Shoko, Tonya y Juana de arco: heroínas modernas, autorías diversas

Tres películas recientes se construyen y revolotean (en alguna de ellas, la cámara lo hace de manera literal) alrededor de la experiencia de otras tantas mujeres susceptibles de ser incluidas en cualquier martirologio. Tres continentes, tres estrategias diferentes, tres objetivos en apariencia distintos. Y tres logros desiguales.

Conozcan a Nishimiya Shoko, una alumna sobre la que se ejerce la crueldad física y mental en A silent voice (Naoko Yamada, 2016). Desde Norteamérica, un biopic que asume con desparpajo el chonismo de su protagonista, la vilipendiada Tonya Harding, juguete roto del patinaje artístico. Y por último un no-musical rodado por el siempre interesante (no, en realidad aquí no tanto) Bruno Dumont: Jeannette, la infancia de Juana de Arco (2017).

De partida, las mayores expectativas nos las reservábamos para el autor de Hors Satan (2011) o La alta sociedad (2016). Su universo de pueblerinos cetrinos y vengativos y urbanitas decadentes y extravagantes se podía enriquecer con la incorporación de la iluminadísima dama de Orleans, la que escuchaba en estéreo las voces de santa Catalina de Alejandría y santa Margarita de Antioquia instándole a meter baza en la Guerra de los Cien Años (las bayas alucinógenas ingeridas en ayunas es lo que tienen).

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Dumont se centra en su infancia, si en realidad llegó a tenerla esta mujer que pasó de pastora a santa nacional en 19 espídicos años. En un par de dunas y otros tantos meandros del río se monta un musical con media docena de protagonistas –campesinas, monjas duales y familiares impresionables- y un solícito rebaño de ovejas de fondo. No se le puede negar arrojo.

Cámara fija, trinos desafinados / desafiantes, coreografías de función de final de curso y miradas extasiadas a cámara. Todo ello al sincopado ritmo –melenas al viento- del heavy metal, con arrebatos místicos que lo mismo la hacen correr en círculos que formular dudas teológicas a cascoporro.

Quizás Jeannette sea una demostración palmaria de los excesos en los que puede acabar incurriendo a veces la autoría más valiente, autoconvencida de la gracia de unos chistes que no pasan de privados. El acercamiento a uno de los emblemas más controvertidos de Francia está más pendiente del regodeo en la limitación formal que en elaborar exégesis alguna a este prólogo de la que sería su odisea guerrera. Más pendiente en no gustar (tomando distancia respecto a un espectador que pasa del estupor al sopor a partir del segundo número “musical”) que en decir la suya sobre un personaje femenino fascinante.

También los habrá que sucumban deslumbrados ante tanto ridículo, encontrándole una motivación, una búsqueda, una razón (¿su propia radicalidad per se?). Y es que lo bueno de los chistes privados es que siempre encuentran en la platea a alguno convencido de que el guiño iba dirigido a él.

Curiosamente, dos películas en apariencia comerciales (un anime multitudinario y un filme nominado incluso a varios premios Oscars) resultan mucho más rompedores que las volteretas pastoriles de Bruno Dumont.

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Desde Japón nos llega otra historia de instituto, aunque el tsunami emocional tenga su origen en los años previos a entrar en el mismo. El acoso escolar, en su plasmación cinematográfica, acostumbra a apostar por el regodeo sádico o el buenismo inverosímil. Aquí la cosa es bien distinta: los abusos extienden su onda expansiva a lo largo del tiempo y del espacio. Víctima, verdugo y testigos vergonzantes quedan salpicados de por vida por un silencio (¿tácito?) que quizás nunca pretendió ser cómplice, pero que tuvo indudables consecuencias.

El enfoque desde un país budista todavía es más contundente. Cuestión de karma: el resultado de nuestras acciones nefandas marcan y definen nuestra próxima reencarnación. Pero la madurez no asegura el ejercicio de la autocrítica. Deberá de tirarse del hilo, de forzarse reencuentros, de escuchar versiones contrapuestas de una verdad que cada cuál entendió a su manera. Un careo al que Shoko deberá de asistir sin seguir sabiendo qué buscan unos y otros, más allá de la exoneración moral.

Y así es como un inofensivo anime se convierte en una apabullante reflexión sobre la culpa, la pulsión suicida y la superación del trauma. Sin soluciones simplistas. Me atrevería a decir que hasta desesperanzadora.

Por último, ese ejercicio de malabares visuales que es Yo, Tonya. O cómo convertir al objeto de escarnio de todo un país en una figura casi entrañable. Su director, Craig Gillespie, no sólo la exonera: logra convertirla en víctima a ella, la Tonya que lesionó (por acción u omisión) a Nancy Kerrigan, su principal competencia en el campeonato estadounidense, último paso antes de la selección para acudir a los Juegos Olímpicos de Invierno.

Lo que hace excepcional esta historia mil veces vista (esfuerzo, superación, gloria y caída en barrena) es una sana falta de respeto por la condición totémica de sus protagonistas. No, la estupidez ejercida sin freno tampoco merece tanta conmiseración: como en Fargo (Joel & Ethan Coen, 1996), el realizador se maravilla de que estas aberraciones made in USA puedan acabar teniendo sus quince minutos de gloria, aunque sea a expensas de un juicio mediático que acaba sacando lo peor precisamente del que mira, convencido de la bondad y la maldad infinita de unos roles preasignados.

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Tonya, a pesar de su infancia secuestrada y de los malos tratos sufridos a varias bandas, hay una cosa que ha aprendido a hacer realmente bien: patinar. Es allí, sobre el hielo, cuando poco importa su aparente desgarbo o su competitividad malsana; es allí donde puede salir a callarles la boca y demostrarles que, mal que les pese, ninguna hace lo que ella.

En suma, tres mujeres dispuestas a trascender su condición de víctimas propiciatorias. Juana de Arco a punto de abandonar su tierra natal, ciénaga de hambruna y superstición, y convertir su epifanía en reconquista. Shoko, sorda de nacimiento en un mundo superpoblado de pobres de espíritu, a cuestas con su cuaderno, su lenguaje de signos y su perdón (sólo reservado a los dignos). Y por último, Tonya, ajusticiada por un país entero pero dispuesta a levantar su dedo corazón bien alto y presumir de triple axel.

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