D’A 2020. ‘Dwelling in the Fuchun Mountains’. Érase una vez junto a un río
Óperas primas hay cada temporada una miríada. Pocas de ellas tienen el privilegio de acabar aupadas al top 10 anual: quizás sea el peso de los apellidos consolidados, quizás la falta de visibilidad de unos trabajos primerizos que tienden a verse con distanciamiento, cuando no con cierta displicencia. El D’A se puso como meta, desde la primera edición, focalizar su programación en esas primeras películas o, cuánto menos, en aquellos directores con carreras incipientes. Arracimarlas y entregarnos lo más lustroso, lo más interesante, lo más premiado, quién sabe si lo más osado.
El caso es que en lo que se refiere a China, el acierto ha sido mayúsculo. Aquí asistimos al bautismo de relojes y desmemoria de un tal Bi Gan (Kaili Blues, 2015) y a la primera y última elegía de Hu Bo (An Elephant Sitting Still, 2018)). Ambas, a mi entender, fueron lo mejor de las respectivas ediciones del festival. Ahí es nada.
Y como no hay dos sin tres, en este 2020 toca hacerle los honores al avasallador costumbrismo de un poeta discreto llamado Gu Xiaogang (no confundir con el Feng Xiaogang de El banquete (2006)), responsable de un río-película (más allá de las películas río) tan clásico como actual.
Arranque coppoliano. Ceremonia familiar de los Yu en el restaurante del hijo mayor: matriarca agasajada, procesión de platos con presentación pomposa, comentarios a vuela pluma entre vecinos de mesa, dinámica de grupo por establecer. La luz va y viene. ¿Quién lleva la voz cantante en este clan? ¿En quién depositan las esperanzas? ¿A quién le piden dinero cuando las cosas van mal dadas?
Exterior, día. Un par de colinas, un río caudaloso rodeándolas, otro asentamiento fluvial chino. Cuatro hermanos. El uno se dedica a mirar cómo su mujer mantiene a flote el negocio, anclado en las glorias pugilísticas pretéritas y la esperanza de emparentar a su hija única con… ¿con quién más convenga o con quien ella quiera? Otro trabaja y habita en un pequeño barco donde faena, pernocta y elabora castillos en el aire a costa del primogénito. Para él, también grandes esperanzas: ¿por qué no un piso nuevo en una de las flamantes torres de la penúltima urbanización pluscuamperfecta, con precios obscenos, espíritu de condominio y rápidas conexiones con la capital de provincia? El tercero es la oveja negra, el bala perdida: ese que en cada estirpe está llamado a tontear con el abismo. Nos queda uno, el favorito de la madre: obrero discreto, fuerza de trabajo en la continua demolición y reinvención de otro no lugar cuya única razón de ser parece ser… caer y volver a alzarse en interminable bucle especulativo.
Todo gira alrededor de una obsesión colectiva retroalimentada hasta el paroxismo: la posesión de una vivienda. Por ella se hacen sacrificios de décadas, por ella se juega, se apuesta y se pierde, por ella se conciertan matrimonios y se rediseñan cascos urbanos. Atrapados entre la familia y el deber, nuestros peones se creen reyes y se embarcan en las mismas quimeras que sus paisanos. ¡No va más, amantes de los dados cargados!
Para que el modelo persista, para que no haya una quiebra en el círculo de reencarnaciones de esa codicia que debe de heredarse… para todo eso está la tradición, habitual sustituto del sentido común. Confucio siempre está ahí cuando lo necesitas: lealtad, respeto, reciprocidad. Las jerarquías visibles entre padre e hijo, marido y mujer, hermano mayor y hermano menor. Aunque la perversión de cualquier ideal moral es evidente (en China, en Europa y en Tombuctú), se reivindica como arcádico un pasado en el que el mayor decidía, en el que el hombre tenía la razón por defecto.
Pero llega una nueva generación con otras metas, con una forma menos fatalista de afrontar el presente y el futuro. Una visión que choca con el determinismo, con la infalibilidad. Tímidamente, comienza a haber derecho a réplica, aunque sólo sea en el reducido círculo de la parentela. ¿Serán menos materialistas que sus mayores o ya se encargará el sistema de reencauzar sus ansias de autorrealización hacia horizontes debidamente pragmáticos?
Dwelling in the Fuchun Mountains -sí, repito: ¡su primera película de ficción!- está plagada de escenas mágicas, de osados movimientos de cámara ejecutados con una desenvoltura sorprendente, de algún plano secuencia antológico. Una sintaxis compleja y, sin embargo, nada engolada: Xiaogang logra una hermosa sensación de ligereza, de odisea familiar de teleserie italiana sin renunciar a un discurso global sobre la asfixia de un capitalismo bastardo, esa modalidad cainita elegida por la intellegentsia de Pekín. Conjuga, en suma, la técnica con la legibilidad de unas imágenes sin falsas aspiraciones simbólicas.
