Las 20 mejores películas estrenadas en 2020
El año en el que más cine vimos, el año en el que menos fuimos al cine.
Empiezo con una matización: por primera vez consiento en incluir en la lista películas estrenadas en plataformas de streaming varias. Sencillamente por no caer en el ridículo de dejar fuera de la lista al último y estimulante Kaufman, pero también para dar carta de naturaleza a una realidad innegable. Ok, me rindo. El cine dejará de verse donde toca.
También por primera vez -y exceptuando Mank, que tuvo un estreno ad hoc semanas antes de su volcado en Netflix- no hay en el top 20 del año ningún filme estadounidense estrenado en salas. Podréis aducir que el año ha sido excepcional, pero el hecho también constata otra realidad: a ningún mayor de 15 años le interesa lo más mínimo lo que llega a las grandes pantallas desde la factoría de las franquicias.
El cine, más que nunca, se ha revelado una necesidad capital en tiempos de hiperrealismo fatalista. La ficción ha sido la materia prima de nuestros confinamientos, de nuestra amarga espera que se prolongará en este 2021. Un año en el que el ensayo y la fuga poética (No creas que voy a gritar, My Mexican Bretzel, El año del descubrimiento) han renovado nuestra esperanza en cineastas solitarios, tan acordes con los tiempos.
Allá vamos. 20 en lugar de 25, por no rebajar demasiado el nivel. Vean, revean o rescaten.
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20.- Los niños del mar, de Ayumu Watanabe
Arrancamos con un anime, el único de la lista. Hubieron otros, incluyendo el decepcionante El amor está en el agua (Masaaki Yuasa), en fuerte contraste respecto a su última y oscura serie para Netflix (la celebrada Devilman Crybaby de 2018). La animación era rotunda y las fugas imaginativas, pero la historia hacía aguas por todas partes.
Quizás a Los niños del mar también le pase algo de eso. La mezcla de mensaje ecologista con fenomenal espectáculo visual comienza a ser un lugar común de la animación nipona. Con todo, un final anticonvencional eleva por encima de la media este viaje a las profundidades lleno de intereses creados y adolescentes por pervertir (la divina ingenuidad de los héroes del manganime).
19.- Reina de corazones, de May el-Toukhy
Los escandinavos nos tienen acostumbrados a filmes que cuestionan las normas morales, incluso los principios éticos que creemos deberían de gobernar la vida de la inmensa mayoría. Máxime cuando esa mayoría presume de responsabilidad, bienestar compartido y progresía social.
Pero hete aquí que nos encontramos con Anne (la valiente e intensa Trine Dyrholm, a quienes los amantes de las series tendréis vista de The Legacy (2014-2017) y Bauhaus: una nueva era (2019)), la burguesa sin atisbo de culpa por antonomasia. Con su profesión, con su familia, con su casa de diseño y con su enorme e infinito aburrimiento a cuestas. Tanto se aburre con su éxito material que decide probar suerte con una aventura extramatrimonial… con el hijo menor de su marido, fruto de su anterior matrimonio.
Y a partir de ahí mejor no contar nada. Porque a veces no hay mejor penitencia que triunfar en el engaño.
18.- El oficial y el espía, de Roman Polanski
Polanski es mucho Polanski y este año revisitó el caso Dreyfuss sin afanes historicistas. Un repaso a unos de los hitos de la infamia institucionalizada, en este caso el antisemitismo disfrazado de honores y jarreteras militares.
¿Con un acabado convencional? Pues sí, de un clasicismo algo forzado. Sin embargo -y ya que estamos, me remito a las películas de John Ford-, ¡qué gusto da ver una película en la que todo se cuenta tan bien y con un indisimulado afán pedagógico! Roman antepone la verdad de lo ocurrido al artificio y es por eso que quien quiera entender qué pasó antes y después del Yo acuso de Émile Zola deberá de visionar a partir de ahora esta película-documento.
17.- Sinónimos, de Nadav Lapid
El protagonista de Sinónimos -empoderado de sí mismo, con la prepotente seguridad de los malheridos- llega a París vía Israel ligero de equipaje pero lastrado emocionalmente. En su socorro acudirá la burguesía francesa vecina: el aprendiz de bohemio con papá empresario y la oboísta ensimismada. Ellos le concederán una segunda oportunidad a cambio… a cambio de la novedad.
Rebelde con causa indeterminada, a Yoav lo que le duele es la vida y el propio mundo. Existencialista, godardiano y kamikaze, su intento por entenderlo todo concluye con la habitual victoria moral, de poco valor cuando lo que uno ansía es perseverar en la derrota y fundirse en cualquier paisaje urbano que asegure el anonimato y el olvido.
