‘Spotlight’ y ‘La gran apuesta’: cuando Hollywood acusa

Este año en la concurrida y cada vez menos interesante carrera por los oscars encontramos dos filmes “concienciados”… pero aún así muy lejos del resbaladizo y terrorífico (para los miembros de la Academia) territorio del activismo. A decir verdad, les basta y sobra con su condición de denunciantes, de cronistas –muy pulidas en lo cinematográfico, eso sí- de dos ignominias recientes. Por una banda, la inacabable crisis económica con trasfondo hipotecario nacida en los USA y contagiada al mundo entero. Y por otro, el descubrimiento del papel originariamente pasivo y posteriormente encubridor jugado por jerarcas de la iglesia católica en relación al escándalo -sostenido en el tiempo- de los curas pedófilos de Boston.

Los enfoques no son ni mucho menos contrarios, pero los resultados si resultan sorprendentemente (¿preocupantemente?) distintos. La gran apuesta querría ser una versión en clave pedagógica de El lobo de Wall Street, con definiciones sobreimpresionadas en pantalla (¿economía para dummies?) mientras la acción se congela o actores rompiendo la cuarta pared y haciendo que echemos de menos al rey del método, el Kevin Spacey de House of Cards. Cualquier cosa con tal de crear empatía con un espectador que no puede abstraerse del hecho de que los protagonistas, mal que le pese al director, resultan despreciables.

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Mientras Scorsese no se andaba con chiquitas (no puede haber trasunto de moralidad en un sistema que sólo se rige por el dinero) y convertía al ambicioso de Jordan Belfort en un hedonista desbocado –logrando que le perdonásemos la estafa mayor al personaje, sólo por el mero hecho de mostrarse humano, demasiado humano-, Adam McKay busca en todo momento exonerar a su liga de ambiciosos extraordinarios. Porque ellos, en definitiva, no tienen la culpa de ser tan buenos en lo suyo. ¿Seguro?

Christian Bale es el hombre que lo vio venir. Un friki, un inadaptado, pero por encima de cualquier otra consideración, todo un profesional empeñado en un único fin: hacerles ganar a sus inversores una pasta gansa. Lo cuál le lleva a tomar la muy lógica decisión –sólo para él, en un primero momento- de apostar en contra de todos, de aliarse con la desgracia, de convertirse en el cochero de Drácula (sabes que lo que llevas ahí detrás es un no-muerto sanguinario, pero aún así te aferras a las riendas… porque aunque no estés muy de acuerdo con sus métodos, después de todo es el patrón). Aunque fuese inevitable, aunque los números cantasen, el personaje de Bale no es más que un oportunista bien informado.

Ryan Gosling vendría a ser el colaborador necesario, el habilitador. El conseguidor incansable, el que llama a las puertas adecuadas, el que publicita las bases del desastre y se sienta plácidamente a esperar precisamente eso, el fin del mundo. Tampoco se obsesiona especialmente con las reglas del juego, básicamente porque sabe que estas se pueden cambiar a sentimiento, cuando demasiada gente importante bordee el abismo.

Steve Carell es el outsider, el quintacolumnista al que le encanta su trabajo… aunque está convencido de su funcionamiento fraudulento. El tipo que siente mucha lástima por las víctimas, pero que acabará haciendo lo justo y necesario para conservar su ático con vistas a Central Park. Eso sí, después de escandalizarse mogollón y desencantarse con los organismos reguladores, sumos sacerdotes de su mundo de alzas y recortes. Un intelectual de la vieja escuela, vamos.

Por último, Brad Pitt vuelve a hacer de Brad Pitt. Como en 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), su episódica presencia vuelve a servir de spam demócrata, de progresía de los Hamptons y gala benéfica con vistas al mar. En una escena ridícula, Pitt se atreve a afearles la conducta a sus jovenzuelos tutelados por celebrar su inminente fortuna (futuros millonarios merced a sus desapasionados consejos, los mismos que se traducirán en la desgracia de la mayoría).

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En definitiva, La gran apuesta convierte el origen de la crisis en otra demostración, curiosamente, de la vigencia del sueño americano. Porque aquellos que perseveraron en la asunción de riesgos lograron solucionarse la vida. Aunque eso sí… les sepa fatal por vosotros, oye.

Spotlight también acusa, pero no necesita montar un circo con stripers multihipotecadas, tipos listos, bancos tontos, montaje sincopado más propio de un dj con síndrome de abstinencia y guiños a lo que queda de la clase media. Sin falsas condescendencias, sin chistecitos para quitarle hierro al asunto. No, Spotlight se remite a los hechos, igual que hacía aquella Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976), crónica pormenorizada de lo que acabó siendo otro merecido premio Pulitzer.

El equipo capitaneado por Michael Keaton no es un grupo salvaje de periodistas montaraces, dispuestos a cualquier cosa por desvelar la verdad. No, no hay gente especialmente brillante en esta historia. Porque la historia, en sí misma, es tan cutre en sus mecanismos de encubrimiento y tan sórdida en su lógica de compartir la culpa con la comunidad que no necesita de avezados Sherlocks. Tan sólo funcionarios de las noticias dispuestos a hacer las preguntas adecuadas, a juntar las piezas de un puzzle que ni tan siquiera reviste una gran dificultad.

Ahí es donde Spotlight se impone definitivamente en este pulso 2016 del “cine-testimonio”. Los periodistas son curritos, gente que desarrolla su trabajo sin épica ni una especial ambición personal. Casi sorprende su falta de ego. Podemos imaginárnoslos recién levantados, apagando el despertador y acudiendo a la oficina con la cabeza gacha. Eso sí, durante su horario laboral deben de lidiar con supervivientes ninguneados, abogados con doble moral, políticos obsequiosos y arzobispos que siguen sin querer ver.

Cuando el cine norteamericano acusa necesita de grandes revelaciones, de grandes desenmascaramientos. Pero el mal nunca es tan absoluto como les gustaría a sus guionistas: ocho años después, nadie acaba de entender cómo el capitalismo estuvo a punto de eutanasiarse, prodigio de estupidez que parece estar dispuesto a repetir cíclicamente. Y quince años después de aquel sórdido Watergate de sotanas y abusos a menores, lo cierto es que podría volver a ocurrir en tu parroquia más cercana, por la sencilla razón de que ni el capitalismo ni la iglesia católica son muy proclives a reconocer –y por lo tanto, aprender- de sus errores.

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En La gran apuesta, la desoladora moraleja parecer ser: “os engañaron, ¿pero qué esperabais? ¿Acaso no era un juego?”. Y aunque estemos dispuestos a exonerar a algún canalla simpático, lo cierto es que todavía es muy pronto para hacer una tragicomedia del asunto. Spotlight es mucho menos optimista y, por eso mismo, mucho más realista: lo que ocurrió no fue de recibo, pero demasiados debieron de mirar hacia otro lado para que tardase tanto tiempo en saberse.

El modo de enfrentarse a dos poderosas instituciones (los bancos y el clero, que ya nos dejó bien claro Francis Ford Coppola lo conectados que podían llegar a estar) elevando la voz y lanzando el “j’accuse!” es muy distinto en una y otra cinta. Porque mientras La gran apuesta levanta el dedo acusador y sentencia que los culpables fueron los otros, Spotlight reparte culpas entre mayorías silenciosas y cuartos poderes.

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