‘Oh, Canada’, de Paul Schrader. Sin rumbo
Es difícil, aunque tal vez necesario, cambiar el rumbo tras desarrollar tres obras contundentes. Paul Schrader ha llevado a cabo una trilogía sobre la expiación en la que sus personajes desarrollaban una catarsis tras una crisis en su fe. Fe religiosa en el primer caso, la del capellán de El reverendo (First reformed, 2017). Fe en el sistema, en el stablishment, quebrada ante la evidencia de las barbaridades impuestas en nombre de la justicia y la ley en el caso del contratista que encarnaba Oscar Isaac en El contador de cartas (The card counter, 2021), tal vez la más lograda de la trilogía. Fe en un credo bárbaro, neonazi, roto ante la evidencia, aunque también impuesto por las circunstancias, para el peculiar jardinero interpretado por Joel Edgerton en El maestro jardinero (Master gardener, 2022). Schrader desarrolló tres escenarios paralelos que contemplaban la ascesis, la némesis y la redención, de modo alterno y paralelo a la vez. Necesitaba, tal vez por ello, un cambio radical de orientación.
En Oh, Canada Adapta Foregone, una novela de Russell Banks, fallecido antes de la producción de la cinta en 2023, autor a quien tomara ya como referencia para su magistral Affliction (1997). En este caso, la escueta trama se centra en la entrevista filmada de un documentalista famoso, Leonard Fife (Richard Gere), cerca del final de su vida, a manos de uno de sus alumnos. Si bien Malcolm presenta su obra como un honesto auto biopic, detallando el papel de Leo contra las levas forzadas del gobierno USA para obtener carne de cañón que enviar a Vietnam, el rodaje deriva a una confesión por parte de Leo de los secretos más íntimos y a un amarillismo por parte de Malcolm que llega a esconder una cámara para espiarle en su lecho de muerte. Leo Fife, por su parte, plantea el proyecto de su colega y amigo como un pretexto para despojarse de sus vestiduras ante su mujer, Emma, una sobria Uma Thurman, que le apoya y defiende ante el riesgo de un inmoral uso de sus últimas palabras e imágenes. El, sin embargo, aspira a que la entrevista sea un postrer sacrificio en el que confiese, en primer lugar, a ella, pero extensivamente a todo el público, sus miserias e infidelidades, su falta de constancia y, en definitiva, su motivación real de la fuga a Canadá.
A medida que avanza el rodaje, un agotado Leo va mezclando recuerdos, épocas y situaciones. Y aunque su mujer rechaza la grabación, argumentando la situación terminal de su pareja, Leo por un lado y Malcolm por otro insisten en seguir rodando. Paul Schrader desarrolla la acción eminentemente en espacios cerrados, tanto en la sala dónde tiene lugar la grabación, como en gran parte de las habitaciones dónde tienen lugar los recuerdos de Leo, fueran en la casa de sus suegros, en la de su primera mujer o en la granja de su amigo, dando pie a una narración claustrofóbica que sólo se romperá, de modo tan liberador como simbólico, al final de la película con el espacio abierto de la frontera entre Estados Unidos y Canadá. En paralelo, el director de Posibilidad de escape juega cromáticamente, retratando algunas escenas en blanco y negro y otras en color, modificando formatos de pantalla e incluso alternando el actor que interpreta al joven Fife. Si bien es Jacob Elordi quien aparece en el grueso de las escenas representando al joven Leo, en alguna secuencia se alterna con el propio Gere, dando pie a considerar si aquello que se nos está contando viene filtrado y sesgado por los fallos de memoria o la enfermedad de Fife. El punto culminante se alcanza cuando Elordi se presenta en la oficina de leva como un homosexual trastornado, consiguiendo evitar que sea llamado a filas, escena que vendrá seguida de su propia fuga, en pantalla grande, hacia la frontera de Canadá. Persiste, pues, la ambigüedad y dado que momentos antes se nos ha contado su estancia en aquel país en busca de un trabajo que le permita obtener la residencia, nunca quedará claro si la fuga se da para escapar de la leva o para huir de su propia realidad y no tanto por motivos políticos como personales. Schrader da a entender hasta qué punto nuestros recuerdos modifican lo vivido y nos crean una vida alternativa; tal vez a la larga más decisiva sobre nuestras creencias, sobre nuestra personalidad, que aquella vida que vivimos.
El problema principal de Oh, Canada radica en que, como espectadores, estamos en la misma situación en que están Emma, Malcolm y los futuros receptores de su documental. No sabemos con certeza si es Emma quien desconoce la verdad que él está contando o si realmente la enfermedad y la medicación dan lugar a que Leonard mezcle personajes e historias. Así, Leo narra su ruptura con su primera mujer, mezclándola con la presencia de una segunda amante y luego con una tercera, sin saber hasta qué punto la causa de su fuga fue la falta de compromiso con una u otra, la decisión de cambiar radicalmente de vida o una incapacidad de asumir ningún tipo de responsabilidad. Oh, Canada, como los pensamientos de Leo, se pierde en divagaciones sin confirmar ni negar ninguna de ellas ni cerrar ningún hilo de los presentados por Leo o por Schrader. Al final entenderemos que la inmadurez de Leo y su rechazo a una sociedad que le resultaba desconcertante (tanto en la rigidez conservadora del Sur como en la evanescencia arty de la Costa Este) son los motivos que le llevarán más allá de la frontera, donde cambiará su rumbo y se consolidará, azarosamente, como un artista y un activista reconocido. Nos quedará no obstante no sólo la duda de su itinerario real sino del rumbo que Paul Schrader quiso tomar con esta película.