‘Boyhood’, de Richard Linklater: qué será, será

“¿Y eso es todo? ¿Ya está?”

…como la angustiosa pregunta que le lanzaba a un cielo estrellado John Hurt en El hombre elefante tras su efímero esplendor mundano, aquél disfrute fruslero y… pasajero, tan jodidamente pasajero. Perplejidad mezclada con rabia. Decepción anticipada. Por esa vida (en realidad, no vivida) entendida como un concatenado de umbrales que parecen anunciar una sala espaciosa, un lugar por el que –esta vez sí- merezca la pena deambular… y quién sabe si quedarse un rato.

Pero no. Uno vuelve la vista atrás y allí está aquél amigo que no sabemos si se despedía de nosotros o trataba de aferrarse al manillar. O aquella casa que no volveremos a pisar, donde dos hermanastros quedaron a merced del terror. O aquella madre con tan poca suerte para los asuntos del corazón. Flashes que anticipan un nuevo cambio de escenario, de ritmo, de prioridades. Y en esas (quemando etapas) se nos va todo.

Tras asistir a este tránsito sosegado hacia eso que se ha dado en llamar la “edad adulta” (fatal eufemismo; ¿acaso no es otra cosa que un estado de ánimo neurótico-depresivo en el que ya podemos regodearnos en nuestra miseria sin ser tachados de raritos?), un título viene a mi cabeza. Fanny y Alexander. Por supuesto.

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Porque Richard Linklater me ha devuelto a la Suecia de hace un siglo, cambiando la casa solariega por el adosado (hipoteca mediante). Samantha y Mason crecen entre tipos en continuo estado de pánico. Mayores frustrados, frustrados mayores que se empeñan en brillar en sociedad –qué fácil que resulta defender un papel- mientras reservan una intimidad limítrofe con el sadismo para sus más “allegados”. Gente empeñada en poner reglas y establecer normas, sargentos chusqueros que disfrutan de su cabo patoso de metro y medio. Una fantasía de orden con la que castigar a los demás por su caos interior. Porque lo malo no es que estén perdidos, sino todo ese rencor que arrastran consigo.

Si en el clásico de Bergman la disciplina la imponía un beato endemoniado, aquí corre a cargo de padres (no biológicos, pero sí presenciales) que hacen lo imposible por proyectar su propio fracaso en los demás. Esa desidia contagiosa, esa enorme distancia entre lo que uno le pedía a la vida y lo que acaba obteniendo de ella. Y ya puestos, agriarles el carácter a los que vienen por detrás, con sus intactas e insultantes esperanzas.

La huída y el abotagamiento. No hace falta retroceder hasta los sesenta de Jack Lemmon y Lee Remick: los norteamericanos siguen cultivando los días de vino y rosas. El alcohol está muy presente en el filme, pero no es la única forma de anestesia emocional. Los juegos de ordenador (cuya evolución y perfeccionamiento vemos en paralelo al crecimiento de los chavales) realizan también su función alienante, imprescindible entrenamiento para lo que está por venir. Esa robotización asumida –uno de los primeros descubrimientos que realiza Mason- y con la cuál nos (auto)educamos en la repetición. En esas rutinas que facilitarán nuestra integración social, difícilmente asumibles sin lustros de preparación.

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Linklater continúa su proyecto de “las edades del hombre” con una genuina precuela de su trilogía “Antes de…”. Si los dieciocho años de la relación entre Julie Delpy y Ethan Hawke iban de la dulzura post-adolescente de Antes del amanecer a la decepción y la amargura de Antes del anochecer, Boyhood, en un alarde sin parangón, rebusca en el pecado original. En ese preciso instante en el que se produce la caída del caballo y nos atrevemos a preguntarnos qué hacemos desempeñando una ocupación puramente alimenticia, qué vimos en aquella persona, cuánto empieza a parecerse nuestra propia vida… a la de esos perdedores que nos precedieron.

Linklater lanza al aire sus preguntas sin importarle que suenen a perogrullada. Busca verbalizar el miedo, el vértigo del niño ante un porvenir incierto. Y lo hace sin aspavientos, sin ninguna cita elevada. Sin ampulosos movimientos de cámara. Sin miradas de inteligencia, sin diálogos especialmente brillantes. La revelación a través del silencio, ese “silencio de Dios” –precisamente- tan bergmaniano. Utilizando el lenguaje que adopta la trascendencia a pie de calle: un comentario brillante cuando estamos realmente relajados, la confesión de una madre cansada, el consejo –uno de esos que nunca se piden- de un profesor que sólo tiene una lección que enseñarnos: que fuera del rebaño sólo se malvive.

Crecer es rendirse ante este proceso de uniformización y asimilación. “Madurar”, pretender que no duele. Le pasa hasta al personaje de Ethan Hawke, único referente moral del niño durante años. Proclamar la propia diferencia (sí, todos nos creemos irrepetibles, sensacionales) se revela así un grito estéril, una pataleta histérica antes de ocupar –en el fondo disciplinadamente- nuestra posición preasignada.

A pesar de ello, Boyhood celebra la diferencia y las paradojas de la vida.

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El demócrata que tiene que pasar fines de semana en la América profunda, esa que regala indistintamente el rifle y la Biblia. La mujer inteligente y esforzada que se abre paso en la vida, cambiando las consabidas reprimendas a sus vástagos por dictámenes psicológicos (de acuerdo con su creciente grado de formación). Una formación que, a la postre, no le garantiza triunfo alguno en el territorio vital. Y por último, ese chico introvertido que no sabe por donde tirar y se contenta con atrapar el momento (o con dejar que el momento lo atrape a él).

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¡Qué película más presuntuosa y afectada se podría haber perpetrado con todo este material! ¡Qué oda babosilla a la superación, al “tu puedes con todo” y al “ánimo valiente, que mañana será otro día”! Linklater cuenta una existencia sin confiar en el melodrama, con sublimes elipsis (muy acordes con el plan de rodaje, por supuesto). Con un protagonista –hasta la fecha desconocido- que no es particularmente afortunado ni desgraciado. Y elude la mitología asociada a las primeras veces: Boyhood es una cinta antiiniciática, plagada de puntos suspensivos a rellenar por la experiencia de cada espectador. Es así como nos encontramos sonriendo ante un gesto, un desaire, un revés o una situación aparentemente banal –que te corten el pelo, que te den calabazas, que reconozcan tu trabajo- que tanto nos recuerda a… demonios, nuestra propia (y ya no tan única) existencia.

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