‘Las costumbres del país’, de Edith Wharton
Edith Wharton (1862-1937), niña bien sin complejos, nació en los EEUU y murió en Francia, un dato bastante revelador y diría que hasta “palpable” es esta novela suya escrita en la antesala de la Gran Guerra. No fue aquél un buen año para nuestra escritora: se divorció con buen criterio de Edward Robbins Wharton, un tipo que aunaba dos faltas irreconciliables como son el cultivo del puterío y la falta de discreción. Harta de tanta humillación se separó de él pasados los cincuenta, cuando ya todo empieza a importar más bien poco.

En aquellos tiempos, para ser mujer, poder escribir y tener una cierta repercusión, no quedaba otra que haber nacido en el barrio adecuado… ser más bien pija, vamos. Aunque lo importante es acabar haciendo algo productivo con ese tiempo que la vida regalada le da a uno. ¡Y vaya si supo hacerlo la buena de Edith!
Frecuentó la compañía de Henry James allá por tierras galas (y de Cocteau, Hemingway y Scott Fitzgerald, con quién tantos rasgos temáticos comparte), su verdadero país de adopción. (Por cierto, James siempre me pareció un autor bastante plúmbeo, cultivador de una literatura de la decadencia y la sospecha. Sí, Fitzgerald también, pero al igual que Wharton tuvo el buen gusto de hablar de lo que sabía (su cerrado círculo social de hermosos y malditos) pero con mucho sentido del humor. Eso es lo que los hace realmente grandes a ambos).
Wharton se preocupó de verdad por la gente que vivía más allá de Central Park y su implicación en problemáticas sociales no tuvo nada que ver con la mera caridad. Se ganó una Legión de Honor no por su labor literaria, sino por su colaboración con los refugiados y la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. Sus honores quizás le fueron facilitados por pertenecer a la clase que pertenecía, pero… ¿acaso no ocurría lo mismo con sus homólogos masculinos?
Así que durante sus 75 años de vida la Wharton se las apañó para trascender a lo grande: dos premios Pulitzer, primera mujer en obtener un doctor honoris causa por Yale, confesora y confidente del presidente Roosevelt…. y también decoradora y diseñadora de interiores, redactora de guías de viaje alternativas y participante en un apasionante ménage à trois con lord Ronald Coger y William Morton Fullerton.
De sus más de tres docenas de ácidos varapalos a la sociedad de su tiempo (miento: a esa emperifollada comunidad en la que le tocó vivir) hoy os traigo quizás la más redonda y cruel de las que he tenido el placer de leer.
Las costumbres del país confrontan Norteamérica -nueva superpotencia repleta de nuevos ricos- con la vieja Europa que sólo parecía poder aportar, a manera de dote, las propiedades heredadas y el rancio abolengo. Una novela de idas y venidas, de temporada parisina y boato neoyorquino, de palco en la ópera, escapada campestre y enamoramientos interesados.
Nuestra protagonista, Undine Spragg, acaba de aterrizar en la gran manzana con un único propósito: deslumbrar a sus pares y hacerse un nombre entre la jet set, esa media docena de apellidos que gobiernan, como reyes sin corona, sobre una alta sociedad sedienta de aristocracia laica. Proveniente de las provincias, su manifiesto complejo de inferioridad -unido a una completa superficialidad- no la hacen refulgir de inmediato. Porque lo cierto es que tras su triunfal entrada en los salones de este microuniverso, todos pueden atestiguar que lo que le falta no es belleza… sino conversación.
Pero a Undine no le vengas con monsergas. Ella quiere lo que quiere y no siente ningún remordimiento por ansiarlo. Sus pobres padres -él, un no tan próspero hombre de negocios; ella, un alma en pena incapaz de contradecir a su caprichosa devoradora de fortunas- tratan de saciar su sed de todo en un empeño condenado, desde el mismísimo comienzo, al más estrepitoso de los fracasos.

