Capote, a pesar de Capote

La obra de Truman Capote (1924-1984) cayó en el dique seco a mediados de los años setenta. Bueno, fue Capote el que de hecho entró en barrena tras haber dado lo mejor de sí mismo (más de seis años entre documentación y elaboración) durante la revolucionaria escritura de A sangre fría. Aunque también cabe otra explicación menos sofisticada: entre la vida y la eternidad, el norteamericano siempre prefirió la vida (o el alcohol y los fármacos, según sus críticos más tendenciosos).

El frecuentar la alta sociedad debía de servirle de fuente de inspiración para su última –y todo el mundo suponía que genial- novela: Plegarias atendidas. Aquél Proust de Manhattan se había hartado de ir a fiestas de postín, rajar de aquellos animales hermosos en petit comité, ser el receptáculo de mil y un secretos inconfesables, bailar con la Monroe y… pasarse un poco con los cócteles, para qué negarlo. Hacía tiempo que no publicaba material realmente nuevo: parecía que volviese una y otra vez a textos preescritos décadas atrás. ¿Desidia o ausencia de disciplina? Recopilatorios con sus cuentos, con sus artículos de viaje… ¿y qué había de la gran novela americana (¡otra vez!) que iba a radiografiar con inquina las miserias de la aristocracia estadounidense?

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Plegarias atendidas iba a ser la respuesta a todo. El contrato por esta novela (que sólo se publicaría, de manera póstuma, 20 años después) le supuso un adelanto de 250.000 dólares (una cifra astronómica hace 50 años… ¡y ahora!) en 1966. Fueron años de esplendor, de reconocimiento, palmaditas en la espalda, casas de campo y embarcaciones de recreo. Entre luces de neón y matasuegras, el tiempo pasaba y la fecha de entrega se acercaba: 1 de enero de 1968.

Ni de coña. Como nos cuenta su editor (Joseph M. Fox), Capote acabó engañándoles a todos. Instó a que el contrato original se substituyese por otro donde se hablaba de tres libros en lugar de uno, con nueva fecha de entrega (enero de 1973) y nuevo adelanto. Después fue septiembre de 1977. Más tarde, el 1 de marzo de 1981. Y Capote seguía viviendo de rentas, de los anticipos de algo que ya no volvería a hacer (escribir un libro de cabo a rabo) y de las reediciones de sus greatest hits.

Cuatro fueron los capítulos que completó: Mojave, La Côte Basque, Monstruos perfectos y Kate McCloud. Fue el propio Capote quién decidió publicarlos con cuentagotas, tratando de valorar el impacto que iba a tener su experimento. Y no, no calculó muy bien: La côte vasque “produjo una explosión que conmovió a la pequeña sociedad que se había propuesto describir. Prácticamente todos los amigos que tenía en este mundo le condenaron al ostracismo”.

Capote –ante todo, una actitud- pretendió no darse por aludido. “¿Qué se esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. ¿Es que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerles?”. Truman había acabado siendo esa figura imprescindible en cualquier evento, ágape o reunión mundana. Un sujeto encantador que soltaba boutades, sonreía y deslumbraba a todos con su ingenio. Pero no iba de farol. Estaba trabajando.

Pero por mucho que lo negase, el autor de El arpa de hierba, Desayuno en Tiffany’s o Música para camaleones sí estaba afectado. Desde septiembre de 1977 sufría una crisis creativa y personal, aunque aprovechaba cualquier entrevista para asegurar que sí, que había acabado el libro, que ya lo había entregado a Random House. Mentira. Su talento flaqueaba y hasta la Paramount se permitió el lujo de rechazarle el guión de El gran Gatsby que dirigiría Jack Clayton.

Plegarias atendidas –o mejor dicho, los tres episodios que se publicaron de lo que debería de haber sido Plegarias atendidas– es una novela moderna, rabiosa, inmisericorde. La historia de un chulo arribista dispuesto a trajinarse a quién haga falta con tal de ver despegar su carrera literaria. Olvídense del Capote poético, evocador o filoperiodístico. Autorretrato del artista adolescente… pasados los cincuenta. Imagínense los chismes de la prensa del corazón bien contados y mejor escritos: el amarillismo transformado en demoledora crónica de salón. ¡Ah, y sin censurar!

