Free Cinema 1951-1959. Un poquito más de realidad, por favor
La 65ª Semana Internacional de Cine de Valladolid le dedicó este año un ciclo al Free Cinema, movimiento cinematográfico nacido para la historia en febrero de 1956, fecha del Manifiesto de los Jóvenes Airados. Una oportunidad única de acercarnos (a través de 10 largometrajes y 8 cortometrajes) a esta primera declaración de guerra contra todo lo impuesto (o meramente supuesto) y que acabó agrupada bajo el muy generalista término de “nuevas olas”.
No os voy a hablar de sus filmes más conocidos, sino justamente de aquellos trabajos en formato corto o mediometraje que antecedieron (e ilustraron mejor si cabe) a las posteriores e imperecederas muestras de cabreo y frustración generacional.
Los protagonistas de estos documentales no se sitúan en una retaguardia rencorosa ni en continuo estado de melancolía a resultas de una inocencia supuestamente perdida. Las recordadas heroicidades paternas quedaban ya atrás en el tiempo y el clásico héroe del free cinema de las cintas de Richardson, Clayton, Losey, Anderson y compañía (malhumorado, antiempático, marginado y aun así con unas ganas tremendas de sentirse parte de algo) deviene aquí ciudadano hastiado, casi derrotado… pero que aprovecha cualquier oportunidad de evasión, de alegría comprimida en un fin de semana. Gente corriente, sin las ansias de trascendencia que veremos en los filmes de los años 60.
The Singing Street ( Nigel McIsaac, Raymond Townsend, James T.R. Ritchie y otros, 1951), el primero cronológicamente de estos incunables, parte de una idea bien sencilla: acompañar a los cantos que niños y jóvenes entonan por las calles de Edimburgo. La verdad está en las calles y no requiere ni siquiera de sonido directo: juegos de ayer y de hoy (del diábolo al escondite) y las aceras convertidas en improvisados salones de actos donde saltar, gritar, perseguir y danzar en corros.
De vez en cuando una letra que nos habla de soldados que regresan o una rima cruel nos recuerda que no hace tanto tiempo del final de una Guerra Mundial. La ciudad, plomiza y meditabunda, parece agradecer estos ripios de quienes algún día pasearán endomingados o camino del trabajo o hacia ningún lugar en particular, abrumados por otro futuro incierto.
Todo ello filmado por los profesores del colegio Norton Park y que visto setenta años después tiene algo de cápsula en el tiempo recién descubierta: así llenaba su ocio la generación de las grandes esperanzas.
Tras el tiempo de los amateurs, llega la hora de los inminentes consagrados. Y uno de ellos fue, sin duda alguna, Lindsay Anderson. Wakefield Express (1952) podría considerarse todo un manifiesto de lo que el Free Cinema pretendía, rodada todavía sin ira. Un periódico ligado a un entorno geográfico, empeñado en relatar la vida de sus convecinos.
La crónica tiene algo de idealizadora: el periodista a pie de calle, el linotipista, el corrector y hasta el repartidor conforman un equipo bien coordinado empeñado en que la comunidad, semana sí semana también, vea reflejada en sus páginas lo mejor de sí misma. También hay canciones infantiles, neorrealismo de carretera provincial y esfuerzo por resultar pedagógico. Recordemos que Wakefield Express fue el encargo de un diario centenario con ganas de reivindicarse, el testigo nada mudo de una sociedad pre-industrial que vio multiplicada por cinco su población y quien sabe por cuánto sus ambiciones.
Anderson va a lo suyo: no le interesa tanto el proceso industrial que facilita la tirada de centenares de copias del diario. La parte de la impresión es narrada con concisión, porque antes ya nos ha mostrado lo que hace necesaria la existencia del rotativo: la voluntad de conocer qué tienen que decir los secundarios de este mundo, como esos deportistas locales que ven cubierto su evento de tercera con la pasión de los grandes acontecimientos olímpicos.
Para los anales quedan esos títulos de crédito convertidos en galeradas corregidas en tiempo real. Pero quizás la mejor pista sobre las intenciones del movimiento lo constituya el momento de la botadura del barco; la cámara no resigue el conocido recorrido del casco todavía seco hasta colidir con las aguas, sino que se queda observando el entusiasmo onomatopéyico de uno de los espectadores.
