‘La academia de las musas’, de José Luis Guerín. Teorías y máscaras

Hay un par de confesiones que deberían de ir por delante. La primera, que admiro desde hace décadas el cine de Guerín. La segunda, que soy muy ignorante, desconociendo todo, prácticamente, sobre Dante, sobre poesía clásica o sobre Estética. No esperen pues, ninguna crítica sobre teoría poética pero, eso dicho, permítanme avanzarles que La academia de las musas es una auténtica experiencia.

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Guerín debutó en el largo con Los motivos de Berta (1984), una mirada documental sobre una historia de ficción. Continuó con Innisfree (1990), una profunda obra cinéfila que recogía la persistencia de la ficción en la realidad, rastreando al hombre tranquilo y la comunidad de John Ford en la comunidad real que décadas atrás viviera el rodaje de una obra legendaria. Cinefilia y experimentalismo se dieron la mano en Tren de sombras (1997), insólita obra que se formatea desde la edición a partir de lo rodado para su primera mitad. Salta a la popularidad de lo comercial con En construcción (2001), el documental de creación por excelencia, ejemplo clásico de la escuela de la UPF, con el material de la realidad y el material del que están hechos los sueños. Después de un proyecto que se desarrolla a modo multimedia, con un largo (En la ciudad de Sylvia, 2007), una exposición (Las mujeres que no conocemos) y otros audiovisuales vinculados a ésta, parece, paradójicamente, quedar en un punto muerto con Guest (2010) el ensayo que rodó yendo de un lado a otro del mundo como invitado en diversos festivales de cine.

Y aunque no deja de rodar cortos y ensayos, a Guerín le falta el largo. En una situación de escasez económica y tras unos años sin rodar de modo mínimamente formal, Guerín planteó su nueva obra, un tanto organizada, un tanto al azar, bajo mínimos presupuestarios y en función de intérpretes y de la evolución del planteamiento inicial, modelado por la vida y por la decisión de los personajes (reales y a la vez ficcionales) que lo pueblan. Colaborando con un profesor de Filologia de la Universitat de Barcelona, Rafaelle Pinto, plantea una interacción entre realidad y ficción. La obra se basa en las clases por él impartidas en un taller denominado, precisamente, La academia de las musas, y orientado a debatir, a partir de la Beatrice de Dante y la poesía clásica, el rol de la mujer como musa. Las discusiones académicas y las opciones de las “musas” llevaron la obra por los derroteros que finalmente vemos en pantalla y que la desplazan, sutilmente, del ámbito documental o ensayístico hacia la ficción.

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Como ficción pues, podemos entender como una obra que se vincula inicialmente a la Poesía y la Estética en una serie de secuencias que, para los no versados, se alejan, se elevan por encima del espectador medio para derivar de modo inicialmente imperceptible hacia la comedia de ficción. Las disquisiciones sobre mujeres, musas, amor terrenal, amor platónico o pasión intercambiadas entre maestro y alumnas resultan curiosas e interesantes en primera instancia; pero complejas y poco convenientes para ser representadas en imágenes reales. Sin embargo, poco después, Guerín introduce un inesperado giro de guión con la aparición en escena de la mujer del profesor. Esta, sentada en el salón del domicilio, vuelta hacia la ventana, demuestra ser ducha en duelos con su teorizante pareja e irá desmontando implacablemente sus argumentos. Mediante tal estrategia Guerín transforma una obra que podía resultar muy distante en una creación próxima al espectador que ve con sorpresa cómo van cayendo las máscaras de la erudición que ocultan la hipocresía.

Siguiendo con el juego así determinado, Pinto irá descubriéndose como un peculiar Don Juan que seduce a sus alumnas con sus enseñanzas pero que es incapaz de retenerlas precisamente porque a nivel discusivo ellas le desmontan las teorías con sus mismas premisas. Son musas, es cierto; pero tienen una autonomía de decisión que les enfrenta a él. A aquellas más alejadas de su planteamiento, les niega la libertad de decisión que previamente les proponía. A las más próximas, las ve alejarse de él precisamente porque superan su discurso. Y, ante el enfrentamiento con su propia mujer, Pinto pierde los papeles hasta el punto que trata de argumentar u ocultar sus infidelidades como temas metodológicos (¡!).

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Guerín, sea con finalidad estética o por necesidad técnica, rueda las imágenes de Pinto y su mujer a través de una ventana, cómo lo hará desde el exterior del bar o del vehículo en diversas secuencias en las que comparte espacio e intimidad con alguna alumna. Los reflejos en el cristal enfrentados a unos diálogos grabados dentro del local delimitan una barrera muy clara entre los postulados académicos y la vida que sigue ahí fuera. Si la cinta de Guerín es interesante por su propuesta y por la valentía de desarrollarla con tan limitados méritos, no lo es menos por la resolución que tiene, por el juego que director e intérpretes acaban desarrollando ante nuestra mirada. Al final, de vuelta de la Naturaleza sarda, de la Italia rosseliniana, de vuelta de todo, Pinto insiste en sus teorías en el interior del coche, con una nueva musa…. Un truhán, un señor. La lluvia cae sobre el cristal y yo, desde fuera, me pregunto si en lugar de hablar de La divina comedia estamos hablando de la comedia del arte, y si, las máscaras caídas, Pinto y Guerín mantienen la amistad.

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