I Festival de Cine Chino de Barcelona / Lychee Film Festival Barcelona 2017
El Lychee Film Festival, con el arbolito homónimo incluido hasta en el logotipo, tuvo su primera edición en Barcelona entre el 15 y el 22 de septiembre de este 2017. Una oportunidad para el cinéfilo barcelonés –algo saturado de propuestas, para qué negarlo- de acercarse a la cinematografía más pujante del mundo.
Pujante, sobretodo, en números. 2012 señaló un máximo en lo que a producción de largometrajes chinos se refiere: 745. Para dar salida a toda esta oferta, el esfuerzo para dotar hasta a las más remotas regiones de puntos de exhibición ha sido equivalente: en 15 años, el número de salas cinematográficas ha pasado de 1400 a más de 20.000 (1). A finales de este curso, los ingresos en taquilla en China pueden acabar rondando los 12.000 millones de dólares, sobrepasando por primera vez a la de los EEUU.
Las claves: un proteccionismo descarado para favorecer la preeminencia del producto propio. Existe un límite en lo referente al número de películas extranjeras estrenables (por debajo de 100 anuales) y su exposición en cartelera es limitada. A todo ello debe sumarse unas condiciones de distribución que deben de pasar, forzosamente, por socios autóctonos (sociedades de importación, las llaman). Allí el resultado parece haber contentado a todas las partes: una Industria consolidada y unos filmes reiteradamente seleccionados en los festivales con más renombre del planeta autor.
¿Y qué nos ha llegado a España de ese gigante asiático en los últimos tiempos? Pues consolidados al margen, fueron merecedoras de estreno cintas como Ciudad de vida y muerte (Lu Chuan, 2010) o Black coal, thin ice (Diao Yinan, 2014). Ambas comparten una característica que marcará también el recorrido que efectuaremos por la selección de Lin Yu para este festival: su indudable potencia visual. Por el mismo camino parece ser que irán dos de las sensaciones de este final de temporada en el panorama festivalero: From Where We’ve Fallen (Wang Feifei) y Angels Wear White (Vivian Qu).
Mientras va incrementándose nuestra lista con nuevos nombres, asistimos también al ocaso creativo de algunos de nuestros directores favoritos de la quinta generación. Perdidísimo para el arte anda Zhang Yimou, perpetrador este mismo año de la horrísona La gran muralla. La cinta tiene el dudoso honor de ser la película más cara rodada hasta la fecha en el país, con un presupuesto de 150 millones de dólares.
Pero no estamos aquí para melancolías ni reproches. Como descubriremos a través de las 11 películas que pudimos ver estos días, el cine chino está en condiciones de competir con superproducciones, sí, pero esa no es la batalla que le interesa librar a este Lychee Film Festival. En esta primera edición se apostó por la calidad artística, el reconocimiento internacional y la posibilidad de exportar una riqueza cultural tratada por Occidente con una indisimulada condescendencia durante siglos.
1.- Soft Kung Fu – New Wuxia
Pocas cosas hay más chinas que el wuxia, un género donde se mezclan artes marciales (en las que si puede haber involucrado algún instrumento cortante, tanto mejor) y un código de honor basado en la propia estima y su percepción por parte de los demás (la dichosa reputación, vamos). Caballeros andantes dispuestos a impartir justicia, escuelas emperradas en demostrar que son las ‘más’ mejores y héroes, en suma, obsesivos y medio célibes.
A la cabeza de todos estos cultivadores de los códigos honrosos de antaño, Xu Haofeng. Xu fue el coguionista de la última película de Wong Kar-wai, The Grandmaster (2014), y la verdad es que se escuchan ecos de esta en El maestro (2015). Vuelve a haber una competición por acumulación, en la que un recién llegado deberá de derrotar a 8 dojos a través de un discípulo local, a quién transmitirá en un tiempo récord todos sus conocimientos. El anónimo acarreador de mercancías varias acabará transmutado en temible luchador, sin saber -¡criatura!- que no es más que el instrumento elegido por su maestro para satisfacer ambiciones personales.
