Los Ming: casi todo bajo el cielo
“En un país bien gobernado, la pobreza es algo de lo que estar avergonzado. En un país mal gobernado, la riqueza es algo de lo que estar avergonzado” Confucio
No os apuréis. Yo tampoco sabía mucho más de este periodo de la historia de China que lo que siempre veía en las películas norteamericanas de la década de los cuarenta; a saber: que los gángsters y los banqueros se volvían locos, pero que muy locos, cuando veían restallar su jarro blanquiazul contra el suelo. ¿Era para tanto? Tocaba aprender algo, así que me dejé caer por la exposición temporal Ming. El Imperio Dorado, que podéis visitar en el CaixaForum de Barcelona hasta el próximo 2 de octubre.
Cuando en Asia se detenta el poder se hace también con ganas, a largo plazo, con voluntad de perpetuarse. Las dinastías que marcaron una época (desde la Joseon en Corea a la Tokugawa en Japón) midieron sus reinados en cuartos de milenio. Y los Ming no fueron una excepción: entre 1368 y 1644 se sucedieron dieciséis emperadores, viendo en este periodo cómo se multiplicaba por tres el número de sus súbditos.
Y es que todo en los Ming –que adoptaron el color dorado como atavío distintivo- suena a excelso, a refulgente. Empezando por los dos ideogramas que los define en chino, traducibles como “gran resplandor”. Bajo su signo la corte se refinó, el arte floreció, el pueblo se resignó y nadie, absolutamente nadie… osó hacerles sombra. Lo que viene siendo un Imperio, vamos.
En el primer ámbito expositivo de la muestra (Palacios y murallas) conoceremos que los Ming arrancaron su leyenda trasladando la capital de Nankín a Pekín, tras imponerse a la dinastía mongola de los Yuan a finales del siglo XIII. Sí, la célebre Ciudad Prohibida fue diseñada y engrandecida por ellos, habitando todos aquellos ámbitos construidos bajo tejas amarillas. Erigida en apenas quince años, todo en ella resulta excesivo, desde los casi 1000 edificios que alberga hasta la explanada que se extiende delante del Palacio de la Suprema Armonía, aquella en la que tanto se deleitaba la cámara de Bernardo Bertolucci en El último emperador (1987).
La labor política de los Ming –esencial para entender las aspiraciones de esta futura primera potencia económica del mundo- consistió en limpiar, fijar y dar esplendor a las reglas ya conocidas; las que se han empleado una y otra vez en diferentes etapas de la historia de China para tratar de gobernar con cierta eficiencia tan vasto territorio. Se valieron de una férrea meritocracia, fundamentada en la superación de exámenes (locales, provinciales y luego imperiales) que determinaban de manera perenne el futuro status de sus especializadísimos funcionarios. El funcionario de los Ming era el equivalente a nuestro hombre del Renacimiento, con un dominio de las tres artes tradicionales, desplegadas todas ellas pincel en ristre: la caligrafía, la poesía y la pintura.
Dejado el Estado en manos de estos agradecidos cultivadores de la función pública, tocaba también ejercer cierto control social. A la divinización del Emperador se unía –como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia de la Humanidad- la apología de un pasado glorioso y de unas normas de rectitud testadas en el pasado y, por eso mismo, consideradas infalibles (compendios entre filosóficos y religiosos que acostumbran a resumirse en un único mandamiento: ‘temerás al poderoso por encima de todas las cosas’). La mujer quedaba atada de pies y manos por el vínculo familiar (la famosa “triple obligación” que la postraba primero ante el padre, luego ante el marido y después ante el hijo) y cualquier miembro de aquella “sociedad ideal” sabía muy bien que sólo había cuatro niveles jerárquicos a los que adscribirse: funcionarios, campesinos, artesanos o comerciantes. El taoísmo, Confucio y Buda se ocuparon del resto.
La exposición reserva un espacio generoso a la pintura china, concretamente a los maestros fundacionales de las escuelas de género paisajístico. Los temas se repiten: montañas y agua (esa superficie acuosa que funciona casi siempre por sustracción; generoso ‘no-espacio’ sobre el que levitan ramas, montículos rocosos o barquichuelas) o la tríada de motivos conformada por los pinos, los bambúes y la flor del ciruelo. Se incluye la fundamental Mujeres ociosas de una dinastía antigua, pintada sobre un lienzo de seda de más de 13 metros. Una delicia a la altura de los mejores trabajos del futuro ukiyo-e nipón y que retrata un trasunto de paraíso -¿o de jaula de oro?- integrado exclusivamente por mujeres que tañen instrumentos musicales, juegan, crían a sus hijos o, sencillamente, se dedican a contemplar el paisaje.
Como todo Imperio que se precie, los Ming se hicieron representar en el centro del mundo conocido. Así lo reflejó el misionero jesuita y cartógrafo italiano Matteo Ricci: los visitantes podrán disfrutar del famoso Kunyu Wanguo Quantu, el primer mapamundi made in China donde se incluían los contornos, bastante aproximados, de Europa, África y América. Su sola inclusión justifica la visita a la exposición (recomiendo juguetear con la pantalla táctil para conocer algunas de las imaginativas descripciones que se hacían de aquellas ignotas tierras reflejadas por primera vez. Políticamente incorrectas, pero muy cachondas).
A pesar del dorado que definió a los Ming, el metal más valioso en aquellas tierras siempre fue la plata. Y fue esta, en cantidades ingentes, la que trajeron portugueses, holandeses y españoles desde el Perú, a cambio de aquellos objetos tan exóticos –y precisamente por eso, tan valiosos- que aspiraban a completar las colecciones reales de loza en la Vieja Europa. Orfebrería, bordados, porcelana… la demanda fue tal que no tardaron en surgir talleres especializados en la “exportación”: un producto de una calidad inferior, aunque indistinguible a los ojos del neófito pudiente amante de las modas.
A los Ming (de etnia han) les seguirían los manchúes de la Qing. Es lo que tienen los Imperios: necesitan de dinastías dispuestas a perpetuarse, arropadas siempre por un aparato propagandístico ensordecedor. Aún así los Ming no fueron ningún bluff: bajo su tutela se navegó como nunca antes (míticas resultaron las expediciones del almirante de los mares occidentales Zheng He, quién a principios del siglo XV ya se había pateado Indonesia, la India o el golfo Pérsico) y se obtuvieron tributos de reinos tan lejanos como Vietnam.
No está muy claro si la dinastía pereció de éxito (una de las hipótesis es que el propio comercio que tanto propiciaron acabó escapando de su control… lo cuál permitiría hacer divertidas analogías con esta China actual de los dos sistemas que quiere y no quiere ser capitalista), fueron derribados por una sucesión de rebeliones campesinas o, quizás, un cúmulo de desgracias sin parangón ayudaron a socavar la autoridad Imperial (hambrunas, el recrudecimiento de la conocida como pequeña Edad de Hielo, el terremoto de Shaanxi que mató a cerca de un millón de personas en el año 1556, las intrigas de los eunucos…)