a resaltar lo evidente: el fenomenal pulso que libró el recién llegado Orson Welles contra un cierto establishment, contra una cierta manera de hacer las cosas.
Orson Welles fue captado por Hollywood o quizás fuese Hollywood el que fue abducido por aquel embaucador sobrecualificado en tierra de iletrados. Desde el mismísimo comienzo quedó claro que no estaba allí, del brazo de su querida Dolores del Río, para hacer una película más. Quizás fuese esa autoconciencia tan desaforada, esa confianza no exenta de petulancia la que le haría ganarse poderosos enemigos, condenándolo al exilio antes siquiera de haber desecho las maletas. No es que nunca lo fuesen a reconocer como un par, es que Welles les regaló su desprecio infinito antes de haber rodado siquiera la primera bobina.

Su posterior ruina sólo le afectó en el aspecto práctico; en la producción de unos filmes imposibles donde el caos se acabó apoderando de todo. Y ese desorden -en contraste con la milimetrada y repulidísima Ciudano Kane– acabaría siendo la marca distintiva de un cine de la precariedad y de la huida, elemento indispensable de una filmografía que no se explica sin el rechazo generalizado que provocó entre los mediocres al mando la que fuese su ópera prima.
Pero si, Welles siempre dio un poco de rabia. Esa envidia que nos despiertan los genuinos genios, los que exudan talento en cada frase, en cada silencio. Welles siempre fue el epítome de la inteligencia y de la réplica rápida e hiriente, una persona que fue educada para sobresalir, para no tener miedo, para hacer algo grande donde quiera que fijase su voluble atención.
Para su debut, Orson se rodeó de los mejores. Y uno de ellos tenía que ser Herman J. Mankiewicz, hermano de ese otro Mankiewicz del que todos habréis oído hablar (el director de El fantasma y la señora Muir (1941), Eva al desnudo (1950), De repente, el último verano (1959), El día de los tramposos (1970)… ¿sigo?).
Recluido en una cabaña en las inmediaciones del desierto de Mojave, Herman sólo tenía un mandato: escribir en dos meses un guion despampanante para que el niño terrible pudiera dar rienda suelta a su dramaturgia, a su reinvención del cine. No podía ser convencional, no podía adscribirse a ningún género, no podía oler a adaptación literaria. En un tiempo en el que era impensable poner siquiera en marcha la cámara sin tenerlo todo por escrito, su guion debía de asentar el prestigio de aquel hombre de teatro que había aterrorizado a las masas con su lectura en versión telerrealidad de La guerra de los mundos. El provocador debía de seguir siéndolo y la originalidad era un must absoluto. Nada por debajo de la excelencia sería aceptado.
Para contarnos esta epopeya, la del hombre autodestructivo víctima de su propia brillantez (un rasgo que acabaría teniendo en común con el propio Orson Welles), David Fincher se centra en aquel grupúsculo generalmente mal avenido de semidioses: los guionistas del Hollywood anterior y posterior a la aplicación del código Hays. Y no hablamos de cualquieras: en la década de los años 30 y 40 pulularon por allí (entre cogorza y melopea) algunos de los mejores escritores a este y al otro lado del charco, desembarcados en un sistema de estudios que les pedía algo tan cruel como incorporarse a una cadena de montaje en la que la ansiada autoría debía de servir para endulzar la tarta… sin llegar nunca a destacar más que la labor del pastelero.
Quizás muchos de ellos cayeron en la depresión y el alcoholismo víctimas de aquel pacto mefistofélico. Es difícil de decir. O quizás ganaron demasiado dinero en demasiado poco tiempo y no supieron gestionar el hecho de que la gran literatura, aquella vocación primigenia, cotizaba en el mercado muy por debajo de un par de centenares de hojas con diálogos picantes pero no obscenos que sirviesen para caracterizar a personajes perversos pero no del todo malvados. Grandeza y miseria de la meca del cine.

