Satoshi Kon, más allá del cine

En el verano de 2010 murió Satoshi Kon, autor de una filmografía particularísima que adquirió, en un tiempo récord, el status de culto. Toda ella, así, en su conjunto.
El mundo que retrató fue inestable, al borde mismo del colapso (pero al mismo tiempo, plagado de destellos naif; por entendernos, un cruce de mala baba y purito kawaii). Colapso, digo, exterior e interior: derrumbe social, cortocircuito mental. Esa aldea infeliz de Black Mirror fue entrevista hace casi dos décadas por este director de anime nacido en la menos poblada y más fría de las cuatro grandes islas japonesas, Hokkaido.
En Perfect Blue (1997), la idol Mima se sometía a la dictadura del mercado, buscando ese “algo más” lejos del trío danzarín del que formaba parte. Su salto a la fama se quedaba en intentona, viendo pervertida su inocencia a manos de su manager, un fan obsesivo y un invento tan estimulante como alienante que empezaba a pegar fuerte por aquél entonces llamado… ¿internet?
El cómo quiere uno que le vean y cómo es en realidad es sin duda una de las claves interpretativas de su cine. Esa diferencia entre la existencia y su mero reflejo –deformada, en ocasiones, hasta el infinito-. El contraste entre la actriz fatalmente enamorada y el admirador –encandilado, pero sin fatalidad-, se hallaba también presente en su filme más complejo, Millennium Actress (2002). Un recorrido por medio siglo de cine japonés (con géneros, tendencias y modas efímeras incluidas), pero sobretodo otra invocación al mito.
Comparado con todo lo anterior, quizás Tokyo Godfathers (2003) pudiese pecar de bienintencionada. ¿Otra película navideña? Lo cierto es que hablar de descastados en Japón es toda una provocación, casi una demostración de mal gusto –y bien que lo padeció en sus carnes Akira Kurosawa con su Dodes’ka-den (1970)- y el trío de vagabundos de esta fábula transmitían, por encima de todo, una profunda amargura.
Paprika (2006) -su último trabajo, a la espera de que Madhouse se atreva a rematar la inacabada Dreaming Machine-, fue una ópera onírica monumental. Una película que se regodea de su propia complejidad: barroca, estimulante y tan chocante como los sueños ajenos.
Pero hoy os queremos hablar de su faceta extracinematográfica. Concretamente de sus primeros pinitos en el proceloso y exigente cómic nipón y de una serie de 13 episodios realizada también para Madhouse, Paranoia Agent.
Porque antes de intervenir en el diseño de animación de Roujin Z (1991) y Patlabor 2 (1992), existió un Kon mangaka. Y una recopilación de sus historias cortas fue editada hará cosa de cinco años por Planeta DeAgostini. Trabajos que vieron la luz entre los años 1984 y 1989, incluyendo la inédita Cautivos, con la que ganó el premio Tetsuya Chiba al mejor autor novel con apenas 21 años.
A esa temprana edad el Kon dibujante tenía ya una querencia por los futuros distópicos, por las sociedades rigurosamente vigiladas. Sus protagonistas son rebeldes o disidentes, etiquetados como enemigos del Estado por un gobierno hipertecnificado y con un claro ramalazo totalitario. En Carve (Talla), unos mutantes excluidos son perseguidos y purgados por un sistema empeñado en encontrar su “solución final”. En Picnic –integrada dentro de un tomo que llevó por título Akira World-, asistimos a una excursión subterránea en pleno arrebato nihilista de la humanidad. Por último, en Cautivos, unos estudiantes de secundaria descubrirán las nuevas pautas reeducativas del ministerio de la cosa.
No hay duda: para Satoshi no teníamos solución. Pero eso no quita que no haya espacio para la esperanza, en forma de nostalgia infantil o anécdota sublimada. En Follonazo, la competencia deportiva deviene batalla campal. En El pequeño beisbolista, la rivalidad se antoja como camino de perfección. Y tanto Verano de nervios como Es la hora de los adioses son odas al final de la adolescencia, ideales para ser leídas por salaryman barbilampiños camino de su tercer trasbordo.
Más allá del sol recuerda, en su enfoque gerontofílico, a Rougin Z. La anciana “aparcada” en la residencia practicará su particular y casual venganza en forma de caos, carretera, surf y playa. Pero posiblemente sus dos mangas más memorables sean Los visitantes y Waira. El primero es una historia de casa poseída y padres que están dispuestos a pretender no verlos (a los espectros) hasta ver amortizada su inversión. Waira, ambientada en pleno periodo de guerras civiles, es una especie de Predator entre samurais.
Saltamos quince años hacia adelante y abordamos la propuesta más ambiciosa de toda la obra de Satoshi Kon, Paranoia Agent (2004). Un fresco desencantado de su país protagonizado por una docena de personajes al borde del colapso mental. Un brote, un ramalazo histérico que parece afectar a cualquiera, independientemente de su edad o condición; desde una dibujante agobiada por la proximidad de los plazos de entrega (Sagi Tsukiko) a un policía putero y pedófilo, pasando por estudiantes en plena campaña electoral, mujeres con doble vida, gamers autistas, detectives desnortados, amas de casa angustiadas, suicidas solidarios, misteriosas ancianas… a todos los veremos reírse a carcajadas en el opening del anime mientras un hongo amenazante se alza en la lejanía.
Esta manía persecutoria, esta paranoia en ciernes, acaba manifestándose de una manera harto explícita: con la agresión -¿real o psicosomatizada?- de un chaval en patines y armado con un bate de béisbol. ¿Qué relación guardan los ataques de este tarado sobre ruedas con el arrollador éxito de Maromi, una de las mascotas ideadas por Sagi?
Paranoia Agent comienza y termina con imágenes de una sociedad alienada, enlatada camino del trabajo y sumergida en sus dispositivos móviles. La comunicación ha pasado a ser un sucederse de chats, una inmensa voz interior –caótica, trivial, pendiente de articulación- que parece anular la interacción real entre las personas (¿os suena?). Los héroes frustrados –esos policías perdidos en el laberinto de su investigación- devienen figuras legendarias, enmascarados dispuestos a plantarle cara a la venida de Maromi. Al triunfo de lo banal.
Maromi, tan achuchable, tan mono, es la imagen sublimada del trauma infantil. Pero no sólo eso. Es el síntoma sonrosado y mullido de una sociedad obsesionada con lo superfluo e infinitamente condescendiente para consigo misma. Incapaz de reconocer que algo no funciona –hasta el preciso instante en que el humo negro lo invade todo-, amante de las leyendas urbanas, de los justicieros, de los genios moribundos que mueren solos sin transmitirle a nadie su sabiduría. Dependientes, más que nunca, de la ficción, de la virtualidad, del paraíso que no va más allá del comedor de casa.
Todo un mundo dispuesto a desconectarse de la realidad y abandonarse al mito, a dormir acurrucados con su mascota vengadora entre los brazos. Esperando que alguien nos sacuda bien fuerte en la testa, inopinadamente y viniendo desde atrás, como a los conejos, para “liberarnos de nuestros problemas”. Este fue el toque de atención de Satoshi Kon, su 1984, su Naranja mecánica.
Su profético adelanto de un tiempo que es hoy.