‘Los excesos’, de Luna Carmoon. Últimas tardes en el Paraíso

La cinematografía británica se ha demostrado una cronista sensible, sincera y a la vez brutal de la adolescencia. Fiel a una tradición documental integrada en su ADN, en lo que va de siglo también ha sabido coger el testigo de trilogías tristes del abandono en blanco y negro, de malotes sesenteros, de inadaptados enganchados a la soledad (fuesen o no corredores de fondo).
No estoy pensando en fábulas naif al estilo Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) o en el enésimo santo pagano elevado a los altares por Ken Loach (Sweet Sixteen, 2002), sino en apuestas claramente punkarras: This is England (Shane Meadows, 2008), Submarine (Richard Ayoade, 2010), Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011) y, sobre todo, tanto Fish Tank (2009) como Bird (2024) (ambas de Andrea Arnold) o en la también reciente How to Have Sex (Molly Manning Walker, 2023).

Películas naturalistas que evocan sin romantizar una etapa apabullante, confusa e incluso algo siniestra, con compañías e influencias que andan todavía más desnortadas que el protagonista y rodeados todos ellos de adultos irresponsables, agobiados, dispuestos a pervertir (porque pueden, porque odian con la suficiente fuerza y convicción) la inocencia de quienes adivinan entre las filas de los claramente desvalidos. El resultado es extraño: hermoso, grotesco, disfuncional. Demasiado cerca de lo que se nos antoja debe de ser la realidad de un inquietante porcentaje de menores de edad desatendidos, sin ningún referente adulto digno de la menor confianza.
Esta de la que os hablo es una ópera prima firmada por alguien que apenas supera los 25 años. Vamos, que hablar de la adolescencia no es para ella hablar del cretácico. Súmese a ello un punto de partida fascinante: ¿qué implicaciones psicológicas puede tener para una niña convivir con una madre que padece síndrome de Diógenes?
Para contarnos todo esto Carmoon apuesta por la fantasía sin fugas psicotrópicas, reproduciendo así ese Reino de Hadas en el que vive la madre y que se nutre (y crece, y crece, ¡y crece!) de todo aquello que encuentra abandonado por el barrio. En ese peregrinar en busca de nada en concreto le sigue Cynthia, aportando al inevitable carrito de la compra todo lo que ayude a decorar el universo mágico-patológico materno.
Sobrevivir a esa dicotomía (la de la realidad del día a día en un colegio vs. el asombro y lo extraordinario cuando retorna a casa) se muestra pronto inviable. La acaparadora cada vez está más fuera de control y la hija empieza a plantearse si a pesar de tanto cuento cosmogónico no corren el peligro de perecer ahogadas en ese océano de objetos desechados por el que navegan a la deriva.
Una elipsis de una década nos devuelve junto a nuestra heroína, ya adolescente. Los servicios sociales hicieron su parte y Cynthia gozó de relativa fortuna: le tocó en suerte una madre de acogida que es un dechado de paciencia y comprensión. Hasta puede llegar a parecernos que salió relativamente indemne de una situación que la condujo al borde mismo de la exclusión social.
Pero el cerebro humano es y será un misterio insondable. Es difícil saber qué es lo que hace ‘clic’ en su cabeza, qué interruptor es el que activa unos recuerdos adormilados, pero nunca suprimidos de la psique. Quizás sea la posibilidad de perder a su mejor amiga, la finalización de su etapa estudiantil, la coexistencia con un adulto en crisis, el descubrir que su madre no murió cuando le dijeron que murió. Elijan una causa, si en verdad no son todas ellas concurrentes.
El adulto, siempre al acecho. Un tipo que también conoció la orfandad -o la separación por imperativo legal de sus progenitores-, que trabaja en el servicio de recogida de basuras y que en lo personal… está hecho un lio. Pero eso Cynthia no lo sabe. Tan solo entiende que hay alguien que por fin está por ella; la larguirucha, la desgreñada, la de la higiene laxa.
Y así es como ambos -atascados y coincidentes en la puerta de entrada de una pretendida “madurez”- deciden volver al patio del colegio y perderse en sus juegos. Juegos que recrean los que ella tuvo con su madre, con repartición de roles, retos, exabruptos y… excesos varios. ¿Puede llegar a detenerse ese reloj, el que señala la fatídica hora en la que debemos de incorporarnos a la sociedad, empezar a ser productivos, cuidar de una familia propia y sonreír, aunque estemos rotos por dentro?
El padre en ciernes sólo quería una prórroga. Enamorarse otra vez sin ninguna obligación asociada. Soñar, vacilar, encandilar a una ingenua, perderse en una entrega mutua que no es tal (él solo quiere, a la postre, saciar un último ataque de lujuria. Ella está empezando a manifestar un desequilibrio mental que su pretendiente interpreta como autenticidad, como genuina expresión de libertad).
La casa de acogida -en la que ambos vivieron durante épocas distintas- vuelve a ser ese santuario que los rescató de amenazas externas varias… pero que no los preparó para el pulso definitivo: sobrevivir a sí mismos, a todos los fantasmas que aguardan en el piso de arriba. Allí, superados los dos tramos de escaleras, es donde Cynthia está volviendo a reproducir aquél Nunca Jamás de papel albal, columnas de periódicos, partes de apliques desconchados, antenas que nada sintonizan y deshechos pendientes de clasificación que otrora fueron -para su madre y para ella- objetos preciosos que merecían ser regalados en ocasiones importantes.

Los excesos es cine del detalle y de celebración en el acaparamiento. Y en ese montón de sensaciones recopilados con paciencia por su realizadora hallareis de todo; sólo se os pide que rebusquéis, que os abandonéis al vagabundeo con la misma disciplina de trabajo que una espigadora de la Varda, que sigáis a cierta y distancia a esa pareja que parece sacada de Malas tierras (Terrence Malick, 1973) y que recordéis que no todo el mundo ha gozado del derecho a disfrutar de una vida ordenada, sin ornamentos innecesarios, minimalista y pulida.
Y que lo de “menos es más” (en lo material, en lo sentimental, en lo existencial) quizás sólo sea válido para quienes vienen de haber tenido mucho, pero que mucho más.