Mankiewicz acepta un encargo que para él tiene algo de acto de expiación. Tiene que demostrarse muchas cosas a sí mismo y Welles está dispuesto a patrocinar su efímera sobriedad… estableciendo ciertos parámetros de control, por supuesto. El resto, lo sabemos, ya es leyenda: el óscar al mejor guion, el crédito compartido con el director de Ciudadano Kane, la extraña relación simbiótica que terminó en mutua aversión.
Pero atendamos un momento al ‘cómo’, a la manera en que Fincher nos acerca a aquellos prolegómenos de la edad de oro del cine norteamericano que patrocinaría la avalancha de espectadores tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Porque Mank es un aquilatado homenaje a Ciudadano Kane, un homenaje estratificado y ponderado. Muchísimo más clásico -quise decir: menos moderno- que el antipanegírico alrededor de Charles Foster Kane.
San Simeón, la mansión del gran hombre, es el núcleo alrededor del que se vertebra la narración en ambos filmes. Allí tienen lugar los encuentros, las ausencias, las crisis. La sede del periódico en el original -el lugar en el que Joseph Cotten termina de conformar la plantilla estelar a golpe de talonario- es aquí una habitación enviciada, que huele a sudor y desesperación. Una asistenta y una secretaria hacen de testigos directos de esa historia que, como casi todas las grandes historias, es memoria y recuerdo en una primera persona apenas disimulada.
Si en Ciudadano Kane reconstruíamos al personaje (ese camino de baldosas amarillas que nos dirigía de cabeza a Rosebud) a través de una clásica estructura de encuesta, aquí conocemos a Mank a través de la procesión de visitas a su sancta sanctorum, el lugar donde tiene lugar la sacralizada liturgia de la creación. Hermano, mujer, patrón (pues eso es para él Orson Welles), celestinos de quienes son demasiado poderosos para dar la cara, amores platónicos…
…y ese sucederse de fundidos a negro que encadenan páginas de un guion que es el de su propia vida. Su incorporación al equipo estable de guionistas de la Metro Goldwyn Mayer, sus tiras y aflojas con Irving G. Thalberg o el mismísimo Louis B. Mayer, sus expectativas frustradas, su papel final como bufón de una alta sociedad que necesitaba por igual de cabareteras y aspirantes a artistas, exóticas incorporaciones con las que completar un zoo imposible de plantígrados y homínidos.

Lo que Leland-Cotten fue para Kane, Mank acaba siéndolo para el propio Welles. Una parte más de ese plantel impresionante de jornaleros de la gloria que acaba difuminando su aportación en aras del totémico triunfo del arriba firmante. Welles era un genio por partida doble: por serlo y por ser capaz de armar equipos compuestos por gente de idéntica capacidad y entrega. Para ello -para realizar sus películas- era capaz de todo: arruinarse las veces que hiciese falta, recorrer medio mundo, recurrir al chantaje emocional. El premio -lo sabía, esquivo y sardónico en plano medio o plano detalle- era ni más ni menos que la eternidad.
David Fincher regala a los cinéfilos una perita en dulce, un disfrutable resumen de un tiempo y un lugar en el que todo era posible, sencillamente porque había muchísima gente capaz de creerse que King Kong podía escalar el Empire State Building o que Mary Pickford seguía virgen a los 40. Aprovecha también para explicarnos por qué el socialismo jamás tuvo la menor oportunidad en los EEUU (en palabras de Marcuse: “lo que podemos decir de la clase obrera de América, a saber, que en su gran mayoría está integrada en el sistema y no siente la necesidad de una transformación radical”) y para establecer un inteligente símil entre unas elecciones a gobernador de California y otra bastante reciente a morador de la Casa Blanca. En ambos casos los peones acaban siendo sacrificados por reyes autocoronados que no dudan en recurrir a la mentira -¿mayor engaño que el propio cine?- para hacer prevalecer sus intereses espurios.
Esa fue, ni más ni menos, la tragedia del propio Mank.