Georges Méliès y la maldición del internauta sedentario

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Méliès o el demiurgo por accidente. El cineasta (y dibujante, mago, decorador, actor, productor y distribuidor) que se pudo permitir el lujo de inventarlo todo, el que experimentó hasta el hartazgo con un arte que nadie sabía que lo era (¿cuántos se lo creen ahora?).

Paseando por los diferentes espacios de la exposición ‘Georges Méliès. La magia del cine’, dispuestos teatralmente en lo que vendría a ser una reconstrucción de su estudio en Montreuil, a uno se le multiplican las preguntas y comienza a desconfiar de esas respuestas que ya conocía, las que solía recitar -casi de carrerilla- sobre la idealizada figura de Méliès. Atendiendo a sus apologistas, la suya era la crónica de una derrota personal y una victoria a lo el Cid Campeador, con reivindicación (prácticamente póstuma) incluida. ¿Qué batalla fue la que perdió Georges? ¿Su pretendido triunfo no se basó acaso en una inteligente apuesta por atender a las primeras modas surgidas entre los espectadores neonatos? ¿Y su eclipse progresivo y definitivo no es una muestra de las primeras (e irreversibles) consecuencias que un cambio de paradigma puede acarrear a la realización y distribución cinematográfica?

El cine de Méliès acaba siempre reducido a tres o cuatro frases sintéticas, aforismos sacados de cualquier enciclopedia de la cosa. Como con algunos de los filósofos presocráticos, diríase que los estudiosos se aventuran a lanzar mil y una conjeturas (que incluyen la revelación de “un plan maestro” y su plena autoconciencia) partiendo de una parte muy fragmentada de su obra, aquella que ha sobrevivido hasta nuestros días.

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Más que suficiente –sostendrán algunos- en el caso que nos ocupa: 500 películas lo avalan, sobrada cantidad para que hasta el menos avispado de los observadores se aventure a lanzar juicios. Méliès es evasión. Méliès es diversión. Méliès es ficción, circo, surrealismo, efectos especiales y derroche de imaginación. En una palabra: espectáculo, en contraposición a los hermanos Lumière (quienes lo invitaron al primer pase cinematográfico de la historia, el 28 de diciembre de 1895), aburridos cronistas de su tiempo. El uno coleccionaba sueños, los otros, estampitas. ¿Y ya está?

Porque seamos sinceros… ¿cuánto cine de Méliès habremos visto? Alguna sesión con propósito compilador en la Filmoteca y algún DVD con voluntad de testimonio arqueológico. ¿Veinte, treinta de sus historias de diez minutos? Siendo generosos. ¿Importa su obra o se ha convertido simplemente en bandera de algo, en ese capítulo –a modo de génesis- que a toda disciplina le gusta tener? ¿Acaso no comenzó también él documentando su entorno antes de abrazar el despendole narrativo?

El propio recorrido por la muestra que puede verse en el CaixaForum de Barcelona hasta el próximo 24 de junio parece diseñado para pasar de largo frente a sus trabajos y deleitarnos con cachivaches, sombras chinescas, carteles de época y disfraces. La proyección en continuo y en media docena de pantallas esparcidas por las salas no ofrece la posibilidad de sentarse y disfrutar del desenfadado esperpento, con la excepción de ese Viaje a la luna, que es “esa-película-muda-del-francés-que-salía-en-la-peli-del-Scorsese-que-SI-tienes-que-haber-visto”. Como con los cartoons de Tom y Jerry, una hora seguida de Méliès produce cierta sensación de empacho: los recursos del mago no son tan ilimitados como se nos había hecho creer (exposición múltiple, disolución de imágenes, coloreado de fotogramas); su capacidad para fascinar es directamente proporcional al propio estado de ánimo, a la necesidad que tenga uno en ese preciso instante de… ¿suspender la realidad?