16.- Mattias & Maxime, de Xavier Dolan
Os lo voy a conceder: no, no es el Dolan de las grandes ocasiones. Pero sigue teniendo ese gancho y ese desparpajo de los que se creen que van a ser siempre jóvenes. Sigue dando rabia y mucha envidia y si persevera en seguir saliendo en sus propias películas… pues hasta lo mismo logramos hacer de él un actor pasable.
Pero es que Dolan sigue queriendo serlo todo. Director, guionista, productor, montador. Es de los pocos realizadores (de éxito y en activo) que se lanza a tumba abierta en cada película, apostándolo todo en unas historias que, aunque empiecen a resultarnos repetitivas, siguen teniendo el encanto de los despertadores amorosos, las puñaladas por la espalda y los ajustes de cuentas con lo que uno cree ser para los demás.
15.- El lago del ganso salvaje, de Diao Yinan
Estaremos todos de acuerdo: el año pasado nos llegaron mejores cosas de China que en este (ejem). Entre otras cosas su producción cinematográfica, representada en nuestro top por la solitaria El lago del ganso salvaje (una lástima que no se estrenase la excepcional Dwelling in the Fuchun Mountains (Gu Xiaogang), vista en el D’A 2020 y que a juicio de este servidor de ustedes es lo mejor visto en el presente curso).
Black Coal (2014) era más contundente, pero a esta caza del hombre en entorno hiperesteticista no le falta de nada. Clímax callejero, intensidad de noir y hasta alguna seductora traicionera. Todo está ahí y, quizás por ello, todo sabemos más o menos como va a terminar. Lo previsible del propio género y lo estilizado de la narrativa se me antojan los únicos peros a esta balada trágica de quinquis venidos a más.
14.- Tommaso, de Abel Ferrara
Otro viejo rockero al que no le importa repetirse en el Ferrara de Tommaso, en pleno idilio con su nuevo actor-fetiche, Willem Dafoe. Tommaso es además su mejor película en mucho tiempo: volvemos a encontrarnos con un director con pulso que mima la imagen -tan olvidada en su últimas y cuasi televisivas producciones- y que se atreve a hablar de sí mismo con una recobrada sinceridad.
Un filme sobre la imaginación y la inseguridad que esta genera. Porque es la capacidad para fabular la que lleva al protagonista a coquetear con otras mujeres, convencido de que su pareja ha sido seducida por alguien más joven. A eso se le suma una trasnochada voluntad de posesión (Ferrara no puede evitar tener la edad que tiene) y unos delirios de grandeza que no son más que proyecciones de aquello que no sabe si terminar poniendo en imágenes.
Ferrara/Tommaso, incapaz de creerse su dicha, no deja de pasearse por la cuerda floja rememorando caídas pasadas para no tener que reconocer, de una vez por todas, su éxito vital.
13.- Monos, de Alejandro Landes
Muchos se ventilaron este filme resaltando sus concomitancias con El señor de las moscas y Apocalypse Now, simplificando la cosa hasta el territorio de los parecidos razonables y los homenajes lisonjeros.
Craso error. Con una propuesta visual potente (arrebatadora, diría yo), la película del colombiano Alejandro Landes es parábola y documental verista a un tiempo. No le hace falta nombrar países ni delimitar fronteras: Sudamérica, algún río caudaloso, viento, agua y barro; una organización paramilitar, quién sabe si la contra o la contra de la contra. Nos sumergimos, embelesados por la calima de la locura primigenia y el arrebato cavernícola, en un universo de niños-soldado, asesinos con escalafones y rumiante dispuestos a repartir daños colaterales a diestro y siniestro.
Salvajismo ideológico, locura de Estado autoproclamado y Naturaleza impasible viendo doblegarse a lo que queda de la Humanidad.
12.- Diamantes en bruto, de Ben y Joshua Safdie
Una película para amar o para odiar, como todas las de los hermanos Safdie. No se puede negar: el ritmo histérico de Diamantes en bruto es su principal defecto, llevando al límite la paciencia del espectador. Pero si uno resiste a este hombre al borde de un ataque de nervios, la recompensa es una extraña epifanía de apuestas, mala vida y piedras brillantes.
Putero y fardón, Howard Ratner (Adam Sandler para bien y para mal) tiene un negociete de compra-venta de pedruscos de muchos quilates. Pocos amigos, muchas envidias y clientes poco recomendables hacen de su día a día un tour de force imposible de sobrellevar para taquicárdicos y sedentarios. Y por si su vida no tuviese ya la suficiente complejidad, su desatada ludopatía le llevará a un todo o nada final no apto para faroleros.
11.- Saint Maud, de Rose Glass
El cine de terror (pero del bueno: terror psicológico) está este año representando con esta santa de nuevo cuño, emperrada en convertir -en la medida de sus posibilidades- a la persona que tiene a su cargo como enfermera. Y a esta infeliz impedida por su enfermedad terminal no le quedará otro remedio que aguantar el chaparrón, rezar con ella y trolearla un poco.
