‘Nosotros’, de Jordan Peele. El Otro y tú. Confusión y regocijo
El debut como director de Jordan Peele hará cosa dos años se saldó con una película resultona y gamberra, una propuesta a medio camino entre el terror y la comedia cafre. Déjame salir venía a ser un capítulo degenerado de La hora de Bill Cosby, con familia dicharachera y supuestamente liberal escondiendo hobbies supremacistas. Ellos eran blancos, por supuesto, pero les gustaba rodearse de gente “diversa” y extrañamente solícita… así que al protagonista no le importaba hacer de Sidney Poitier sin mesa puesta. Total, ¿qué podía salir mal?
Los aficionados a este cine de la sospecha ya están al caso de que a quienes menos conocemos en realidad son aquellos a los que tenemos más cerca Porque esa pretendida normalidad preñada de secretos inconfesables ha sido la piedra de toque de un verdadero subgénero dentro del fantástico: el del doble y su progresiva usurpación de una personalidad menos única de lo que todos presumimos.
Este fenómeno del “cambiazo” vuelve a ser abordado en Nosotros, esta vez sin vainas acusicas y carentes de sentimientos (La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978)). Muy al contrario: los Otros son la imagen explotada de nosotros mismos, una minoría silenciada e incómoda. Lo cuál entronca muy bien con el discurso subyacente en la ópera prima del director: ya sabíamos que para Peele el verdadero conflicto racial consiste en la negación sistemática del mismo por ambas partes. La búsqueda de zonas seguras, la asimilación silenciosa y tácita, en beneficio siempre del color de piel predominante. Blancos queriendo pasar por negros, pero, sobretodo, negros dispuestos a comportarse como blancos: la casita en la playa, el todoterreno, la lancha en el embarcadero, la fe en el crecimiento -en la promoción social- continuada, como extensión del mantra económico. Y, en última instancia, el abandono de toda idiosincrasia: la conversión de la negritud en otro cliché de radiofórmula.
La felicidad llega pues en la lobotomía, en el reconocimiento de la “americanidad”. Todo ello acabará teniendo un precio: el retorno tarde o temprano de nuestro yo reprimido, su reivindicación y segura victoria apelando a la rabia, el desconcierto y la merecida venganza.
La cinta arranca a mediados de los 80, con un prólogo visualmente deslumbrante en un parque de atracciones a pie de playa. Allí, una niña tendrá la visión más aterradora que uno puede llegar a imaginar en un un laberinto de espejos: la del desdoblamiento de uno mismo, la del Otro con apariencia del Yo.
Treinta años después nuestra protagonista vuelve al lugar del trauma primigenio. Lo hace por deferencia hacia un marido emperrado en hacer cosas supuestamente divertidas que lo único que pretenden es reivindicar su nuevo estatus. El sueño americano se vive del único modo que nos han enseñado: alardeando de una dicha que tan solo es bienestar material.
Reconozcámoslo. Cuando vemos en la ficción a una familia haciendo esfuerzos ímprobos por reivindicar su fortuna deseamos fervientemente que alguien los asesine en plena noche y de la manera más sádica posible. Así que la irrupción del Mal es recibida con jolgorio y amplio regodeo: ¡por fin vamos a ver qué esconden estos cuatro! Por fin vamos a ver quebradas sus seguridades, tan antipáticas.
Del subsuelo mismo -de “las alcantarillas”, matiza algún reportero atribulado- emergen nuestros clones desmejorados, milagros médicos abandonados a su suerte. Su función resulta difusa -¿meros experimentos?, ¿recambios en futuras terapias genéticas?, ¿fantasías de control social?- pero lo que está claro es que llevan demasiado tiempo rumiando su desquite.
En La invitación (Karyn Kusama, 2015) ya se nos convocaba a un día del Juicio Final patrocinado por una secta sin espacio para los incrédulos. El Apocalipsis ya no es cosa de zombies: lo más verosímil es que un grupo de vivos lo suficientemente alienados lo inicien cualquier atardecer, apelando a una mitología de nuevo cuño. Ya no hablamos de virus ni de enfermedades contagiosas; nuestro creciente grado de credulidad -patrocinado por generosas dosis de estupidización colectiva- hacen verosímil el triunfo de cualquier conjura amparada por el suficiente número de necios.
La familia negra acosada en barrio residencial llamará a una policía que nunca aparecerá -otra humorada de Peele-, mientras trata de hacer frente al cerco de los habitantes de las catacumbas con todo un catálogo de armas “de blancos”: un bate de béisbol, el atizador de la lumbre o -miseria final- un palo de golf. Los Otros han llegado y podemos llegar a simpatizar con sus motivaciones porque… son Nosotros.
El traje folklórico de estos hacedores de otra purga nacional es bien característico: mono de trabajo modelo Guantánamo, guante protector y tijera tamaño XXL. No están por la substitución sutil, sino por el asesinato y el degüello al ritmo de los Beach Boys. También tienen un poso reivindicativo: impulsados por la memoria infantil de su líder, buscarán hacer una cadena de costa a costa para recordarles a los vivos el peso de unos pecados que no prescriben.
En un país tan acostumbrado al olvido y a la amnesia interesada (a “desligarse” de la historia, empleando la jerga de la propia cinta), quizás no esté de más recordar la gran cantidad de túneles donde malviven los descastados, los olvidados que llegado el momento (y citando el omnipresente pasaje de Jeremías) “traerán sobre ellos una calamidad de la que no podrán escapar”.
Terminamos con otras dos bellacadas muy del gusto de Jordan: la llamada al bosque de Merlín y a conocerse a uno mismo se activa después de que el padre embuta a su hija en una camiseta decorada con el Thriller de Michael Jackson. Y será ella -parte de Nosotros, de la autodefinida normalidad- la que a la postre acabe acaudillando otra sublevación de esclavos, teniendo como contrincante a una evadida de las mazmorras dispuesta a defender la fantasía familiar a la que ella nunca pudo optar.
¿Cabe mayor perversidad?