En O Dreamland (Lindsay Anderson, 1953), el padre putativo del movimiento aplica su mente de aumento (distorsionadora, como toda lupa) sobre los asistentes a un parque de atracciones. El ejercicio recuerda similar al que practicó David Foster Wallace en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, a costa de una feria ganadera en el Medio Oeste americano.
Hay crueldad, hay escarnio del paleto vacacional y hay unas ganas enormes de ridiculizar los usos y costumbres de la sociedad de consumo. Todo ello se consigue: como en un cuadro de El Bosco, los habituales de las atracciones de feria y las torturas medievales convertidas en espectáculos horteras devienen figuras culpables, en fuga continua entre una y otra astracanada.
Pero donde las cosas comienzan a ponerse calentitas es en la Momma Don’t Allow (1956) de Karel Reisz y Tony Richardson. Reisz, nacido en Checoslovaquia, cofundó precisamente la revista Sequence con Lindsay Anderson. Junto a Tony Richardson (que quizás necesite menos presentaciones: el realizador de Mirando hacia atrás con ira (1958) y La soledad del corredor de fondo (1962) que dejó de serle útil a la causa tras el éxito -óscars incluidos- de Tom Jones (1963)) nos invitan a una noche loca en un club de jazz, de esos a los que mamá -como bien indica el título- jamás te permitiría ir.
22 minutos sin diálogo alguno en los que asistimos a los prolegómenos de esta fiebre del sábado noche en la que la ayudante del dentista, el carnicero o la chica que adecenta el frecuentadísimo restaurante cuentan los minutos que les faltan para quitarse batas, delantales y buzos para… para dejarse llevar al ritmo de la música. Por lo menos una noche a la semana.
Parejas que danzan de manera sincopada, mujeres mareadas que no paran de dar vueltas sobre sí mismas. Todo es cuestión de actitud, desapego y olvido. Una pinta de cerveza en la mano, mucho humo y más caras conocidas. El espectáculo merece la pena y hasta algún representante de la alta sociedad se deja caer por el antro (que no son barrios recomendables lo atestigua el gesto del conductor desmontando la insignia en la proa del Rolls). Miradas, estados de trance y hasta alguna desavenencia de pareja.
En resumidas cuentas: la nueva clase trabajadora de postguerra exprimiendo su escaso tiempo libre sin sentimiento alguno de culpa. Faltaban unos años para que los Beatles fueran los Beatles, pero ya se adivina un cierto espíritu transgresor (o unas ansias infinitas de olvidarse del hogar, de la supervisión paterna, del día a día).
En ese mismo registro se mueve la excepcional Nice Time (1957), rodada a pachas entre Alain Tanner y Claude Goretta. Les unía la cinefilia (juntos había fundado a principios de la década el cine club universitario de Ginebra). Tanner quizás sea el más conocido: trabajó en el British Film Institute pero realmente no se casó con nadie (tanto la nouvelle vague como el free cinema lo reclaman a veces en sus listados de “integrantes”), volviendo a su país a principios de los sesenta para rodar hasta 20 largometrajes antes de su retiro, acaecido hace ya 15 años (¡sí, el nonagenario Tanner sigue vivo!).
Este ¡Jo, que noche! en Piccadilly Circus vuelve a ser una radiografía de la sociedad de su tiempo y, una vez más, de sus por aquél entonces rupturistas nuevas formas de entretenimiento. La noche llega a este emblemático punto de Londres y la gente hace cola disciplinadamente para ir al cine, escuchar a algún vendedor callejero o plantearse alguna duda metódica frente a algún cartel sicalíptico. Ficciones, amor apresurado, madrugada avanzada. El monumento todo lo observa, todo lo calla.
Nice Time es un trabajo soberbio en el plano sonoro (escuchamos diálogos de los blockbusters, estamos dentro de la sala de proyección sin haber traspasado siquiera su umbral) pero también en el visual: se adivinan las dotes superlativas de observación de dos cazadores al acecho de algo tan efímero como el disfrute humano. Ya sea este real o aparente, como esa balada tradicional irlandesa (She Moved Through the Fair) con la que concluye y que relata todo lo que se puede o no hacer… “hasta el día de nuestra boda”.
