‘Juego de Tronos’, el bulevar de los sueños rotos y la crítica cinematográfica

Hela aquí. Una serie de televisión erigida en demostración, por reducción al absurdo, del ocaso de un Occidente cada vez menos exigente, perdido como anda en sus fruslerías bajo demanda. La civilitas ya es pandemia: no habita en ningún continente específico y se empeña en no ser referente moral de nada, en no incomodar a los bárbaros. Así se constituye como ente global, influenciable… en suma: fácilmente manipulable y con cada vez menos modelos más allá de los que impone la contemporaneidad.

Con todo, hay que reconocer que aquél lunes fue un día extraño, extraído con escalpelo del calendario. La emisión la madrugada previa del último episodio de Juego de Tronos -sólo visionado en directo por frikis terminales, trols enardecidos y ninis ajenos al despertador- te dejaba muy poco margen de maniobra. La única solución para evitar el destripe consistió en levantar un cordón sanitario entre la realidad y tus expectativas todavía por cumplir. Ignorar los grupos de whatsapp. No leer las noticias, no escuchar a desconocidos. Vivir en un estado de continua paranoia en el que mirabas con desconfianza al vecino, al compañero de trabajo, al quiosquero demasiado extrovertido.

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Y siendo sinceros… ¿qué faltaba exactamente por ser revelado en el último episodio de Juego de Tronos? ¿Constatar definitivamente el naufragio de un barco sin nadie al timón? ¿Regocijarse ante la inutilidad de unos guionistas que sólo piensan en imágenes, incapaces de fabular con unos personajes heredados? Faltaba, eso no os lo negaré, ver convertidos en títeres cargados de psicologismo de todo a 100 a unos antihéroes bastante memorables, esculpidos desde la literatura y fagocitados por esta fiebre catódica que pronto cumplirá dos décadas.

No, no quedaba nada importante por saberse porque, básicamente, a nadie le importaba ya un rábano lo que les pasase a los supervivientes. La aleatoriedad de las motivaciones, la súbita manifestación de alguna enfermedad mental, el eclipse de tramas que parecían fundamentales… en suma, la ruptura de la lógica interna era ya evidente desde hacía ya dos temporadas. Desde el momento en que un autor de éxito decidió concluir su magnum opus en la televisión. Porque escribir, a fin de cuentas, no deja de ser una labor tan cansada como ingrata.

No, no es un hecho baladí el que George R. R. Martin sacrifique la eternidad por el vil metal, revendiendo unos arquetipos con los que llevaba conviviendo 25 años a cambio de la consagración mainstream. Es mucho más que un signo de los tiempos, de unos tiempos en los que cada vez leemos menos, nos creemos más noticias absurdas y hemos decidido substituir el debate y la épica del trabajo por el pelotazo youtuber, el supuesto disfrute inmediato y la recomendación siempre interesada de influyentes majaderos.

Volviendo a ese lunes perdido, a ese redoble de tambores pospuesto, a esa maldición del spoiler, sólo queda la sensación de desolación y tristeza. Como si nuestra verde colina de la esperanza y la trascendencia a través de la ficción hubiese sido fogueada por un dragón cualquiera, convirtiéndola en un erial de desilusión y tiempo perdido. El final de la mayoría de series -sí, hay excepciones- siempre tiene algo de eso, como el gamer que despierta de su trance de madrugada y se pregunta qué demonios está haciendo con su vida. Sabemos que algo no va bien. Que esto no es normal. Así que nos decimos… “venga, ¡otra partidita! Pero esta es la última, de verdad”.

La nausea sólo se supera con la nausea. Así que vamos a renovar nuestra suscripción. Porque nos gusta -es una obsesión fetichista- pasearnos por pantallas de interfaz claro y directo que nos informan de lo que nos queda por ver, de nuestras preferencias, de la cola de experiencias tremebundas que te aguardan si te gustó esta o aquella otra. Paseamos arriba y abajo, aferrados al mando a distancia o acariciando la pantalla de nuestro tablet con gestos cada vez más mecánicos, más ajenos a nosotros mismos.

Si llevas algún tiempo sin ver nada, recibirás un correo electrónico. Es un aviso, una reprimenda. ¿Acaso no sabes lo que te estás perdiendo? ¿Qué haces que no estás conectado a nuestra fuente inagotable de placer? ¿No se te habrá ocurrido volver a… vivir? ¿No has leído la letra pequeña de nuestro contrato?

