‘Lazzaro feliz’, de Alice Rohrwacher. El santo inocente
De partida, nuestro bobalicón y sobreexplotado Lazzaro nos puede recordar a muchas otras cosas. Quizás porque haya habido toda una tradición al respecto dentro del cine italiano: desarrapados, desposeídos o incluso lumpen puro y duro… pero infinitamente digno. Digno incluso en la indignidad de sus semejantes.
Pienso, a bote pronto, en el Accattone (1961) de Pier Paolo Pasolini, una primera película que todavía se sigue finiquitando como si de un mero estrambote del neorrealismo se tratase. Pero también nos podemos ir más atrás y encontrar ciertamente títulos de algunos de los padres del movimiento: desde el Francisco, juglar de Dios (1951) de Roberto Rossellini a los huérfanos aspirantes a jinetes de El limpiabotas (1946) o los chabolistas asaltados por el realismo mágico de Milagro en Milán (1951) -ambas de Vittorio de Sica-, sin olvidar los papeles de ingenua vilipendiada interpretados por Giulietta Masina para Federico Fellini en La Strada (1954) y Las noches de Cabiria (1957). Personajes zarandeados o ninguneados y, más que anónimos, invisibles para una sociedad demasiado absorta en la observación de sus propias miserias.
Lazzaro feliz es también otro filme escindido, con dos actos claramente diferenciados. El primero, en entorno agrario (poco pastoral, eso sí) y el segundo con trasfondo suburbial, entre el pasado de jornaleros esclavizados y el presente de chamarileros, ganapanes y timadores ocasionales. Pero siempre, siempre entre el engaño y la derrota: bajo la “tutela” de una marquesa o en los arrabales de una estación Termini cualquiera.
El único elemento constante en esta Italia post-viscontiniana (aunque no se perciba ni tan siquiera la farsa del cambio aparente para justificar el que todo siga igual) es nuestro San Francisco de Asís revivido, aunque sin mucha fauna con la que parlamentar. En el campo, Lazzaro es el chico algo tardo al que se le puede pedir de todo porque nunca se queja: desde mover el peso muerto de la abuela a ayudar en la cosecha más allá de la puesta del sol. El estajanovista es un mundo de proletariados ausentes, recién salidos de un cuadro de Millet pero conscientes de su condición de figurantes.
La explotación agropecuaria tiene una única razón de ser: el asegurarle su estipendio a una aristócrata venida a menos. Aprovechando lo recóndito del lugar, la susodicha se las ha apañado para perpetuar un sistema medieval, atando a sus infelices a una tierra en la que cuando no sopla el viento… son ellos los que lo imitan, cual Eolos enardecidos. Un soplo que, con todo, no altera el orden establecido.
La llegada del señorito Tancredi -aburrido y, para más inri, enganchado al italodance– truncará la calma chicha. Lazzaro se convierte en la válvula de escape a tanta laxitud veraniega, pasando a compartir con el niño de mamá rincones secretos y hasta alimentación paupérrima. Un sucedáneo de amistad tanto para el uno como para el otro, aunque -se adivina- con un nivel de entrega y sinceridad por ambas partes bastante desigual.
Y es aquí donde de repente la ficción se quiebra y se muestra permeable a la irrupción de lo inopinado, de lo inexplicable. Nuestro Lazzaro inmortal amanece dos décadas después rodeado de ruinas y de olvido. Siguiendo el camino del expolio arribará a la gran ciudad, donde se reencontrará con un pequeño reducto poblado por aquellos campesinos abusados, convertidos ahora en parias practicantes de una economía de mera subsistencia.
Lazzaro se adapta rápidamente a su nueva realidad. La extrañeza no tiene cabida en su ideario personal: las cosas son como le dicen que son y él las acepta. ¿Que hay que timar ahora a urbanitas que van de listos? Se hace. ¿Que toca seleccionar hierbajos silvestres para la cena? Pues a ello. A Lazzaro, como a los animales extraviados, se le coge cariño. Es solícito y servicial. Ensimismado y callado. Y no le importa ser tomado por un espíritu, un resucitado o una alma en pena.
El esperado tropiezo con el marquesito -avejentado y arruinado- le deparará a Lazzaro y a su familia adoptiva una postrera decepción. La invitación a comer a casa del proyecto de latifundista concluye con otro desprecio mayúsculo. De hecho, serán los ofendidos quienes deban resarcir la afrenta, regalándole el postre a una clase social que, con o sin dinero, siempre acaba siendo la que saborea los dulces.
Cuenta la hagiografía que San Francisco logró apaciguar al lobo de Gubbio haciendo la señal de la cruz. Que en aquellos tiempos al Mal se le podía domar, convirtiendo al cánido devora hombres en el “hermano lobo” legendario. Con ese mismo espíritu acude Lazzaro al banco, a pedirles que le devuelvan el dinero a su señorito decadentista. Alta es su ingenuidad, estéril y risible su cruzada.
Aún así, descubriremos un último y deprimente síntoma de los tiempos: que al Diablo ya no se le puede domar y mucho menos apaciguar. Que la estupidez reina y que la inocencia le asegura a uno la incomprensión y quizás hasta el martirio.
¿Una posible vía de escape? Volver al principio, sin grandes esperanzas de mejora. Darle la espalda al mundo y seguir el camino del lobo-santo transmutado, huyendo de la gran ciudad y recalando en aquellas tierras donde ya no habita ningún buen salvaje, pero en las que al menos el ladrón tenía un rostro que exponía de vez en cuando, sabedor de su rol en la más indecente de las tragicomedias.
Lazzaro feliz es un homenaje a aquella Italia que renacía a remolque del plan Marshall, con el éxodo obligado hacia las capitales donde moraban Rocco y sus hermanos, la Loren revolucionando el patio de vecinos y un cómico carismático en pos de pajaritos y pajarracos. Pero sobretodo es una parábola negrísima sobre la ausencia de figuras santificables, poseedoras de una bondad infinita que en realidad nunca superó una función moralizante, repetitivo compendio de vidas ejemplares.
La duda expuesta aquí por Alice Rohrwacher es todavía más perversa… ¿le daríamos tiempo siquiera a ensayar algún milagro al santo antes de lapidarlo?