Algo que también sabía hacer la pintura china clásica -indisoluble de la propia caligrafía-, a la que remite el mismísimo título, con su referencia directa a una obra del artista del siglo XIV Huang Gongwang. Gongwang fue uno de los cuatro Fra Angelicos de los Yuan, una dinastía que se mantuvo en el poder menos de un siglo. No es baladí la elección de un protegido por parte de un linaje invasor: los Yuan vinieron de Mongolia, como del extranjero vienen los dos personajes más empeñados en ejercer el libre albedrío en esta historia.
Como los pergaminos de la tradición china, coreana y japonesa, la película pide ser leída en una dirección y sentido, la misma en la que el director despliega a sus personajes, barquichuelas, secundarios e hitos geográficos. Como en aquellas estampas plagadas de detalles, el espectador se puede quedar embobado con algún detalle: un alcanforero, un templete, un puerto nevado, un atardecer. La dimensión de lo humano (las construcciones artificiales y los bípedos que las habitan) está magnificada por la propia tendencia elefantiásica del régimen. Algo que entra en franca contradicción con la pintura de paisajes, en la que la Naturaleza omnipresente convertía la búsqueda de los moradores de los bosques y orillas en auténticos “dónde está Wally” (os invito a que os perdáis en una de ellas, buscando al anacoreta de turno entre el pandemónium vegetal).
Fijémonos en varias escenas reveladoras de esta escritura con la cámara. Una doble cita (por un lado, la joven que tiene la osadía de quedar con un compañero de profesión, por otro, un cuarentón con prisas por volver a emparejarse) en uno de los carismáticos montículos de Fuchun. Ambos caracolean en torno a un árbol, por los caminos de ronda que suben y bajan hasta la ribera. Como si fueran indistintos (aunque la una quiere atentar contra el orden y la armonía materna y el otro sellar un acuerdo mutuamente beneficioso, como si se tratase de una precipitada transacción), empezamos con unos y acabamos con los otros. Las diferencias son evidentes: con una generación de diferencia, la fractura entre el amor como aspiración y el amor como contrato.
¿Y qué decir del plano secuencia más memorable del año? Una apuesta osada, un hombre lanzándose al agua, un camino por el que se pierda ella con sus ropas. Y nosotros, al igual que la corriente, lo vamos a acompañar en esta bravata de profesor enamoradizo: navegación de cabotaje con la propia cámara descubriendo paseantes, pescadores, animales de compañía; un volver a encontrarse, un caminar juntos hasta el lugar desde el que parte el ferry. Más de diez minutos de asombro, hermosura vespertina y certezas expresadas a través de gestos y brazadas de anhelo.
El mejor cine chino es un cine de huidas. Lo era el de Zhang Yimou: hacia el pasado de linternas rojas, hacia el pueblo donde ensayar un romance entre clase y clase. ¿Y qué decir del de Jia Zhangke? Por él supimos de desalojos masivos, de represas por imperativo legal, de grandes saltos hacia adelante que no hacían sino recrear el descalabro maoísta. El cine de Jia estaba también plagado de Sangri-Las: parques recreativos kitsch, pequeños reductos gobernados por “emprendedores” (casi siempre un eufemismo de “criminales” en el cine chino de autor) con sus propia ley y desorden.
Una evasión (de la realidad y del tiempo) era Kaili Blues. Y algo tenía de deportación de inadaptados el periplo de los protagonistas de An Elephant Sitting Still. Río arriba o río abajo, la familia menguante que protagoniza Dwelling in the Fuchun Mountains también está en retirada. Las transformaciones ya no son espirituales: sólo pueden presumir de ideología, de un credo de altavoz y pancarta que alienta el conformismo y la apología de lo nuevo por lo nuevo. Los realizadores chinos más combativos no olvidan que están obligados a ejercer la sutileza: los fotogramas de sus filmes están sembrados de pistas en forma de estelas y esquelas plantadas entre cascotes y bolas de derribo.
Bienhallado y celebrado sea este primer jalón de una trilogía llamada a tener la misma monumentalidad que Al oeste de los raíles (Wang Bing, 2002). Una proeza sociológica con el río Yangtze como testigo y al que afluyen bosquejos de vidas con un amargo rasgo en común: todas creían tener un plan infalible. ¡Criaturas!