Hacer un buen matrimonio. No, no es tarea baladí: son, ni más ni menos, las costumbres del país. Su primera víctima es el inexperto Ralph Marvell, un soñador de familia pudiente, un perfecto inútil con ínfulas de artista. Junto a él disfruta de su primera escapada europea, para darse cuenta de inmediato de que en Italia hace demasiado calor, su presa no es tan rica como pretende y su sueño de vivir en la quinta avenida… deberá de ser pospuesto. A sus ojos, sólo hay una víctima: ella.
Mujer inquieta y de recursos, Undine se recuerda a sí misma que es norteamericana. Así que puede divorciarse -no a los ojos de la iglesia católica, por lo menos hasta que tenga el suficiente dinero- y volver a probar suerte con alguien que sí pueda sostener su tren de vida. Y aquí es donde Undine comete su primer y único error: se fija en alguien todavía más frívolo que ella.
Sus ansias de alterne entre la casta opulenta la llevan a solicitar el divorcio (¡anatema!) antes siquiera de tener atado y bien atado a su siguiente patrocinador, un Van Degen. Este, avezado en el arte del mariposeo y la seducción sin consecuencias, obtiene lo que buscaba y pierde, de manera casi inmediata, cualquier interés en compartir su vida (sus generosos dividendos, vamos) con la arribista llegada de Carolina del Norte.
Siguen meses de ostracismo y olvido. Undine debe de dejar de frecuentar a las mejores modistas, recortar el estipendio para viajes, desplazarse con sus padres para poder hacer frente a los gastos generales. Ha abandonado a marido e hijo, aunque el instinto maternal nunca lo tuvo muy desarrollado. Ahora toca reinventarse: aprovechar sus escasas oportunidades, juntarse con la gente que cuenta y volver a dar un salto mortal sin red.
Su siguiente caballero andante con posibles resulta ser un aristócrata francés, con castillo y todo. Es demasiado posesivo y tiene una familia demasiado extensa, pero qué se le va a hacer… la primavera parisina exige sacrificios. Undine aprovecha su nueva bonanza para reclamar la custodia de su hijo, llevar una vida más reconcentrada en sus cuarteles de invierno y empezar a tener hobbies a la altura de su título nobiliario: visitar salas de exposiciones, mostrar preciados botines a coleccionistas sin tope monetario y, en definitiva, darse un barniz de cultura prêt-à-porter.
El círculo se cierra definitivamente. El que fuera su primer amor en Apex City, Elmer Moffatt, termina triunfando a lo grande en Wall Street. El relevo está servido: el tipo al que rechazase en su adolescencia por su ambición desmedida pero sin resultados prácticos ahora sí puede ser aceptado por lo único que les hace tolerables a todos los hombres de su entorno: una generosa cartera con la que creen asegurarse sus afectos.
¿Será el último en su camino hacia la cumbre? Nos despedimos de ella mientras organiza una fiesta en su casa, anfitriona perfecta que descubre en otra conversación banal que hay gente todavía más respetable e inalcanzable sobre la capa de la tierra: ¿por qué no casarse con un diplomático y ser la mujer requetedivorciada de un embajador en algún destino glamouroso?
¿Dónde está el tremendo acierto de Edith Wharton en esta novela sin grandes psicologismos ni retorcidos planes vitales? Pues en no juzgar en ningún momento a su heroína interesada: Undine es lo que es, porque la han educado para ser exactamente eso. Las costumbres del país pasan por tener una mujer bonita, lucirla en público y, a poder ser, fomentar su gusto por las cosas obscenamente caras; que sea manirrota para poder demostrar lo tremendo del capital que la sustenta.

Undine se sitúa en lo alto de esta cadena trófica donde se devora al romántico y se relega -cosas de la doble moral- a la supuesta infiel. Es un triunfo evolutivo: su moral es la de la época y sólo puede ser de esa manera… abiertamente amoral. No esperéis que “se lleve su merecido” a la manera decimonónica, que purgue sus pecados lanzándose a las vías del tren o haciendo penitencia entre los brazos del hijo recobrado. No, no.
Undine, poderosa y fatal, les demuestra a los habitantes del teatro de las apariencias que domina el juego y que lo ha llevado a un nuevo estadio, a una perfección mórbida que produce espanto y admiración.
Tengo interés en leerla, la tengo en mi pequeña biblioteca, pinta bastante bien y estoy seguro que me va a transportar a una época convulsa por los acontecimientos de entonces. Seguro que será interesante.