‘Nosferatu’, de Robert Eggers. Devórame otra vez (reloaded)
El cine comercial -que cada vez se nutre con mayor descaro de los nombres más prometedores si no del indie, cuanto menos de la periferia antaño ignorada- apuesta últimamente con un empeño cansino por… por no correr riesgo alguno. Apuesta, en suma, por no apostar. Por regodearse en las formas, los contenidos -estéticos y hasta morales- que ya se demostraron efectivos con audiencias alejadas dos, tres y hasta cuatro generaciones en el tiempo.
El resultado -para quién todavía tenga a bien presumir de memoria- es una sensación de eterno retorno, de visitación forzosa de los estándares del cine. Ojo: los artífices de esta nostalgia sin atisbo de modernidad son gente hábil, nadie les va a negar su oficio. Pero a mi entender le hacen un flaco favor a su arte, del mismo modo que se lo haría al suyo un pintor que no aspirase a salir nunca de El Prado, pergeñando sin fin esmeradas copias de las decenas y decenas de obras maestras que allí se exponen.
Los vampiros. Los zombies. Los hombres lobo. Shakespeare, Godzilla, una de romanos, el enésimo neowestern, otro reboot, ese dramón malsano y pretendidamente disfuncional que se da un aire a lo Tennessee Williams, otro clasicorro “refrescado” para los que no tienen la mínima curiosidad por acudir a las fuentes originales. Me recuerda a aquella literatura “juvenil” que optaba por extractar los clásicos de la literatura universal. Como dando por supuesto… ¿exactamente el qué? ¿Que el lector o el espectador -por razones de edad o intelecto- no está a la altura?
Nosferatu es y será una maravilla que rodó F.W. Murnau en 1922. Después vinieron otras muchas, no me hagáis enumerarlas. Unas más o menos personales, otras más o menos efectistas. Las ha habido que han puesto el acento en el romanticismo que rezuma la historia, en el folklore atávico, en la lectura erótico-festiva… o en la vis cómica de estos chupasangres bulímicos.
Eggers apuesta por el cuento gótico. Y en el actual panorama por el que atraviesa esta cinefilia de mínimos a la que nos vemos abocados (y en la que nos conformamos con cualquiera que boquee justo por encima de lo que antes todos entendíamos que era el nivel de la mediocridad), cualquiera podría encontrar motivos para el regocijo. Primorosa ambientación, atmósfera envolvente, cuidada en todos y cada uno de sus aspectos técnicos. Si el cine no llevase 130 años de vida, hasta podría pasar por una película notable.
Pero no es el caso. Toda película se encuentra enmarcada en una línea temporal: deudora de lo que vino antes, inspiradora -las menos- de lo que vendrá después. Este Nosferatu quiere homenajear, resultar evocador, hasta ser respetuosa con el abuelo. Pero también se nutre de todos los hijos bastardos, de todos los desvíos y afluentes, grandes o pequeños. Imposible no recordar por momentos -los más histéricos de una película que quiere dárselas de contenida- al Drácula de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola. También contamos con escenas de posesión y paliativos espirituales que oscilan entre las crisis saltarinas de la Regan de El exorcista (1973, William Friedkin) y la trascendencia (levitaciones incluidas) del cine de Tarkovski. Un cajón de sastre innecesario, porque estamos ante una de las tramas más autorreferenciales de la historia del cine.
Cuando un cineasta decide volver al lugar del crimen -¡qué pereza! ¿Nos van a volver a contar otra vez lo del conde Drácula con o sin derechos de autor?- lo mínimo que cabe pedirle es que aporte alguna novedad juguetona, que nos cuente lo mismo pero de otro modo, que sea capaz de tomarse licencias poéticas… más que honrar al original, yo le pido que sea capaz de darle una vuelta, hasta el punto de hacerme plantear si el reverenciado clásico no escondía otra intrahistoria a la espera de un cronista osado (o, por qué no, incluso desvergonzado).
Mi problema con este aburrido Nosferatu 2024 defendido por intérpretes envarados es quizás mi problema de fondo con el cine de Robert Eggers, un tipo con el suficiente talento visual como para no importarle en exceso el guion (¡su guion!) de partida. La apuesta -onírica, con algo de itinerario azaroso- me funcionó en su ópera prima La bruja (2015), pero me dejó indiferente en esa extraña pareja de machirulos escupidores por el colmillo izquierdo (El faro (2019)) o en su venganza vikinga a lo “Bud Spencer no perdona” (El hombre del norte (2022)).
De fondo subyace la pregunta que todos nos hicimos al conocer la existencia del proyecto: “¿de verdad? ¿Es necesario?” ¿Es necesario, repito, que me vuelvan a contar el viaje a los Cárpatos, lo del carruaje aguardando en el camino, la primera noche, las churrupaíllas anónimas, la correspondencia intercambiada con su joven esposa, la búsqueda de un adosado ‘ideal-no-muertos’, el viaje en barco, la víctima expectante y rendida de antemano, el sosias de Van Helsing, interior noche: escena en cripta o panteón familiar, ajos, ratas, sombras y… estaca o primeros rayos del amanecer? El resto, como los filtros de las aplicaciones de fotografía, termina siendo meramente accesorio: look de cine “importante” o acabado a lo Hammer, sutileza o chorretón gore, blanco satén o top less.
Entre las variaciones Goldberg de la actual entrega, destacar un incomprensible prólogo con posesión wi-fi in medias res del conde Orlok, el mentado momento “el poder de Dios te obliga” (cambiando a Max von Sydow por el siempre solvente Willem Dafoe), la capacidad de este ser del Diablo para provocar clímax en cadena (todo muy ochentero, más cerca de La posesión (Andrzej Zulawski, 1981) o de El ansia (Tony Scott, 1983)) o ese final en el que la sometida por un ente maligno es capaz de… ¿reconocer su condición e inmolarse, atentando contra todo lo que uno creía saber sobre el vampirismo?
Nosferatu es la enésima constatación de una cinematografía agostada, abocada una y otra vez a salir de saqueo por la filmoteca histórica y rehacer sin sonrojo los hitos que la moldearon pero que evidentemente no la están ayudando a crecer, a reinventarse, a asumir riesgo alguno. Consabida combinación de elementos cogidos de tres en tres, cocktail con los mismos ingredientes que la receta añeja, déjà vu perpetuo para pollaviejas y osadía inaudita para imberbes impresionables.
Las respuestas a estos galimatías (sean o no por encargo) ya nos las dieron Gus van Sant y Michael Haneke: si no vas a poder mejorar el original ruédalo igual, pasa por caja y a otra cosa. Sin pretender siquiera que te lo has tomado en serio.