Como aficionado al cine (que no a las artes marciales) lo primero que sorprende de El maestro son sus aires sofisticados. La pareja protagonista es más posera que los vampiros de Sólo los amantes sobreviven (Jim Jarmusch, 2013); tanto el maestro pretencioso que practica el Wing Chun como la mujer marcada por su pasado y forzada a cultivar el pragmatismo emocional.
Las coreografías viven su clímax en un callejón estrecho, donde nuestro antihéroe deberá batirse con todas las escuelas habidas y por haber, mientras su fatalista mujer lo aguarda camino de la estación.
Es curioso el caso de Xu Haofeng, que recibió también el premio a la mejor contribución artística en esta primera edición del Lychee Film Festival Barcelona. El propio director lleva aprendiendo artes marciales desde bien joven, incorporando el estudio de mil y un géneros y modalidades en su obra y siendo él mismo maestro en varias disciplinas. Antes de dedicarse al cine publicó un libro basándose en sus propias experiencias (The Bygone Kung Fu World) y el mismísimo Chen Kaige adaptó para la pantalla grande su siguiente novela, Monk Comes Down the Mountain. Director de cine desde 2011, ha tenido tiempo de filmar cuatro largometrajes, tres de los cuales se han podido ver aquí.
Mucho más estimulante resultó El arquero (2012), otro camino de perfección –entre místico y masoquista- con excelentes coreografías uno contra uno. Vuelve a haber venganzas pospuestas y tipos traumatizados que lo mismo abrazan el kung-fu que podrían haberse decantado por la vía monacal.
El papel de la mujer, en ambas, resulta bastante gregario: tentar al discípulo / maestro en ciernes y desviarlo de sus verdaderos objetivos. El machote, en ambas, resulta entre ingenuo y gañán. Obcecado, incluso.
Contrasta ese rol con el de la heroína de A Touch of Zen (King Hu, 1970), el colosalista y fundacional filme de wuxia con el que se clausuró el festival. En este ella es la dueña y señora de las escenas de acción y su pretendiente –un letraherido bastante pusilánime- no hace otra cosa que correr a remolque de sus cabriolas.
Excesiva, malabarista, desinhibida… una especie de La fortaleza escondida (Akira Kurosawa, 1958) rodada en formato panorámico, que lo mismo se regodea en sus fantasmagóricos decorados durante el primer tercio (ese fuerte en ruinas resultado de las recientes guerras civiles) que se embarca en su tramo final en un alocado sucederse de mamporros con mentor espiritual iluminado.
Rodada en dos partes a finales de los sesenta, la película tuvo que esperar hasta su reconocimiento en el festival de Cannes de 1975 para alcanzar su actual status de culto. Su director, King Hu, cultivó el género en Taiwan y vivió su personal Waterloo creativo con Sworsdman (1990), producida por otro especialista –este, más ochentero- del género: Tsui Hark.
2.- Lo contemporáneo. Urbes y supervivencia.
Blind Massage (Lou Ye, 2015) recordaría de partida al salvaje experimento rodado un año antes por Miroslav Slaboshpitsky, The Tribe (2014). En aquél filme un colegio de sordomudos se convertía, todas a una, en un clan mafioso donde intentar quedar al margen no era una opción.
Sin un pretexto tan perverso, el octavo largometraje de Lo Ye es una apuesta fuerte por acercar ese mar de sonidos y sensaciones que experimentan quienes han perdido o van camino de perder la vista al superpoblado mundo de los videntes.
Los recursos empleados para hacer de esta película un producto dual (consumible por ambos colectivos) son brillantes: desde la –por una vez- imprescindible voz en off, a la tupida banda de efectos sonoros, sin olvidar ese juego de enfoques y desenfoques alrededor de lo que el personaje ve o simplemente adivina. Quizás lo único que esté de más sea precisamente la banda sonora, empeñada en resaltar unos momentos que ya son suficientemente evocadores o impactantes por sí mismos.
