Flannery O’Connor: católica y nihilista

“Mi publico son las personas que creen que Dios ha muerto.” Flannery O’Connor

Todavía nos faltaban nombres para completar el abigarrado cuadro de los escritores arrebatados por el sur de los Estados Unidos. Harper Lee había sido la anomalía, la escritora de un solo libro que mayor fortuna hizo entre tres generaciones de lectores ávidos de determinar cuán profunda podía ser la América pre-Kennedy. Pero también había sur –no estrictamente geográfico- en el Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, la A Sangre fría de Truman Capote o en el Suttree de nuestro contemporáneo Cormac McCarthy. Más allá de lo que dijese el mapa, el sur era aquél estado mental que se caracterizaba por la derrota supuestamente digna, la sobredosis de beatería, verborrea intrascendente con el vecino e inopinados crímenes a pie de carretera. El sur era (es) la puerta de atrás de un país en continuo idilio con lo grotesco.

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Los antiguos Estados Confederados de América conforman un territorio ideal para los cuentos cortos, para las narraciones autoconclusivas de regusto amargo. William Faulkner clonó su realidad más cercana y la dotó de unas coordenadas ficticias: el condado de Yoknapatawpha, al noroeste del dichoso Mississipi. Allí sucedían cosas bien extrañas: blancos pobres timándose entre ellos, reverberaciones de maldiciones bíblicas que caían sobre estirpes condenadas de antemano, ganapanes que se sentaban a esperar el milagro bajo el precario porche de sus casas. Durante décadas, supusimos que eso era todo.

Pero el universo de ríos, malas cosechas y estrechez mental se expandió definitivamente con la incorporación de un nombre: Flannery O’Connor. Una autora que murió sin haber cumplido siquiera los cuarenta –víctima del lupus, aquella reiterativa obsesión del doctor House- y legándonos un par de novelas (una de ellas, Sangre Sabia, contó con una excelente adaptación cinematográfica por parte de John Huston) y, sobretodo, un conjunto de apabullantes relatos que caben en un volumen de menos de 1.000 páginas.

Los últimos quince años de su vida la O’Connor los pasó hospitalizada o en su retiro campestre, rodeada de pavos reales. Sólo hizo un gran viaje, un grand tour que le llevó a Roma, Lourdes… y también a Barcelona, como si esta fuese también tierra milagrera. Destinos que casan con sus creencias –era una ferviente católica- pero que no encuentran el previsible refrendo en sus historias.

Porque el sur pseudo-cristiano de O’Connor es, por encima de cualquier otro condicionante, terrorífico. Lo lírico termina resultando cruel, grotesco, malvado, retorcido. Y como en las novelas de la escritora norteamericana Alice Munro, las mujeres ejercen de privilegiadas observadoras de las injusticias; garantes de una vida convertida en misa interminable donde se solapan bautismos y entierros.

Sus héroes son jóvenes inexpertos que buscan la confrontación, gritarle al mundo que opinan diferente. Como el protagonista de El barbero, dispuesto a entrar en liza con la fauna bípeda autóctona –y con todo el que quiera oírle- al respecto de una polémica convertida en pulso moral. En realidad, los liberales de estos relatos resultan serlo de boquilla: enfrentados a las dichosas cuestiones de principios, no reaccionan mejor que sus denostados paisanos (en Partridge en fiestas, dos universitarios morbosos claudicarán ante las limitaciones de su discurso; en Los lisiados serán los primeros, un tipo de los que creen en la humanidad sufrirá en sus carnes la norma: que el hombres es un lobo para el hombre. Y si además te ven cándido…)

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Latifundistas venidos a menos con tierras arrendadas a familias de jornaleros que parecen sacadas de La ruta del tabaco de John Ford. El propietario y su eterna convicción de que le están engañando, de que paga de más, de que con cualquier otro le iría mejor. Y que el que llega, por muy buen empleado que sea, siempre estará preparado para aprovecharse de su predisposición a la caridad (La persona desplazada).

Golfillos que van a la caza del pavo y son desvalijados a la puerta de casa, ahítos de gloria y con su captura a la espalda. Niños crueles que mentan a Jesucristo con demasiada frecuencia. Pelapatatas que cambian de mano, piernas artificiales codiciadas por ladronzuelos disfrazados de romeos. Vagabundos que esperan la llegada del profeta, aunque este resulte ser un psicópata. Viejos solitarios que acogen a jóvenes con el único propósito de ser enterrados a la profundidad adecuada (Más pobre que un muerto, imposible). Paletos que van a la gran ciudad y vuelven abrumados (El negro artificial), patidifusos ante el primer encuentro con la diversidad racial.

Antiguos capitostes de la Guerra Civil dispuestos a disfrazarse para una última actuación (Un encuentro tardío con el enemigo). Forasteros que aparecen de la nada y que revelan con sospechosa premura sus aspiraciones vitales: casarse con tu hija tonta (La vida que salvéis puede ser la tuya). Aunque siempre haya un interés oculto, una esperanza secreta: desplumar al contrincante. Y hacerlo de buena fe, mentando a los evangelistas o recitando versículos sueltos. Presumiendo de bondad antes de blandir el cuchillo con la mano libre, la que no empuña la Biblia.

Predicadores que bautizan a niños impresionables. Familiares lejanos que sólo parecen vivir para saborear venganzas pirómanas. Abuelos con nietas favoritas que resultan no ser tan solícitas como parecen (Una vista del bosque). Hijos pródigos que vuelven a casa temblorosos, dispuestos a morir tras una carrera literaria frustrada. Madres aleladas que llevan la piedad cristiana a extremos inadmisibles (Las dulzuras del hogar), madres que le avergüenzan a uno con su emperrada defensa de la segregación racial, aunque a la postre acaben recibiendo exactamente eso que van reclamando: un buen sopapo (Todo lo que asciende tiene que converger).

Quizás el cuento que mejor sintetice su talento sea Un hombre bueno es difícil de encontrar. Una familia emprende un viaje a Florida, con mascotas, niños y una matriarca caprichosa en el asiento de atrás. La abuela está empeñada en desviarse de la ruta y visitar “la casa del panel secreto”. Y todo podía haber sido más bucólico que una ilustración de Norman Rockwell de no haberse cruzado en su camino el Desequilibrado y sus compinches…

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Flannery O’Connor, pícara puritana, emerge medio siglo después de su muerte como una figura preponderante y contradictoria de la literatura del sur. Sus relatos se leen al principio con suspicacia, temiendo que la autora esté tratando de colarnos alguna enseñanza ejemplarizante. Sólo nos hace falta leer un par de ellos para entender sus intenciones y rendirse al juego: la O’Connor está por el reverso tenebroso, por los cínicos presuntuosos, por los criminales que entran en tu vida quitándose el sombrero y cediéndote el paso. Una escritora privilegiada que, como afirmaban en la monografía editada por la biblioteca pública Gerardo Diego de Madrid, “no permitió que su fe le estropeara una buena historia” (1). Mucho debió de rogarle a Dios esta georgiana, pero está claro que cuando sacaba el mazo a pasear… se quedaba más sola que el prota de Old Boy.

(1):http://www.madrid.es/UnidadesDescentralizadas/Bibliotecas/Equipamientos/ficheros/Gu%C3%ADa_O’Connor_pdf-1.pdf

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