En la misma línea que Wakefield Express (un filón explotado todavía en la actualidad -voces en off al margen- por Frederick Wiseman), Every Day Except Christmas (1957) explora otras “24 horas en la vida de…”. En este caso le toca el turno al mercado del Covent Garden, con más de 350 años de tradición.
Un plan sencillo: seguir la rutina diaria de aquellos que suministran frutas, verduras y flores al principal mercado mayorista de Londres. Los madrugones, el tránsito hacia la capital, la retirada de la mercancía, su exposición. Ah, y la clientela que, de mayor a menor poder adquisitivo, desfila desde las cinco de la mañana en pos de “lo mejor y lo más barato”.
Quizás exista una excesiva puesta en escena: se nota que Anderson dispone a sus protagonistas anónimos de una manera a veces artificial, que les hace hablar a cámara -aunque haya poco sonido directo- con intención épica y mistificadora. Y sí, Every Day… es una oda a la clase trabajadora, a esa gente en la que no nos fijamos (porque sencillamente ya no están ahí cuando nosotros llegamos) y que hacen que todo funcione, que el aparador rebose de productos y de anhelos cítricos.
El momento más revelador, el de la pausa. Cuando ya todo está dispuesto tras las bambalinas, cuando sólo resta alzar el telón y los secundarios se retiran a tomarse un té, a echar una cabezada, a engañar al hambre. Rostros avejentados, ojeras perpetuas y esa sensación de placidez y hastío tras el esfuerzo apenas recompensado. La escena termina con un lento travelling por las flores -epítome de la belleza- dispuestas para su venta. A costa, en realidad, de tanto dolor.
Si para algo sirvió el cambio de rumbo del British Film Institute en 1948 fue para poder dar a luz obras como las dos últimas con las que terminamos este recorrido. Si el nuevo lema de la institución fue “desarrollar la apreciación del arte fílmico”, no cabe duda de que Together (Lorenza Mazzetti, 1956) lo es. Arte, digo.
Una película muda -si exceptuamos la banda sonora puramente incidental, incluidos fragmentos de diálogos, más canciones infantiles, las sirenas de los barcos, la inercia de madera y hierro de las gabarras deslizándose río abajo-, como sordomudos son sus dos protagonistas. Nos hallamos en los arrabales colindantes con el área portuaria y es allí donde nuestra pareja se gana la vida. Alquilan una habitación, tratan de confraternizar con sus vecinos en el pub e ignoran -en la medida que les dejan- las mofas de los chavales del barrio.
No hay más. Y sin embargo, hablamos de gran cine. A la altura de Jean Vigo -en lo que a sensibilidad se refiere- o del Tod Browning de Freaks, tales son los logros de esta balada del diferente, sin posibilidad aquí siquiera de venganza. Un look años 30, sí, merced a la participación en el montaje del mismísimo Lindsay Anderson pero sobre todo al arte de la olvidadísima (murió a principios de este 2020) Lorenza Mazzetti.
Escritora y pintora, Lorenza cultivó el cine (para el que jamás firmó largometraje alguno) básicamente en la década de los años 50. Together sirvió de glorioso prólogo a la lectura del manifiesto de aquel invierno del 56, una llamada de atención a favor de esta otra forma de hacer cine, alejada de boyantes superproducciones y manidas ficciones. ¿Podía la realidad acabar resultando apasionante?
Por último, Elizabeth Russell y Nicholas Ferguson filmaron e interpretaron Food For a Blush (1959), una muestra de cine experimental que se desmarca claramente de todo sobre lo que hemos hablado hasta ahora. Surrealista y consecuentemente alocada, la trama arranca con una boda entre ruinas y termina con un reencuentro a pie de cementerio. Por el camino asistimos a los devaneos sentimentales del protagonista, a quien eso de la monogamia no parece interesarle mucho…
Estas ocho joyas conforman un recorrido imprescindible por la génesis del Free Cinema, incluyendo los primeros trabajos de quienes acabarían diciéndole a aquella sociedad británica de rey y patria que el imperio, a su entender, no parecía amparar a todos. Si supieran lo que estaba por venir…