Y es que esta pequeña comunidad de masajistas, más o menos bienavenida, se ve sacudida periódicamente por episodios de violencia extrema que impactarán sobremanera a quienes sí podemos ver. Autolesiones, yugulares cuasiseccionadas, abdominales marcadas a cuchillo o un dedo descoyuntado a consecuencia de un accidente doméstico. Como si la relativa e inestable Arcadia en la que habitan necesitase de estos recordatorios del infierno y del dolor, siempre a la vuelta de la esquina.
Las querencias y preferencias amorosas no siempre encuentran la respuesta esperada en el otro. Así que tendremos deseos insatisfechos, triángulos por consumar, puteros deslumbrados y mujeres que ven burladas una y otra vez sus expectativas. Mientras, la megafonía anuncia la sala donde espera el siguiente cliente, dispuesto a repartir halagos (“unas manos excelentes”) y olvidar de inmediato los dramas de los otros, siempre tan aburridos.
Por cierto: Lou Ye reapareció hace seis años tras un silencio de media década como director, “sanción” impuesta por las autoridades chinas tras Summer Palace (2006), una cinta en la que tuvo la osadía de situar la historia de dos amantes en mitad de las protestas de finales de los ochenta en la plaza de Tiananmen. Sí: continúa habiendo temas absolutamente tabú para el régimen de Beijing.
Chongquing Hot Pot (Yang Qing, 2016), por su parte, es una digna película de género al más puro estilo hongkonés. La acción se sitúa en la aquí poco conocida Chongquing, una megaurbe convertida toda ella en municipalidad del tamaño de un país europeo medio (Escocia o Austria) y que tiene una población de… ¡33 millones de habitantes! Chongquing es la ciudad que más crece año tras año del mundo (a un ritmo de unos 100.000 habitantes) y como descubriremos aquí, un escenario ideal para disputas callejeras, emprendedores ingenuos, atracos imperfectos y colegueo en rascacielos.
El Hot Pot del título, por cierto, es una especie de tapeo colectivo propio de la región y el restaurante especializado de los protagonistas tiene también otra curiosa particularidad: se halla asentado en uno de los antiguos refugios antiaéreos, genuina joya turística de la city (hasta tal punto que para no dañarlos la red de metro se vio obligada a excavar la estación más profunda del mundo, a casi 100 metros bajo tierra).
El negocio no va bien y los tres amigos tratan de deshacerse del local. Una deuda con el mafiosote de turno encontrará una solución surrealista: la caja de caudales de un banco a la que llegan por casualidad durante unas obras de reforma. ¿Cómo tomar prestado ese dinero caído del cielo sin verse involucrado en un problema mayor?
Chongquing Hot Pot es muy resultona a nivel visual, pero su discreto guión termina encharcado en un alocado e interminable clímax, que incluirá asaltos a mano armada, travellings bizarros de trifulcas con navajas en lugar de martillos (Old Boy style, sí) y tundas bajo la lluvia en plano cenital.
En las antípodas –en cuánto a estilo, en cuánto a intenciones- se sitúa Tharlo (Pema Tseden, 2015). Un pastor abandona el ganado para bajar a la ciudad y hacerse unas fotos para el carnet identidad, conforme a las indicaciones de la autoridad local. Allí trabará contacto con una peluquera más aburrida que pérfida, que le descubrirá nuevas formas de ocio y lo devolverá a viejas adicciones (el alcohol, en su caso).
Tharlo es un personaje ingenuo, de una pureza sin mácula que encuentra difícil encaje en la así llamada “civilización”. Lo mismo te recita los discursos más memorables de Mao que le da el biberón al más joven de sus corderos, sin importarle mucho el público o la ocasión. Su periplo, que se desliza de lo cómico a lo trágico, revive la más clásica de las confrontaciones en el cine chino: la de lo nuevo y lo viejo, la ciudad y el villorrio. En un nivel de lectura más sutil, la cinta también admite interpretación política: ese Tibet solitario y tradicionalista confrontado con la China pragmática y uniformizadora.