Indolente, oportunista, falsificador, puta barata… P.B. Jones, el protagonista, no escatima adjetivos para describirse a sí mismo (“un hijo de puta, pero me perdonaba a mí mismo, ya que al fin y al cabo era un hijo de puta nato, un joven con talento que sólo estaba comprometido con su talento”). Abandona el orfanato y la tutela de las monjas para hacer auto-stop, montarse en Cadillacs junto a tipos robustos y dejarse llevar. “Había pocas cosas que no hubiese hecho por cinco centavos de chocolate”.

Su camino a Nueva York está plagado de encuentros lúbricos con directores literarios reprimidos y autoras necesitadas. Así despacha a una de sus mecenas: “igual que el valor de los diamantes, su prestigio exigía una producción controlada y limitada, y, en ese sentido, tenía un éxito regio, era la reina del timo del escritor residente, el negocio de los premios, la mierda de las subvenciones-auxiliadoras-para-artistas-necesitados”. P. B. Jones es cruel con quién no le apoya y desleal con quién lo tutela. Un cuervo malcriado que prefiere sacar dólares a cebarse con ojos ajenos.

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Su retrato de un colectivo endogámico y hedonista no escatima detalles (“Dios mío, si a Kate le salieran tantas pollas como le han metido, parecería un puerco espín”). Personajes ficticios y reales (Cocteau, Camus, Beckett, Colette, Sartre (“el estrábico y pálido fumador de pipa”) y Beauvoir (“su amante solterona (…). Se quedaban apuntalados en una esquina como dos muñecos de ventrílocuo abandonados”) o la mismísima Greta Garbo (“el conjunto había adquirido un aspecto vencido por el tiempo, seco y ventoso, como un templo abandonado, algo perdido en la selva de Angkor Wat. Pero eso es lo que pasa cuando te pasas la mayor parte de tu vida amándote a ti mismo, y ni siquiera mucho”). Encuentros con grandes damas yacentes y diálogos tan brillantes como el siguiente:

– Dígame, ¿qué espera usted de la vida? Aparte de fama y dinero: eso ya lo doy por supuesto.
– No sé lo que espero –le dije-. Sé lo que me gustaría; me gustaría ser un adulto.
– Ah, pero eso –dijo- es lo único que ninguno de nosotros podremos ser nunca, personas adultas.

Nuestro pilluelo libertino acaba ejerciendo de masajista y chapero a tiempo completo… con clase, eso sí, con mucha clase (“¿hay algo que no esté usted dispuesto a hacer?”. “No pondré el culo”. “¿Se trata de un prejuicio moral?”. “No, no es eso. Se trata de almorranas”). Y sigue tratando de hacerse un nombre como escritor. Atención a esta párrafo que rezuma sinceridad: “En realidad los alcohólicos despreciamos el sabor a alcohol (…) Todo empezó hace siete años, cuando los críticos se volvieron contra mí. Todo escritor tiene sus trucos, y los críticos, tarde o temprano, terminan por descubrirlos. Y mientras te tengan fichado, muy bien, les encantas. Mi error fue que me harté de mis viejos trucos y aprendí algunos nuevos”.

Mientras tanto, sus amigos con posibles le permiten ver mundo, grand tour incluido. Venecia, París, Tánger… encuentros inesperados en los bares de los hoteles más exclusivos y un nombre de mujer (¡Kate! ¡Kate McCloud!) que se antoja el némesis de nuestro ¿victorioso? antihéroe.

Varado en el antro de moda (La Côte Basque) abandonamos por siempre jamás a este depredador que escucha, ve y calla; vida contemplativa y fútil dedicada a recopilar anécdotas ajenas, hacer de chico de compañía de viejas gagás y tratar de vivir de una pluma escasamente ingeniosa. Y es que la mayor crueldad que cometió Capote en este libro fue para consigo mismo: uno de los imprescindibles del siglo XX tratando de pasar por mediocre.

Hace unos meses que vio la luz Yates y cosas, un manuscrito inédito que parece ser el extracto de otro de los capítulos de Plegarias atendidas. A saber. Con el material póstumo de los grandes, las fanfarrias editoriales siempre le ponen a uno a la defensiva. Quién sabe si el libro completo se encuentra escondido en alguna caja fuerte, como presume la leyenda urbana, u obra en poder de algún ex-amante con visión de futuro. No le den más vueltas. Tal y como está merece un puesto de honor junto a otras grandes novelas inacabadas que quisieron y pudieron retratar su tiempo: El castillo de Franz Kafka, El amor del último magnate, de Scott Fitzgerald o 2666 de Roberto Bolaño.

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