Méliès el pionero, Méliès el transformista, Méliès el visionario. Pero pongamos en cuarentena su éxito. Sí, Méliès tuvo el pálpito: aquél invento había nacido para ser proyectado y compartido ante una audiencia, como complemento o incluso guinda a una velada con espectáculo de variedades (tres starlets vacilantes, dos ilusionistas con o sin conejo y un piano). Ese disfrute colectivo que aspiran a ofrecer los encantadores de masas enardecidas, amantes de las novedades y las extravagancias controladas. Era negocio, pero también era orgullo de autor: tan seguro estaba de su producto –elaborado con un cariño y una sensibilidad infinita- que no quería substraerlo al ojo público. El cine, sospecha uno, triunfó definitivamente el día en que dos personas que no se conocían de nada comenzaron a hablar en un café de cierta película recién vista.

http://www.youtube.com/watch?v=Zjan4dI23Gc

Méliès quebró, Méliès fue el primer incomprendido. ¿Por qué? La gente tuvo el mal gusto de… cambiar de gustos. Un Méliès heroico enfrentado a la progresiva industrialización del medio: el artesano convertido en galo irreductible. Demasiado simplón, demasiado romántico.

Méliès fue de los primeros en utilizar la cámara para hablar de sí mismo: de lo que le gustaba, de lo que le daba miedo, de las personas a las que quería y con las que trabajaba. Quizás también fue de los primeros en tener una concepción mastodóntica del cine, una obligación autoimpuesta de maravillar que heredaría D.W. Griffith, otro de los padres putativos del cinematógrafo (y con una trayectoria de ‘auge y caída’ bastante similar). La desmesura, los extras, el dinamismo en la acción. Todo ello lo consiguió sin mover un centímetro la cámara, con un aluvión ininterrumpido de personajes que entran y salen, aparecen y se esfuman, desfilan en tropel o son atropellados por media docena de majorettes arrebatadas.

El cine hoy en día. Con Méliès reivindicado no tanto como autor sino como… ¿director taquillero? Méliès el añorado, senda abandonada a pocos metros del origen de todo, camino sin retorno (¡trabajó con su patente, con su productora, con su propio estudio!). Querer llenar cines –todavía ni así podían llamarse: teatros, envelados en pleno bulevar o barracas de feria- sin renunciar al imaginario propio. Perseverar, no rectificar. No querer amoldarse.

Ver cine, hoy en día. La gran ilusión colectiva se aproxima a sus 120 años. Y amenaza con dejar de ser precisamente eso, colectiva. La venganza final de Edison y el resto de fabricantes de dispositivos que reproducían imágenes y que apostaban por el soliloquio. Para ellos, aquél disfrute tenía algo de vergonzante, de mirón regodeándose en su colección de fotos licenciosas. De espiar a través de un orificio, de secreto tras la puerta. ¿Quién querría compartir aquellas pulsiones con nadie? El cine circunscrito al ámbito de lo privado.

No andaban tan errados: la exhibición cinematográfica huye en desbandada de los grandes templos. El cine se refugia en el hogar del consumidor, sin que este haya pasado forzosamente por taquilla. Todos conectados, todos unidos. Y todos, más que nunca, viendo cine solos. Comentándolo y compartiéndolo, sí. Pero frecuentando cada vez menos aquél lugar donde se forjaban cinefilias, amistades e incluso algún romance almibarado. Ven, al final soy yo el que acaba pecando de romántico… las mitologías se suceden unas o otras sin solución de continuidad.

Georges Méliès

Méliès redescubierto. Méliès inmortal. ¿Por qué, por quién? Por obra y gracia de la Cinemateca, de quienes comenzaban a tomarse en serio el invento. A veces nos olvidamos de ese pequeño detalle: sin instituciones dedicadas a velar por nuestro patrimonio, quizás la historia no comenzaría por el principio (si en verdad no hubieron otros Méliès previos y con menor fortuna).

El Méliès invicto disfrutaría en la actualidad de un nuevo escenario que escaparía incluso a su imaginación: la filmoteca infinita, orgasmo borgesiano y logro absoluto de la era digital. Y el espectador curioso, por fin saciado. ¿Quién podría entender esto como una maldición?

Mientras rondamos el límite que admite nuestro disco duro, ahí fuera cada vez hay menos variedad de estrenos. No, no es una sencilla relación de causa y efecto. Los Méliès del mañana –cineastas libres, suicidas, empeñados en que su trabajo se vea- tendrán que optar por nuevas formas de financiación, nuevos cauces de distribución y estrenos parcelados en el salón de casa. Quién sabe si la Palma de Oro del festival de Cannes de dentro de diez años acabará siendo una película sin estreno en España, descargable gratis y por tiempo limitado desde un par de servidores de las islas Caimán.

¿Un drama, un logro o la derrota definitiva de Méliès?

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