Largos planos secuencia y una fotografía extraordinaria para este Amanecer (W.F. Murnau, 1927) sin redención aparente.
3.- Documentales: frustración individual, frustración colectiva. Bienvenidos al capitalismo
No ha habido ficción que pudiese competir con los bocados de realidad (brutales y a un tiempo esperanzadores) de Aún hay un mañana y Los Van Gogh de China, premios a la mejor película y del público respectivamente.
Aún hay un mañana (Fan Jian, 2016) es un docudrama inspirador que se beneficia de la figura extraordinaria de su protagonista, la poetisa y súbita ídolo de masas Yu Xiuhua. La suya es mucho más que una historia de superación alrededor de un handicap (su parálisis cerebral), hasta el punto de que esta circunstancia acabe pasando desapercibida para cualquier espectador mínimamente sensible. Porque Xiuhua es ni más ni menos que una mujer que quiere amar. A quién ella quiera, por mucho que le pese a Confucio y compañía.
Aunque ella misma niegue similitudes, su circunstancia personal recuerda mucho a la de Emily Dickinson. Aislamiento, la infelicidad resultante de un matrimonio convenido y un orden social asfixiante. En este entorno agrario que dista mucho de ser idílico, la poesía se ha convertido en su último asidero con la cordura.
Pero todo cambia cuando uno de sus poemas es compartido en una red social china (esos sucedáneos que tienen de las más conocidas, férreamente controladas a nivel estatal) por más de un millón de usuarios. He cruzado media China para dormir contigo la sitúa en el panorama literario y su blog se revela como una fuente de excelentes materiales que merecen su publicación en papel.
Su salto a la fama y súbita visibilidad le permite revelar a auditorios entregados sus miedos, deseos y cuitas, no muy diferentes a los de cualquier mujer de su edad con espíritu crítico. Sólo que su recién encontrada independencia económica le va a permitir liberarse realmente de gran parte de lo que le aflige.
Lo único que se le podría reprochar a Fan Jian es el reality que se monta alrededor del divorcio de Xiuhua, con alargadas escenas de reproches en el núcleo familiar que, francamente, no aportan nada en absoluto a la historia.
Nos desplazamos ahora unos miles de kilómetros, de la China profunda a las megalópolis miméticas, para descubrir una de esas factorías anónimas que nutren nuestros mercados de objetos perfectamente prescindibles. Aunque puedan pasar por genuinos van Goghs.
Más allá de la celebérrima solución de Deng Xiaoping para facilitar el encaje interno (“un país, dos sistemas”), lo cierto es que China practica un remedo de economía mixta, definiéndose todavía como estado socialista la propia República Popular. Aclaro este particular porque tanto en Tharlo como en Agosto y esta Los van Gogh de China la crítica al libre mercado es evidente, aunque en ningún caso se planteen dudas sobre el sustrato original, ese sobre el que se erige la supremacía de un Estado –no lo olvidemos- unipartidista.
El documental Los van Gogh de China (Yu Haibo y Kiki Tianqi Yu, 2016) resulta especialmente desolador a este respecto. Aunque ya no exista la planificación propiamente dicha, se estila la especialización de núcleos urbanos enteros alrededor de un producto cualquiera. Ya sea la telefonía móvil, el curtido de la piel o… o las réplicas de las obras mayores de un holandés genial.
10.000 son las personas que se ganan la vida reproduciendo hitos de la cultura occidental que acaban siendo vendidos a las puertas de los grandes museos europeos. Gente que trabaja jornadas maratonianas, comiendo e incluso durmiendo a escasos metros de donde cuelgan las telas por completar.
Imaginaos ahora a uno de estos hombres, auténticos obreros del pincel, engranaje olvidado de una infernal producción seriada. Sin ninguna formación específica, sin ningún conocimiento profundo del mundo del arte. Equipado tan sólo con una fotografía descolorida de la obra en cuestión y dispuesto a reproducir al óleo Los girasoles, Los lirios, La noche estrellada, Los comedores de patatas o alguno de sus numerosos autorretratos. Y llevar haciendo esto mismo… dos décadas.