Estamos en el territorio de Repulsión (Roman Polanski, 1965), de las realidades bifurcadas, de la purita obsesión. Maud vive todavía en el territorio del trauma y su superación a través de la fe religiosa resulta… harto improbable. Lo que le da la vida -y se la va a quitar a otros- es tener un plan, un camino de perfección. Su enfrentamiento definitivo con el Mal es puramente subjetivo, pero al espectador le va a permitir bordear las montañas de una locura cercana, casi cotidiana.
10.- Ema, de Pablo Larraín
En Ema hay una voluntad de cine total: puesta en escena, banda sonora, flash backs que complementan en lugar de interrumpir la supuesta lógica lineal, entrega actoral más allá del deber… si Larraín ya nos pareció wagneriano en su persecución implacable de la viuda de Kennedy por las incontables habitaciones de la Casa Blanca (Jackie (2016)), aquí ha querido hacer un preludio y muerte de amor.
El amor a espuertas como venganza, la venganza de una princesa de barrio que maneja el mismo nihilismo sexual que la Bess de Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1996). Porque Ema irrumpe en la fantasía burguesa para desmontar “seguridades”, para abrirse paso a golpe de cadera hasta donde quiera que se encuentre su hijo amamantado en una libertad nada ilusoria. Esa que incluye la obligación de dejarse llevar, de mancomunar coitos, de prenderle fuego al mundo entero.
9.- Un blanco, blanco día, de Hlynur Palmason
Islandia, bruma y muerte. Un policía retirado y solitario que vive todavía junto al recuerdo de una mujer recientemente fallecida. A partir de ahí, un mundo de posibilidades para alentar la propia paranoia y la autoestima menguante: “¿me engañaba? ¿Quiso más a otro? ¿Qué he hecho con mi puñetera vida?”
El protagonista absoluto de Un blanco, blanco día es el islandés Ingvar Sigurdsson, un actor arrollador, una furia humana que se pasea desatado por todo el metraje de este filme rodado entre tinieblas que emanan del cielo y de la tierra. Y para muestra este botón, la que posiblemente sea una de las mejores escenas de este 2020: la trifulca en la comisaria. Porque no es buena idea tocarle las narices a un isleño con el pundonor herido.
8.- No creas que voy a gritar, de Frank Beauvais
Un planteamiento bien sencillo de partida: parir un diario de depresión y supervivencia a partir de las películas (¡400!) vistas en ese periodo de inapetencia y desidia, varado en un pueblo perdido de la Francia profunda. Solo frente al televisor, los DVDs y la creciente sensación de que cualquier cosa que uno ve, de una u otra manera, le está interpelando.
Beauvais firma el ensayo más personal del año y nosotros lo vemos justamente en este 2020 de encierros globales: un rompecabezas de momentos robados que sirven para ilustrar la reciente muerte del padre, la falta de alicientes del campo para un urbanita recalcitrante, el estado del mundo en 2016 y lo fértiles que pueden llegar a ser esos momentos de la vida de transición y derrota cantada.
7.- My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang
Cine evocador rayano en la excelencia sobre el poder infinito de las imágenes pretéritas. Un descomunal ejercicio de prosa poética: tristeza en el éxito, en el peregrinar, en no estar con quién se quiere estar.
¿Material amateur filmado por un pijo con los máximos estándares de calidad que se podía permitir como tomavistas adinerado que era? Qué más da. A los cinco minutos lo único que nos interesa es qué va a hacer la cineasta con este regalo, cómo se las va a ingeniar para convertirlo en el diario íntimo de una mujer en la retaguardia.
Un Te querré siempre (Roberto Rossellini, 1955) sin Pompeya ni alrededores, una maravilla ante la que el mismísimo Chris Marker se hubiese rendido, envidiando no haber podido ensamblar él tanta escena gloriosa con la de la de los tres niños en un sendero islandés. “Si no se ve la felicidad en esta película, al menos se verá la oscuridad”.
6.- Mank, de David Fincher
Ciudadano Kane. Un guion supuestamente coescrito entre el director debutante y Herman J. Mankiewicz (Mank para los amigos).
Para contarnos esta epopeya, la del hombre autodestructivo víctima de su propia brillantez (un rasgo que Welles acabaría teniendo en común con el propio Mank), David Fincher se centra en aquel grupúsculo generalmente mal avenido de semidioses: los sobrecualificados plumillas del Hollywood anterior y posterior a la entrada en vigor del código Hays. No eran unos cualquiera: en la década de los años 30 y 40 pulularon por allí (entre cogorza y melopea) algunos de los mejores escritores a este y al otro lado del charco, desembarcados en un sistema de estudios que les pedía algo tan cruel como incorporarse a una cadena de montaje en la que la ansiada autoría debía de servir para endulzar la tarta… sin llegar nunca a destacar más que la labor del pastelero arriba firmante.
