Kinuyo Tanaka. Cuando la mejor actriz también quiso ser directora de cine
“Mizoguchi amaba a través de mí a las mujeres que yo interpretaba”. Kinuyo Tanaka
Aunque enunciar y alabar lo femenino se haya convertido en tendencia, no dejan de sorprender la gran cantidad de historias –de anteayer mismo- que demuestran que el papel anecdótico de la mujer en ciertas profesiones respondió –responde, no sé por qué hablo en pasado- a un sentimiento de gremialismo testosterónico que durante décadas ha rondado lo vil y cobarde. Por lo menos y desde luego, en el caso que nos ocupa: el de la dirección cinematográfica y el intento de cultivar dicha disciplina por parte de Kinuyo Tanaka.
La certeza de esta conjura de los necios se acrecienta tras el visionado en la Filmoteca de Barcelona de Pechos eternos (1955), un drama catártico alrededor de una poetisa enferma de cáncer y dirigido por la susodicha, Kinuyo Tanaka, una institución en sí misma de la historia no ya del cine japonés, cine mundial. ¿Cómo era posible que nunca hubiese oído hablar de esta cinta, que bebía de ese desafuero fatalista que ya había interpretado ella misma -para los demás y en decenas de ocasiones- al otro lado de la cámara?
Kinuyo Tanaka (1909-1977) y su batalla perdida en pos de su reconocimiento como directora de cine. No hablamos de ninguna advenediza: Tanaka dominó las pantallas niponas en la época dorada de su cinematografía, aunque había comenzado a trabajar en la época del silente (su primer crédito como actriz, con tan sólo quince años, se remonta a 1924), participando también en la que fue la primera película sonora del cine japonés (1931). Desde la década de los treinta en adelante su fama es avasalladora, hasta el punto de dar nombre a filmes (The Kinuyo Story (1930), Doctor Kinuyo (1937), Kinuyo’s First Love (1940)), subrayando así su taquillera presencia.
Kinuyo rodó con los mejores: Keisuke Kinoshita, Mikio Naruse, Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu o Kenji Mizoguchi (con este último 14 películas, a un ritmo de una por año), completando una filmografía de ensueño que incluye Los cuentos de la luna pálida de agosto (1953), El intendente Sansho (1954), Flores de equinoccio (1958), La balada del Narayama (1958) o Barbarroja (1965).
Como directora firmó seis películas en apenas nueve años (1953-1962). Se formó a conciencia, siendo ayudante de dirección del mismísimo Naruse y, aunque no fue exactamente la primera de su país en lograr que un filme llevase su nombre en el apartado de realización (existe el precedente de un filme rodado en Manchuria en 1938), sí que fue la que perseveró de manera más enconada.
A finales de los cuarenta realiza un viaje iniciático a la meca del cine (entonces realmente lo era), trabando conocimiento con otras grandes damas del celuloide: Bette Davis, Ida Lupino, Janet Leigh, Joan Crawford, Elizabeth Taylor o Claudette Colbert (como complemento a Vida de Oharu, mujer galante (1952), The Criterion Collection incluyó el revelador documental The Travels of Kinuyo Tanaka (2009), donde entre otras cosas podréis ver… ¡a la Tanaka junto a la mismísima Jezabel, ambas en kimono!) (1)
De poco le sirvió. De vuelta a casa se encontró con el rechazo frontal de la Asociación de Directores Japoneses, presidida por… Kenji Mizoguchi, con quién además de trabajar había mantenido un affair recién finalizado (sobre los vaivenes de esta relación con el inseguro y pelín rencoroso Mizoguchi, aconsejo visionar el documental de Kaneto Shindô Kenji Mizoguchi, la vida de un cineasta (1975)). Cierto es que otros hombres la apoyaron incondicionalmente: empezando por Naruse y terminando por Ozu, sin olvidar los consejos de un primo suyo que a principios de los cincuenta empezaría también a dirigir: Masaki Kobayashi (2), el responsable de La condición humana (1959-1961), Seppuku (1962) o Kaidan (1964).
