‘Licorice Pizza’, de Paul Thomas Anderson. Movida del 73

La última película del director de Pozos de ambición (2007) es un curioso ejercicio de nostalgia setentera servida a través de los amores entre dos inadaptados más o menos conscientes de su condición. Una película que quiere imbuirse de un espíritu de fuga casi veraniego, de una ligereza que a veces parece del todo imposible por mor de los apabullantes encuadres y las gloriosas escenas que el director californiano nos regala en todas y cada una de sus propuestas.

Y para esta novena entrega de este su cine del oleaje visual y la resaca cuasi adolescente (tengan la edad que digan tener sus protagonistas), Thomas Anderson vuelve a los setenta. La década en la que comenzaba el periplo sicalíptico de los olímpicos con priapismo de Boogie Nights (1997) y por la que deambulaba el detective flipado de Puro vicio (2014). Un “lugar seguro” para este realizador que asocia aquellos primeros años de su infancia y juventud con un periodo de experimentación social y personal, con una búsqueda llamada al fracaso de nuevas formas de imaginar el presente. O de huir de él, quizás.

Gary Valentine, con ese apellido que resuena a crooner mediático, es un mocoso absolutamente convencido de su talento. Sin mucha humildad y con escaso sentido del ridículo, unas tempranas apariciones en shows televisivos y hasta algún que otro pinito cinematográfico han hecho del niño prodigio (y ya sabemos por Magnolia (1999) cómo suelen acabar) la quintaesencia de la seguridad en uno mismo, más allá de cualquier prueba fehaciente de aptitud. Un chaval que cree caer en gracia… aunque su crédito, es evidente, se está agotando.

Y hete aquí que da con Alana, absolutamente convencida, también, de que el mundo le tiene reservado algo mejor que peregrinar de instituto en instituto para que imberbes alelados queden inmortalizados en la foto de graduación de la quinta en cuestión. Lo que quiera que sea, pero a poder ser bien lejos de sus padres y sus dos hermanas de cuento de la Cenicienta. Así que en Gary ve, sobretodo, una posibilidad de escape. Sin llegar a tomarse en serio en ningún momento a ese niñato del que le separa una década o un millón de años luz.

Una Alana cauta y un Gary desbocado, convencido de su amor y dispuesto a hacer proselitismo del mismo delante de extraños (¿os acordáis del Barry Egan de Punch-Drunk Love (2002)?). Ambos emprenderán una aventura que podría ser una de aquellas de Los cinco de Enid Blyton, pero con pérdida de inocencia incluida. Porque mientras la crisis del petróleo pega fuerte, el chaval sin control parental y la mujer sin espacio alguno para satisfacer sus deseos tendrán diferentes encuentros con carismáticos habitantes del valle de San Fernando.

Una geografía salpicada de famosetes y estrellas en franca decadencia, como ese William Holden ajado, alcohólico profesional que ese mismo año filmaría aquella delicia sobre la senectud orgullosa titulada Primavera en otoño (Clint Eastwood, 1973). O el histrión de Jon Peters, peluquero de la horda peliculera y noviete a tiempo parcial de la mismísima Barbra Streisand. Ambos están interpretados por unos enloquecidos Sean Penn y Bradley Cooper; un par de personajes “poderosos” tan queridos justamente por el cine de los 70 y cuya aparición episódica podía llegar a condicionar el visionado de todo un filme.

¿Será el mundo del cine, pues, la solución? Algo nos dice que no. Sin llegar ni mucho menos a la negrura de Lynch en su Mulholland Drive (2001), lo cierto es que el panorama que nos dibuja Thomas Anderson es tan excesivo como tristón. Depredadores convencidos de estar rodeados de meros secundarios, asalvajados por el éxito o la ausencia del mismo. Truhanes sin encanto, fiesteros con cara de haber llegado demasiado tarde a eventos a los que ni tan siquiera son ya invitados.

Gary, a pesar de su actitud de echao pa’lante, no es más que un crío abandonado a su suerte. Pero un crío al que le gusta comportarse como un hombre -o como esa visión distorsionada que el audiovisual le ha proporcionado de lo que es “ser un hombre”– en el amor, en los negocios, en la vida. Convencido, en definitiva, de que todo va a salirle bien.

Da igual que sea un comercio de camas de agua que un salón recreativo de pinballs, abierto gracias a cierta información privilegiada. Él quiere ser un triunfador, porque le han enseñado que eso… que eso facilita el amor. La víctima de sus fanfarronadas, Alana, no es que sea mucho más madura: su ingenuidad se manifiesta en la búsqueda de alguna causa que la redima, que le ayude a encontrar el “camino”.

Por ejemplo, ¿por qué no participar en la intentona de un prohombre local a la alcaldía? Parece tener un programa electoral decente, presumir de principios. ¿Por qué no hacer algo por la comunidad presentándose voluntaria? En una noche reveladora para ambos protagonistas, Alana descubrirá que no todo el mundo puede permitirse ser exactamente como es. Y que hasta los principios, tan convenientes, pueden acabar siendo relativizados por el tiempo o el lugar donde nos ha tocado nacer.

Quizás sea ese baño de realidad (el muy anglosajón reality check) el que le acabe lanzando en brazos de su caballero bocazas. O quizás el estar harta de esperar el milagro, el encuentro casual, el príncipe beodo a las afueras del boulevard de la fama. A saber. A nosotros, los espectadores, nos ha bastado con ser partícipes de sus trabajos y de sus días.

Licorice pizza es cinematográficamente impecable, con un trayecto en camión -marcha atrás y en punto muerto- a incorporar a los anales del absurdo, un empresario con una parafilia por las japonesas pero sin ningún interés por aprender su idioma o una tarde en bikini, malgastada tratando de captar compradores entre fumada y fumada. Porque es en esa querencia por la fuga, por la anécdota, donde se hace grande Licorice. Cuando nos deja claro que ninguna vida responde a un esquema narrativo clásico: todo acaba siendo estupor, pedalear persiguiendo imposibles, sonreír cuando creemos que alguien nos ve y creerse, para nuestra desgracia, los más listos del valle.

Y qué decir de ese viaje sentimental por el cine los años 70. Una década mitificada por la cinefilia (¡el cine de autor lograba imponerse en Hollywood! Ah, no, que fue un espejismo…) pero realmente sobresaliente por una panoplia de películas pequeñas, extrañas, frescas, rodadas casi en bruto. De la yuxtaposición entre ellas y el cine reciente más querido por el autor se escuchan continuados ecos.

Ecos del John Cassavetes de Así habla el amor (1971), el pulso a contrapié entre Minnie y Moskowitz, el polaco impasible. Encuentros, desencuentros, conversaciones a pie de coche. Rumores a aquél inquietante tipejo que aguardaba a Cybill Shepherd en la puerta de la sede electoral en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), y que aquí da pie a una escena-homenaje cuya resolución no es ni tan siquiera necesaria. Locuras, marcianadas. Reverberaciones a Harold y Maude (Hal Ashby, 1971), aunque allí era la octogenaria la que pecaba de optimista sin mesura. Evocaciones, concomitancias. Como esa loa a la educación sentimental que fue la Movida del 76 (1993) de Richard Linklater.

Como si la sabiduría enciclopédica del recientemente fallecido Peter Bogdanovich se hubiese reciclado en purito entretenimiento sin ínfulas, porque a fin de cuentas Paul Thomas Anderson puede utilizar su inagotable genio para hacer una feel-good movie sin tener que dar explicaciones a nadie.

Ni más ni menos que esa libertad formal a la que sus dos héroes aspiran.

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