Vivir, por ejemplo, era escribir (sí, hablo en pasado) para George R. R. Martin. Por muchas veces que haya confesado lo que le costaba concentrarse y las pocas páginas que era capaz de generar por semana, no creo que supiese hacer nada mejor en esta vida. Era un don, aunque su escritura distase mucho de ser preciosista o memorable. Cultivaba un estilo moroso, un detallismo enumerativo. Su fuerte era la creación de atmósferas, lo suficientemente potentes para sumergirnos en un no-pasado con algo de la brutal lógica capitalista. Creó un Poniente sacudido por casas que, a manera de cruentas multinacionales, se disputaban el control absoluto de un mercado corrupto y adulterado.

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Ahora toca despertar y hacer frente a la evidencia: es más que probable que nos quedemos sin un final escrito -esto es: pensado y meditado- para la notable Canción de Hielo y Fuego. Nos tendremos que conformar con la premura, con el atropello a la razón de su versión en imágenes. Una derrota no tanto para el autor como para ese lector universal, coleccionista de libros que nunca serán.

¿Que si disfruté con la superproducción de HBO? Por supuesto. Incluso en esta octava temporada hemos tenido dos episodios memorables: la oscuridad como apuesta estética del tercero y la versión del Apocalipsis e integrados del quinto. Desenlaces en diferido en los que el guión no tenía mucho peso específico, pues sólo se trataba de saber ‘quién-mata-a-quién’ o ‘cómo-muere-tu-icono-preferido’. Sintomático: allá donde el audiovisual tiene su oportunidad, triunfa. Allá donde se le hace ser lacayo del guión, fenece. Quizás porque en este caso existía un abismo entre la adaptación -fiel, pero con licencias- de las primeras temporadas y el despelote hollywoodense de las dos últimas.

Y no me vale lo de “es imposible contentar a todo la audiencia”. Es evidente que todos habíamos imaginado nuestro propio final para este culebrón medievalista. Unos veíamos a Tyrion rey. Otros, a Cersei enseñoreada y triunfante en la perversidad. Casi todos, a John Nieve muerto y enterrado de una puñetera vez. Ha sido el renacer de olvidadas pulsiones adolescentes, un canto postrero a la fantasía… traicionada por los imperativos de un negocio millonario que, bajo la figura de precuelas o spin-offs, amenaza con acompañarnos otra década.

El libro, la película, la película, el libro. ¿Era ese el tema? Sigo anclado en aquél lunes anómalo y disfuncional en el que decidí pasar por la vida sin ver en aras del supuesto misterio. Y descubro que no, que no fue la suspensión temporal de mis ya de por si escasas interacciones sociales lo que me empujó a hablar de este entretenimiento fenomenal que ha sido Juego de Tronos. En realidad, todo empezó antes de ayer, durante la presentación del nuevo ebook de Miradas de Cine en La casa del ídem de Barcelona. Durante la misma, profesorado inasequible al desaliento y escaso público apuntaban cómo podría llegar a ser la crítica cinematográfica en el segundo tercio del siglo XXI: que si podcasts, que si monólogos a cámara…

Y quién sabe. Quizás nuevas formas de comunicación nos acaben enganchando a todos y las audiencias -obsceno baremo de la calidad- mejoren. Pero como en el caso de Juego de Tronos, tengo pocas dudas sobre la calidad de cualquier sucedáneo, de cualquier transposición acelerada entre medios de expresión artística que tienen de por sí la suficiente entidad.

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La literatura no puede acabar feneciendo entre los brazos de la inmediatez y el goce instantáneo. Para quienes no estén dispuestos a dejarse llevar, a mantener el ritmo loco que impone el fast-food pseudo-cultural, debe de existir alguna vía de escape. Y no será innovadora, ¡qué va! Habrá que leer. Seguir haciéndolo o volver a hacerlo. Y entender de una vez que la crítica cinematográfica será escrita o no será, porque el show nunca se impondrá al análisis, a la curiosidad, a la sed de conocimiento que te hace acudir a las fuentes.

Juego de tronos, síntoma y premonición, demuestra que no tiene sentido dejarse tentar por lo fútil, por muy provechoso que le resulte a nuestra cuenta corriente. Y eso, algún día, hasta George R.R. Martin lo reconocerá.

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