Su catártico viaje a Francia y Holanda, a los paisajes que frecuentó el genio cuyas obras copia maquinalmente, le provocará una crisis personal devastadora. Enfrentado a los originales, descubrirá que nada de lo que ha hecho tiene, por sí mismo, el más mínimo valor (a excepción del meramente material: enriquecer a su cliente holandés, encargado de revender sus copias por una cantidad pornográficamente superior al que él percibe).
Pero de todo se aprende. El resultado de esta aventura vital (y ciertamente espiritual) será el comienzo de una faceta nueva en su trabajo: la obra propia. El esclavo de las témperas y los lienzos ajenos empezará a emplear su escaso tiempo libre en pintar. En pintar de verdad: lo que a él le guste, a quién el quiera.
4.- Modernidad con mayúsculas
Endiablada resulta la estructura narrativa de la desmadrada En lo más hondo del corazón (Xi Yukun, 2014). Dos cadáveres, un alcalde abrumado por sus obligaciones y una comunidad más particular que la de Twin Peaks.
Un puzzle de 72 horas barajado con tanta maestría, que uno nunca está seguro de haber asistido al último giro, aunque conozca –aparentemente- el desenlace de algunas de las tramas. Triángulos amorosos, infidelidades, crímenes pasionales frustrados, embarazos ficticios, padres encubridores… ¿quién dijo que el cine chino no podía ser transgresor?
¿Y qué decir de Kaili Blues, de Bi Gan? Ya quedamos extasiados tras su pase en el Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona 2016, así que abundamos en lo dicho: el filme con el plano secuencia más inopinado y sorprendente que uno recuerda haber visto en mucho tiempo –casi agónico por el esfuerzo técnico y físico que debió de suponer para los operadores de cámara y del que el espectador es tan dramáticamente consciente, sufriendo con ellos cuando la moto no arranca, cuando el cielo se nubla, cuando emprenden un atajo ladera abajo-.
Un planeta anegado de agua en el que cada cuál vive al ritmo dictado por su propio tiempo, tomando como referencia relojes que se dibujan en la muñeca, que yacen en paredes húmedas o traquetean al ritmo de los vagones. Esferas que avanzan o retroceden impulsadas por las sombras y que nos permiten proyectar vidas propias y ajenas, sumidos todos en una fantasmagoría de geografía difusa y datación imposible. Un sueño transgeneracional, un recuerdo que se proyecta hacia un futuro mutable. Una maravilla.
Agosto (Zhang Dalei, 2016) queda también como una de mis cintas favoritas del festival. Un Amarcord (Federico Fellini, 1973) sutil, una ensoñación alrededor de una infancia situada a principios de los noventa en una China donde el trabajo dejaba de ser una garantía de por vida. En un verano de canícula, siestas y súbitos despertares, nuestro joven protagonista tratará de entender qué suceso traumático rompió la armonía de su reconcentrada familia.
La vida de la región se vertebra alrededor de un estudio cinematográfico, en el que la mayoría tiene alguna ocupación (ya sea como actor, director, montador…) ¿Ocurrió un accidente durante algún rodaje? ¿Por qué el tío no volvió nunca más? ¿Qué rencores guardan algunos hacia la matriarca convaleciente? ¿Cuán importante llegó a ser el abuelo en la Industria local?
Y de telón de fondo, la reconversión de lo público en lo privado, con la esperanza –repetida multitud de veces- de que el cambio no le afectará a uno si es “lo suficientemente bueno”. El orgullo herido del artista que súbitamente descubre una nueva pleitesía: la que se le debe a un patrón que nadie elige.
Sutil y hermosa, Agosto nos dejará con la duda de qué paso exactamente. Una característica en común con las películas más importantes de esta modernidad a la que parece abocada la producción cinematográfica china.
(1): http://www.lejournalinternational.info/es/2017-cinema-chinois-entre-t-nouvelle-ere/