Pero dejadme que os hable de lo único que he visto de ella: su tercer filme. Pechos eternos comienza muy Naruse: con una mujer sometida por las debilidades masculinas. A veces es el vicio, otras la enfermedad; en los mejores dramas de Mikio el hombre se deja arrastrar por sus miserias sin importarle la salud –ni física ni mental- de su compañera. No hay redención posible: sólo queda la huída, la liberación de la víctima-rehén poniendo tierra de por medio con el canalla.
Fumiko, la protagonista, logra fajarse de tamaño peso muerto (el del macho infiel y autocompasivo), encomendándose a su vez a un amor platónico e imposible: su compañero de versos, casado e inalcanzable por definición. La cosa dura medio telediario, porque esta historia está plagada de personajes mórbidos, que se apagan poco a poco. Pero en el tiempo que pasan juntos ella aprovecha para crear una nueva escatología del amor y de los afectos. La próxima vez no la pillarán por sorpresa: será capaz de expresar exactamente sus deseos y convertirlos en algo tangible.
Esa próxima vez llega en forma de periodista indagador (nunca sabemos si se trata de un oportunista o de un tipo realmente enamorado), emperrado en hacer amarillismo con su inminente muerte (sí, para coronar desgracias Fumiko tiene cáncer de pecho). Durante sus últimos días en este mundo yacerá junto a quién ella decida, tomará decisiones sin preguntarse antes a quién pueden molestar y superará el papel de mujer-mártir, quintaesenciado en su madre, representante de una generación de sufridoras cuyo eco todavía resuena entre las japonesas de hoy.
Entre las escenas para el recuerdo destacan la despedida a pie de autobús, el interminable pasillo de la morgue o, cómo no, esa perversa venganza / sueño erótico cumplido en forma de postrero remojón en el ofuro (baño japonés en agua caliente) en la casa del amante que no pudo ser.
Pechos eternos demuestra arrojo, valentía y oficio, incluso maestría. De poco le sirvió a la Tanaka: su última realización fue la ambiciosa Love Under the Crucifix (1962): rodaje eterno, costosísimo, plagado de estrellas y… y lo mismo dio, porque fue idénticamente ignorada por crítica y público.
Tras todo lo dicho me surgió una nueva duda: ¿cuántas directoras de cine japonesas conocemos? A parte de Naomi Kawase (1969), claro. Os reto a que intentéis llegar a la manita, ya sea buscando por directoras asiáticas en activo, películas feministas, cineminoritario.com o lo que os de la gana. Y pensad que se van a cumplir 120 años de la llegada del cinematógrafo al Japón.
En algún libro monográfico (Women Film Directors: An International Bio-critical Dictionary) se atreven a lanzar dos nombres más: Sachiko Idari (1930) y Yoko Ono (1933). Para que os hagáis una idea, Idari dirigió un solo filme (The Far Road, 1977) y Ono –posiblemente, una de las artistas más ninguneadas de la historia del arte contemporáneo- vive lejos de su país de nacimiento, disfrutando de una triple nacionalidad que tampoco convierte precisamente en masiva su interesantísima obra.
En el mundo del indie encontraréis menciones a Naoko Ogigami (1972), a la que siempre presentan como una “discípula aventajada de Naomi Kawase” y de la que algún día quizás veamos algo, más allá de festivales minoritarios o semanas de cine especializadas.
En definitiva: acercarse al cine de Tanaka es acercarse –triste es el decirlo- al de la tercera o cuarta directora japonesa más prolífica, y eso que finalizó su carrera hace casi sesenta años y con tan sólo media docena de películas en su haber. Al parecer, 260 películas como actriz no fueron pasaporte suficiente para que Kinuyo Tanaka accediese por derecho propio al mundo de la dirección.
¡Ah, por cierto! Por si os gustan las dulces venganzas y viajáis este año al Japón, quizás merezca la pena tomar un pequeño desvío hasta Shimonoseki (a medio camino entre Hiroshima y Fukuoka) y visitar el museo de Kinuyo Tanaka. Porque sí, porque lo tiene.
Chúpate esa, Mizoguchi.
(1): https://briandanacamp.wordpress.com/2013/09/17/japanese-star-in-the-u-s-the-travels-of-kinuyo-tanaka/
(2): http://www.asiateca.net/2013/09/06/kinuyo-tanaka/