Socialismo, utopía y desencanto
Dos películas recientes ayudan a reencontrarse con el mejor cine político de finales de los sesenta y principios de los setenta. No con aquellos discursos panfletarios que convierten en prácticamente infumable todo un periodo del cine de Jean-Luc Godard. Ni tampoco con las geniales epopeyas sociales de un Francesco Rosi o Guido Pontecorvo. Hablo de un cine con conciencia pero que no señala rumbos unívocos. De un cine político que se permite dudar.
La primera quizás sea la más discursiva del pareado. Pero es que la protagonista de Her Socialist Smile (John Gianvito, 2020) destacaba justamente en la faceta de conferenciante, de aleccionadora de masas. Hablamos de Helen Keller, nacida ciega, muda y sorda y conocida para el gran público a raíz del clásico de Arthur Penn El milagro de Ana Sullivan (1962).
La Keller nació en un entorno privilegiado y siempre achacó inequívocamente a este hecho el haber tenido las oportunidades que tuvo. Desde los 7 años estuvo al cuidado de la susodicha Anne Sullivan, que le ayudó a superar unas limitaciones que hasta la fecha se habían considerado del todo invalidantes. Mediante una estrategia pedagógica rompedora, Hellen aprendió a comunicarse, a leer y escribir en braille… incluso a hablar. Acabó obteniendo un título universitario (¡graduada con honores!), en lo que me atrevería a calificar como una de las mayores hazañas intelectuales logradas por una sola persona en todo el siglo XX.
Her Socialist Smile es el retrato de una persona extraordinaria, no tanto por su ya reconocido coraje, sino por su toma de conciencia en favor de los sectores más baqueteados de la sociedad norteamericana. Y no hablo sólo de su labor en pro de los invidentes (a través de mil y una fundaciones), sino como sufragista, defensora de la clase trabajadora e integrante de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Diríamos que… ¿socialista?
Socialista se autodefinió, una filiación política que le acarreó no pocos problemas. En escasos meses pasó de “ejemplo de superación” a “cabra loca inmadura”. El documental de Gianvito nos acerca justamente a sus alegatos de la época, extraídos de su producción escrita y de sus discursos.
Y descubrimos así a una contendiente nata, a una polemista con un uso acerado de la ironía que lo hubiese petado hoy en día en twitter. Hellen Keller no se achantó nunca: cualquier aproximación a la autora a través de la conmiseración o el paternalismo estaba llamado al fracaso. No veía y no oía… ¡pero vaya si supo diagnosticar los males de su tiempo!
¿Y cuáles eran? Pues no muy diferentes a los que padecen las sociedades de 2020. La indiferencia, la negativa del Estado a acometer reformas que redunden en beneficio de la mayoría, el refugio en el individualismo como infalible recurso para no reconocer la diferencia, la inexistencia de igualdad de oportunidades, las burdas razones por las que unos acaban siendo más que otros.
Para los nacidos a mediados de los setenta en España el Martin Eden de Jack London fue una de aquellas lecturas obligatorias de instituto que te hacían odiar de manera instantánea al profesor, al autor y, por ende, a la literatura en su conjunto. Creo que tenía que ver con la edad: cualquier cosa que te hiciesen leer por decreto despertaba de inmediato suspicacias. Nos pasó con Gabriel García Márquez (¿por qué elegían siempre aquel insulso y periodístico Relato de un náufrago? ¿Acaso no nos veían capaces de abordar las fascinantes Cien años de soledad o El general en su laberinto?) o con Miguel Delibes y sus Las ratas, un aluvión miserabilista sobre las cabezas de adolescentes que habíamos dejado de tener pueblo.
A la mayoría de mis compañeros Martin Eden les pareció un colgado de motivaciones difusas. Periplo intelectual, esfuerzo, frustraciones… veneno para quienes, con 14 años de edad, se creen inmortales e inasequibles al desaliento. Con todo, a nadie le dejó indiferente aquél poderoso final. El barco, el ventanuco, el horizonte.
Cien años después de su escritura y publicación por entregas, el italiano Pietro Marcello nos demuestra que no hay límites a la hora de adaptar y reinterpretar. Y nos sitúa a este héroe autodidacta en una Italia convulsionada y fuera del tiempo. No hay muchos cambios, como cantaría Leonard Cohen: the poor stay poor, the rich get rich. La burguesía presume de principios liberales y asegura que la solución pasa por “educación, educación y más educación”, mantra de quienes no ven mayor problema en obtener una formación a cambio de un tiempo que les sobra.
Salido de cualquier puerto, emergido de entre el ruido y la grasa de cualquier sala de máquinas, hace su aparición Martin Eden. Una novia en cada puerto, una constante sensación de incredulidad. La mirada ingenua del que todavía se deja sorprender, incluso deslumbrar por estilos de vida que le son del todo ajenos.
Su nueva amada, tutora, musa y pija, resulta distante pero no parece del todo inalcanzable. Todo un reto para la imaginación. Y Eden tiene mucha: desgarbado y todavía forjándose un estilo, comienza a escribir sobre aquello que ve o vivió. Un aprendizaje del que espera sacar algún rédito, enviando sus manuscritos para la consideración ajena… y viéndolos rechazados una y otra vez.
El Eden artista está tan absorbido por su nueva pasión que deja de prestarle atención a lo que ocurre a su alrededor. Desde un posicionamiento rabiosamente individualista, las agitaciones políticas o los innegables privilegios de los poderosos le parecen otra nota al pie de página en la descripción de una época que se le escapa, que no lo define ni como autor ni como ser humano.
Y quizás su repentino y fulminante éxito tenga algo que ver con esta manera esquiva de enfrentarse al presente. Fatalista y misántropo, Eden termina como Charles Foster Kane (este aislado por su dinero, nuestro héroe por su talento), lamentando lo que pudo haber sido y lo que será (otra guerra, otro triunfo del vacío y la barbarie). El remate a todos sus fracasos vitales quizás venga en forma de visita, con la aparición de su otrora numen encopetado y que le demuestra bien a las claras el imperio de los intereses creados en un mundo de valores tangibles, de pragmatismos mata-poetas.
Martin Eden y Helen Keller como dos formas antagónicas de enfrentarse al tiempo que a uno le ha tocado vivir. El Jack London socialista prefirió un héroe arrebatado, con ínfulas de “nuevo rico” en lo que a la adopción de una moral que le era del todo ajena se refiere. Martin Eden hereda los usos y los vicios de la aristocracia, en una negación final a lo que había sido: un don nadie que no conocía el rencor.
Helen Keller emprendió el camino contrario: desde una vida más o menos regalada como hija discapacitada de asentada familia sudista a un periplo mitinero, con la secreta ansia de despertar conciencias. ¿El arte por encima del compromiso o la responsabilidad intelectual por encima de las apariencias y la fama alienante? Utopía o desencanto o, mejor dicho, utopía a pesar de que siempre degenere en desencanto.