‘Libertad’, de Jonathan Franzen. El novelón americano

“No escribo para todo el mundo. Escribo para la gente que no encaja en él”. Jonathan Franzen

La gran novela americana es un mito creacional que se paseó con su aurea de esperanza y gloria por todo el siglo XX y que continúa coleando en este siglo XXI de lectores apresurados, píldoras y resúmenes de resúmenes.  No ha habido escritor con ínfulas en el nuevo continente que no haya fantaseado, casi antes de escribir su primera línea, con legar una nueva piedra de toque a la literatura continental. Ese libro-parábola en el que se hablase de cosas auténticamente importantes… partiendo de sucesos aparentemente anecdóticos. Una alegoría de todo y de nada con la fuerza y la contundencia de las grandes novelas por entregas. O cómo, partiendo de un estilo realista, se puede acabar bordeando la narración cuasi-fantástica. ¿Fatuidad de plumilla o invento de seminario de universidad del medio oeste?

La gran novela americana busca conmover a través de la crueldad. De las publicadas en los últimos 40 años, pienso como ejemplos en La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Meridiano de sangre de Cormac McCarthy,  La broma infinita de David Foster Wallace o Canadá  Richard Ford. Todas celebran el espíritu abiertamente marginal de sus protagonistas. Todas hablan de intentos de huida, de fronteras, de la imposibilidad de reinventarse. Y sí, todas tienes muchas páginas para poder codearse con los Dostoyevskis, los Dickens, los Dumas o los Melville.

Jonathan Franzen, sesentón ya, es un ejemplo vivo de alguien que ha estado muy cerca de entregarnos esa “gran novela americana” que por definición se queda siempre a las puertas: inacabada, fallida, excesivamente ambiciosa, solipsista. Lo hizo con Las correcciones y lo volvió a conseguir hace ya 10 años con esta de la que hoy os hablaré: Libertad.

Escritor poco profuso (cinco novelas y otros tantos ensayos hasta la fecha), cursó estudios en una universidad cuáquera y domina también a la perfección el idioma alemán. Conoció la frustración en el mundo de la enseñanza (ser profesor de literatura en algún momento de la vida parece ser una condición imprescindible para acabar refugiándose en la escritura o en la bebida) y sobrevivió a un divorcio traumático. Ambos hechos lo sobrecargaron de pesares, razones y subtramas. 

Libertad es la epopeya de una familia disfuncional, los Berglund, que no sabe que lo es. Muy al contrario: diríase que tienen todo lo que se puede desear en Ramsey Hill, una barriada gentrificada en la que ellos siempre pueden presumir de haber llegado con la primera oleada de “colonos”. Los auténticos, vamos.

Patty ha hecho realidad su aparente sueño (tener una familia a la que dedicarse en cuerpo y alma) y Walter, a su manera, también (trabajar para ese gran “proyecto vital” de Patty). El resultado de sus atribulaciones es el habitual: dos hijos en los cuales tienen depositados todas las esperanzas, como las 345 generaciones precedentes.

Jessica les saldrá diligente y centrada. Casi demasiado. Moralista e inflexible, juzgará a sus padres con una dureza digna de mejor causa. Joey, el preferido de mamá, no tardará en demostrar una rebeldía espuria: se fugará a la casa de la vecina, donde cohabitará -para escándalo de su progresista madre- con una hija posesiva e inestable.

Pero volvamos al matrimonio, a esa balsa de aceite en la que lleva décadas formándose la tormenta de hielo. Dos gloriosos integrantes de la socorrida clase media americana: él, un votante demócrata convencido de que puede “to make the difference”. Ella, una ama de casa autoconvencida, lamiéndose todavía las heridas de una carrera como deportista profesional truncada a las primeras de cambio. Se toleran, se complementan, incluso puede que se quieran. Pero…

El pero se llama Richard, el mejor amigo de Walter desde la universidad. La dosis justa de underground que puede permitirse la pareja en sus vidas: rockero indie siempre en ciernes, incapaz de tener una relación estable, insociable y magnético a la vez… ese amigo al que las cosas no terminan de irle bien, bálsamo ideal para un matrimonio que no está por ningún ejercicio de autocrítica. Alguien a quien acoger en la habitación de los invitados, admirar sin idolatrar y escuchar como ejercicio de reafirmación en la propia suerte.

Todo bien de no ser por un pequeño detalle: Patty está enamorada hasta las trancas de él. Desde siempre, desde el mismísimo momento en que lo vio. Walter, de alguna manera, fue el premio de consolación en una competición que ni tan siquiera disputó. Verlo le hace daño. No verlo le resulta imposible, aunque pueda estar años pretendiendo que lo ha superado, que nunca fue para tanto.

Y ahí va a estar la libertad, ese anhelo ya casi desconocido y que sin embargo nuestros tres protagonistas pueden ejercer cuando gusten. La libertad para congraciarse con el amigo al que se envidia sin reconocerlo. La libertad para hacer realidad nuestros deseos sin que importen, por una vez, las consecuencias de nuestros actos. La libertad para amar sin contratos, para experimentar la infelicidad, para ser mejores sólo después de haber sido mucho peores.

Perdidos irremediablemente, Patty y sobre todo Walter presumen de valores. Walter bordea el concepto de ecologista coñazo: empeñado en la salvaguarda de una especie de pájaro en peligro de extinción, se pondrá al servicio de intereses empresariales más bien turbios. Lo hará con la ingenuidad del universitario que siempre fue: buscándose una becaria guapa, un socio capitalista al que poder culpar de todo, un nuevo trabajo que sabe que tarde o temprano entrará en conflicto directo con sus altos ideales. Él lo entiende como una última oportunidad. El lector, como una crisis de los cuarenta sobrevenida.

Franzen utiliza otra vez una familia como quintaesencia de los EEUU en conflicto (¿consigo mismo?, ¿con el mundo?). Profetiza la consolidación del nuevo orden republicano (el chic de hacer dinero aprovechando “oportunidades” que no son más que vacíos legales), la relativización de esa ética del chalet adosado con el jardín vallado, la lapidación por razones pragmáticas de cualquier valor lejanamente humanista. Los padres acabarán pidiendo consejo a los hijos y estos, apabullados e incómodos, se los sacudirán de encima con cierto rubor. Todos se tienen en alta estima. Pero ninguno sabe qué se espera exactamente de él.

Libertad es la historia no oficial de convivir, tener hijos, equivocarse y fingir siempre que no importa, que nada nos afecta. No es cínica -a su hermoso final apelo-, pero tampoco edulcorada: como si años después de una separación las dos partes implicadas se sentasen contigo a exponer sus motivos con la distancia que da el tiempo y la reconocida insensatez de todas las acciones humanas. 

Así pasó y todo aquello que tanto nos afectó… ahora nada importa.

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