¿El resultado? Una perita en dulce para los cinéfilos, un disfrutable resumen de un tiempo y un lugar en el que todo era posible, sencillamente porque había un público capaz de creerse que King Kong podía escalar el Empire State Building o que Mary Pickford seguí virgen a los 40.
5.- Zombi Child, de Bertrand Bonello
Este año se estrenó un Bonello, tras el vergonzoso ninguneo a su anterior Nocturama (2016), una película fundamental del cine europeo de la pasada década. Y volvió a ser una experiencia personal, distinta a casi todo lo demás, a contracorriente de tendencias y géneros.
Casi dos películas en una: por un lado, todo un homenaje al cine que pergeñó el mito zombie y por el otro, una malsana historia de internado, clasismo y malditismo a la carta. ¿De qué forma se complementan la una a la otra? ¿Cuál resulta más misteriosa, más fantástica? ¿Qué poderes por encargo puede desatar esta adolescente ensimismada?
4.- Martin Eden, de Pietro Marcello
Cien años después de su escritura y publicación por entregas, el italiano Pietro Marcello nos demuestra que no hay límites a la hora de adaptar y reinterpretar clásicos literarios. Y nos sitúa a este héroe autodidacta en una Italia convulsionada y fuera del tiempo. No hay muchos cambios, como cantaría Leonard Cohen: “the poor stay poor, the rich get rich”. La burguesía presume de principios liberales y asegura que la solución pasa por “educación, educación y más educación”, mantra de quienes no ven mayor problema en obtener una formación reglada a cambio de un tiempo que siempre les sobra.
El éxito termina por apabullar al descastado de Martin Eden. Ha estado tan absorbido por su nueva pasión que olvida prestarle atención a los decisivos cambios que ocurren a su alrededor. Su rabioso individualismo lo aúpa al estrellato, antojándosele las agitaciones políticas o los privilegios de clase otra nota al pie de página en la descripción de una época que se le escapa, que no quiere que lo defina ni como autor ni como ser humano. Vano esfuerzo.
3.- Estoy pensando en dejarlo, de Charlie Kaufman
Kaufman no siempre me funciona. Sus metafugas a veces pueden pecar de engoladas, de vehículos centrífugos a mayor gloria de su indudable pericia a la hora de imaginar mundos (unos mundos que, la mayoría de las veces, resultan estar dentro de nosotros). Aquí se monta una película de dos horas y cuarto con los recuerdos de él o de ella. O con los de ambos.
Un avejentando conserje de instituto. Un primer amor. Y otro más cuando uno ha asumido ya la derrota, camino de la casa de unos padres para hacer oficial… ¿el fin del noviazgo? Él parece albergar grandes esperanzas. Ella no encuentra la manera de decirle que… pues eso, que está pensando en dejarlo. Por la carretera purita desesperación, mientras uno se pregunta quién se está imaginando a quién.
2.- Ayka, de Sergei Dvortsevoy
Este año ha habido unas cuántas películas-tránsito: odiseas femeninas (pienso también en Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman)) de dolor y rabia contenidas y que han servido para hacernos una idea bastante aproximada de las sociedades en las que habitan estas mujeres. Desde los EEUU provincianos del white trash y la oxicodona a esta Moscú de oligarcas y esclavos.
Ayka acaba de tener una hija y no espera siquiera a que el parto no deseado cicatrice. Se lanza ahí fuera, a muchos grados bajo cero y a malvivir de lo único que conoce: como carne de cañón de mafias poco dadas al sentimentalismo, educada en la subsistencia y la explotación. En su jornada deberá de ser mezquina, pero mucho menos que casi todos aquellos con los que se cruza: los nuevos ricos que hacen de la capital un lugar inhabitable para cualquiera que no sea ellos.
1.- El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco
Estamos ante una película-hito. Una de las más importantes de las últimas cuatro décadas de cine español. Una película que cede la palabra a los habituales del bar -lo más parecido al ágora romana que ha tenido este país- para después remontarse al pasado, hacer las preguntas adecuadas y ejercer de maestro de ceremonias de una enorme terapia de grupo a múltiples bandas.
Y escuchando a los de ayer, pero sobre todo a los de hoy -desencantados, rendidos sin saber siquiera que se puede plantear la batalla- se llega al retrato más completo de dos generaciones de españolitos perdidos, reencontrados y olvidados.
El último vítor de la caballería, del “sí, se puede”, de la nostalgia de una Europa donde los gobiernos temían de verdad a sus pueblos, masa amorfa, concepto desclasificado, orgullo en cuarentena.