Peter Strickland. Terror y sorna fuera del tiempo
Hay directores de cine de los que nada más ver su primera película queda uno convencido de que acabarán legándole alguna obra maestra al que fuera arte del siglo XX (y que todavía conserva esa condición en 2021, hasta nuevo aviso. La de arte, digo, desplazado ya como niño bonito del entretenimiento de masas). Realizadores a los que sólo les hace falta perseverar, frecuentar las compañías adecuadas y seguir siendo fieles a sí mismos. “Poco menos que un milagro”, pensaréis algunos.
Cuenta la leyenda que la primera película de Peter Strickland (nacido allá por 1973, lo cual lo convierte en orgulloso miembro de la generación X) pudo hacerse merced a la generosa contribución de un familiar caritativo, una incursión en Rumanía de poco más de medio mes y una paciencia infinita deudora del trabajo artesanal de post-producción a lo John Cassavetes (el método “gástalo mientras lo tengas”, vamos). En los mismos títulos de crédito de Katalin Varga (2009) -que así se tituló su debut- se nos informa de las vicisitudes que ha sufrido el filme hasta llegar a nosotros: rodada en super 16mm en la Transilvania durante julio de 2006, editada en Budapest entre octubre de ese año y mayo de 2007, sonido mezclado en Bratislava entre junio y septiembre de 2007, mezcla final del mismo en mayo de 2008 y etalonaje digital en junio. Un largo proceso -de transformación, de degradación, de espera- semejante al que viven sus protagonistas, aunque este quede comprimido en experiencias extremas de apenas unos días de duración.
Pero empecemos por el final. Porque mucho ha sido el camino recorrido a lo largo de estos cuatro largometrajes, en esa década que separa la Katalin vengativa (pero no tanto como para perder de vista cierto sentido de la justicia y el pundonor) del mortífero traje moldea-psicópatas de In Fabric (2018).
Quizás In Fabric sea la más cínica de sus siempre pérfidas propuestas. Un cuento moral sobre el desbocado triunfo del capitalismo, quintaesenciado en dos piezas anónimas de este engranaje que lubricamos todos nosotros con el trinomio de flujos corporales inmortalizado por Winston Churchill. Ansias de triunfo, de ser por una vez el protagonista de la función. ¿Y dónde hacernos con el disfraz que obre el milagro de transformarnos en lo que nos dijeron que debíamos de ser? Pues en unos grandes almacenes donde se aloja la Bestia, ese traje rojo que nos convierte en… en tipejas más bien antisociales. Obcecadas, raritas. Pero definitorias y muy, muy letales.
Porque en estos ambientes malsanos cualquier transformación es posible. Miremos si no el periplo sadomasoquista de las encamadas protagonistas de El duque de Burgundy (2014); el encontrarse y amarse ha pasado a ser una cuestión secundaria. Lo importante es el cómo, el respeto a una liturgia con normas cada vez más estrictas.
Porque en esos mundos en descomposición, cualquier parafilia es posible. Aquí lo petan los insectos y su circunstancia, elevados a la categoría de cotizados fetiches. La humanidad, femenina y singular, ha convertido a cochinillas, libélulas y compañía en monotema desquiciante, dispuesta a copiar sus patrones de interacción y hasta sus rituales de apareamiento. Todo resulta incomprensible en este universo que es y no es el nuestro. Y todo también resulta increíblemente sexy, como si pudiésemos aspirar a ser copartícipes en el éxtasis y la gloria de estas entomológicas obsesas.
Desde Berberian Sound Studio (2012), su segundo filme, el cine es para este director británico un homenaje al giallo, a Jess Franco, a Roger Corman. Lo vemos claro desde los títulos de crédito “prestados” de esta última, homenaje sergioleonesco sobre un fondo eminentemente rojo. Ahí estamos: en un estudio de grabación en pleno apogeo del italo-trash.
Y entramos en él de la mano de Gilderoy, otro héroe desubicado del universo Strickland. Un as en lo suyo, engañado para irse a trabajar a la patria chica de Dario Argento, Mario Bava y Lucio Fulci. Allí podrá disponer de lo último en tecnología, recrear a su antojo los insanos sonidos de unas películas llenas de torturas, mutilaciones con regodeo, imparables hemorragias…
En todo el metraje no salimos de las salas y habitaciones del estudio. Aunque en realidad no vemos ni un mísero fotograma de lo rodado. Porque los ojos de Gilderoy nos bastan: el artesano obsesionado por el resultado final, aunque su arte sirva para dar lustre a productos infames. En el Berberian caben todas las atrocidades y nuestro influenciable ingeniero de sonido acabará como el José Sirgado de Arrebato (Iván Zulueta, 1979): fagocitado por las imágenes, convertido él mismo en personaje de ficción y matarife refinado, reflejo especular del apocado hombrecito que vimos llegar al principio.
Y toda esta odisea comenzó en una inhóspita región del este de Europa. Quizás lo más fuera del tiempo que se pueda estar dentro del continente. Una mujer violada comparte por fin su secreto y en cuestión de horas parece saberlo todo el pueblo. ¿Su destino? El destierro y la búsqueda de quienes la asaltaron, condenándola al miedo y al disimulo.
Pero es que es el propio viaje, la geografía y los encuentros lo que transforma a los searchers de Strickland. Llegaron a un sitio con una intención, con un propósito. Y el absoluto caos que reina (en ellos y alrededor de ellos) los convence de que la única forma de obrar en consecuencia es dejándose llevar por las olas, mientras admiran con ojos alucinados ese mar de posibilidades que parece abrirse ante ellos. ¿A dónde los ha llevado exactamente la marea?
Porque… ¿dónde acontece el cine de Strickland? Sí, los pueblos de exótica pronunciación se encadenan en Katalin Varga, aunque lo que predomina es el paisaje mítico: el picacho tomado por la niebla, el bosque amenazador, la música de película de la Hammer sublimada. ¿Acecha el Mal o el mismísimo y encapotado Conde? Las cosas (buenas, malas, incomprensibles) ocurren en el territorio de los mitos y las leyendas, en un futuro más decadentista que distópico. El pasado -ese que parece habitar en las carreteras no siempre asfaltadas de Rumanía- vuelve para recordarnos que siempre podemos confiar en los temores ancestrales.
El resultado de estas incursiones “al otro lado” es un coctel atmosférico en el que se conjugan y de qué manera imagen y sonido. La estética siempre tiene algo de homenaje al cine que le gusta, de revisión de sus clásicos particulares. Un cine de bajo presupuesto que pasó de echar mano de la imaginación para crear monstruos que pocas veces se veían, los temores sugeridos y los poderes que no podían manifestarse sin que el cartón piedra dejase patente la pobreza de medios a… al espectáculo desacomplejado de la carne, la hemoglobina y el exceso sin autocensura. Strickland hereda aquella pulsión y la convierte en virtud retro: es como ver una de aquellas películas -la mayoría bastante cochambrosas- pero rodada con intención y estilo. El resultado es cerebral, sí, pero nada elitista: se puede sentir el regusto de la morralla y la casquería pero sin que medie arrepentimiento alguno. Porque todo, a la postre, resulta fatalmente hermoso.
Así que ya lo sabéis: si andáis con flojera cinéfila y sedientos de universos genuinos, este es vuestro hombre. Un genio ensimismado que lo mismo nos regala la confesión detallada de una violación en mitad de un lago que nos conduce a la trastienda del cine (habitado por reinas del grito y productores proxenetas), para desembocar directamente en otros planetas en sus dos últimas, marcianas y cautivadoras propuestas.