‘Blood feast’ (1963): serie Z sórdida y enajenada

“Blood feast es una mancha en la industria del cine americano. En producción, exhibición y promoción representa la peor cara del cine amarillista. Es un insulto a la inteligencia de todos los espectadores, salvo los lectores de cómics de terror”. Kevin Thomas, Los Angeles Times

Hace medio siglo el director norteamericano Herschell Gordon Lewis inauguraba el género explícito por antonomasia: el gore y su festival de casquería, desmembramientos y cuchillos entrando y saliendo. El engendro –digno de costar en la filmografía de Ed Wood- se tituló Blood feast (Festín sangriento) y conmocionó a las impresionables audiencias de por aquél entonces.

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La trama criminal de Blood feast convertiría a un capítulo de CSI en un denso novelón de Émile Zola. Aquí las cosas quedan claras desde el minuto dos: hay un psicópata que está muy mal de lo suyo y se dedica a matar mujeres con un inusual despliegue hemorrágico, eligiendo sujetas curvilíneas del tipo “californiano” (rubias, ojos azules, despreocupadas, solícitas…). Hasta alguna playmate del año está a punto de probar el filo de sus cuchillos. Pobrecitas.

Pronto conocemos al carnicero en cuestión: un tal Fuad Ramses, obsesionado por la historia antigua de Egipto y dispuesto a revivir los ritos que acompañaban al culto de la diosa Ishtar (que era babilónica, por cierto). Para devolverla a la vida necesita hacerse con partes muy determinadas de sus víctimas y servirlas con el punto de cocción idóneo en la fiesta de cumpleaños de una pija aficionada también a las conferencias sobre faraones, momias y crecidas del Nilo. En realidad el hombre parece que ha visto muchos documentales del canal Historia y sólo pretende revivir con todo lujo de detalles aquellos banquetes de hace 5.000 años. Un pureta absorbido en exceso por su hobby.

La investigación corre a cargo de dos policías con el instinto detectivesco un tanto anquilosado. Su labor consiste en sentarse en su oficina (un rincón que acabaremos conociendo bien a lo largo de la cinta, pues el plano de ambos disertando se repite de manera recurrente, dándonos tiempo a estudiar el cuidado diseño artístico: una mesa con dos sillas, un fichero, una lámpara, un calendario y un tablón de anuncios) y horrorizarse ante las noticias de los crímenes que se van sucediendo. Al más listo de los dos le cuesta una eternidad entender que las últimas palabras musitadas por una de las víctimas (“Itar”) quizás tengan algo que ver con la diosa Ishtar, de la que acaba de oír hablar en una charla donde conoce –evidentemente- a la rubia de la onomástica.

Casualidades al margen, lo que importa en Blood feast son los asaltos a estas damiselas solitarias, que concluyen siempre con un generoso barrido de sus cuerpos ensangrentados. Ramses se ensaña machete en mano para acto seguido hacerse con las piernas, los ojos o la lengua de la susodicha (el coleccionismo por entregas comenzaba a hacer furor).

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El convite final tampoco tiene pérdida. El tarado convence a la homenajeada para que se estire cuán larga es en la fórmica de la cocina, con la intención de simular un sacrificio y hacer la experiencia más realista y cercana al mundo de Akenatón, Seti, Tutmosis y compañía. La aparición de la madre evita lo mejor y permite alcanzar uno de los clímax más ridículos de la década: el asesino paticojo corriendo por las inmediaciones de un vertedero, para acabar engullido entre las fauces de un camión de la basura. Por si eso no fuese suficiente, los detectives felicitan al conductor del vehículo por tan oportuno accidente.

Todo en Blood feast resulta hoy en día risible. Desde la interpretación del malo –hablar sosegado, fugas mentales sospechosas, ojos de loco en primer plano- hasta las discutibles “noches americanas”, pasando por el glorioso shock a pie de playa de un novio que acaba de ver como le sisaban el cerebelo a su prometida o los episodios macabros con música de órgano. Los trabajados interiores se completan con la trastienda del destripador, que incluye iluminación de puticlub y una gran olla en la que cocinar a fuego lento alguna de las especialidades de la casa. Pero eso no es lo más terrorífico: el supuesto idilio gerontofílico entre el policía lelo y la nini platino bate récords de miradas ausentes, frases tópicas y ausencia de química. Poco le importó a la gente: la cinta tuvo una increíble carrera comercial, proyectándose todavía en 1980 en autocines de Texas. Sin comerlo ni beberlo, una cinta que costó 24.000 dólares de la época llevaba recaudados 7 millones.

La filmografía del octogenario Herschell Gordon Lewis está trufada de pequeños clásicos inmundos que incluyen Two thousand maniacs! (1964), Monster a go-go (1965), The ecstasies of women (1969) o The gore gore girls (1972), así como algunas cintas de “nudies cuties” en el trienio 1960-63. Pensad en un cruce entre el cine de la Hammer y las pelis de Russ Meyer e imaginároslas, además, mal rodadas. Esto es lo que logró este hombre, que en la actualidad (no es perdáis su página web http://www.herschellgordonlewis.com/) se promociona todavía como “the Godfather of direct marketing and gore”. Y es que su fulgurante irrupción en el mundo del cine –34 películas dirigidas con su nombre en los créditos o bajo pseudónimo en apenas doce años – palidece en comparación con la fortuna hecha en el mundillo de la publicidad, siendo uno de los profesionales más cotizados del medio con decenas de libros publicados. Y no es de extrañar, porque como señala José de Diego en su libro Cine al rojo vivo, su autor ya apuntaba maneras como vendedor de cualquier tipo de cochambre: “Blood feast triunfó antes de que la viera nadie. La gente se había acercado al local atraída por la morbosa campaña promocional (…) Como decía el cartel: ¡Nada tan espeluznante en los anales del terror! ¡Temblarán, retrocederán cuando vean cómo muchachas nubiles son asesinadas y mutiladas por un extraños, horrendo y antiguo ritual!”

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Tenían toda la razón del mundo. Realmente espeluznante. Aunque no más que su continuación, rodada 39 años después y de la que hablaremos otro día, cuando nos hayamos recuperado de tantas emociones fuertes.

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