John Fante: el escritor maldito que inspiró a Bukowski

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«Hete aquí viviendo como un gusano día tras día, genio del hambre, fiel a una vocación sagrada. ¡Tu valentía es envidiable!» Arturo Bandini

Media docena de novelas (ninguna de las cuales supera las 200 páginas) y un puñado de cuentos. Esa es la obra completa de John Fante (1909-1983), concentrada en dos momentos de refulgir creativo: a finales de los años treinta y a comienzos de los ochenta del siglo pasado. Porque cuarenta años son los que separan la escritura de Espera a la primavera, Bandini (de 1939, primera aparición de su alter ego Bandini) de Camino de Los Ángeles (1985), publicada dos años después de su muerte.

Y es que Fante no tuvo suerte con su pasión primigenia (la literatura, sí). Tuvo que esperar a que un ya muy popular Charles Bukowski lo mentase como influencia innegable para ser rescatado, leído y… valorado, supongo. Ya era demasiado tarde, como siempre lo fue para sus personajes marcados por la fatalidad: el último libro se lo acabó dictando a su mujer, aquejado de ceguera. De alguna manera, quería darle un final consecuente e indigno al impresentable de Arturo Bandini.

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Porque de él, de Arturo, quería hablaros. Aunque su mejor novela quizás sea La hermandad de la uva (1977), lo cierto es que la tetralogía erigida alrededor de la infancia, vocación, primeros trabajos, primeros fracasos y redención de este personaje contradictorio, machito, bebedor e inconstante se sitúa entre lo mejor que ha dado la literatura suicida norteamericana. Esa que está plagada de tipos adormilados en las interminables barras de bares sólo frecuentados por habituales. La que suele incluir escenas en la orilla de la playa, con un coche con el motor en marcha y un cadáver mecido por las olas. O en la habitación de un motel: alguien fumándose un cigarrillo en la escalera de incendios, con miedo a volver a entrar y enfrentarse a la máquina de escribir, amenazante insecto metálico.

Al principio Bandini vive exiliado de su ciudad fetiche, pasando frío en Colorado. Un invierno interminable del cuál sólo se puede sobrevivir con la promesa de… de la siguiente estación. Aquél mozuelo nunca tuvo buena opinión sobre sí mismo ni sobre nadie cercano: “Las pecas le cubrían el rostro, pero él lo quería limpio y despejado. Iba a una escuela católica, pero él quería ir a una escuela estatal. Tenía una novia que se llamaba Rosa, pero ella le tenía inquina. Era monaguillo, pero también un demonio que detestaba a los monaguillos. Quería ser un buen chico, pero temía ser un buen chico porque temía que los amigos le llamasen buen chico. Se llamaba Arturo y quería a su padre, pero vivía con el temor de que llegase el día en que pudiese darle una paliza a su padre. Veneraba a su padre, pero su madre le parecía una cobardica y una imbécil”.

En Pregúntale al polvo (1939), Bandini comienza su idilio con la ciudad de Los Ángeles. Y concretamente con Bunker Hill, el retiro espiritual donde da esquinazo a las deudas, cree escribir libros inmortales y recibe visitas de vecinos gorrones y mujeres todavía más solitarias que él. Tras la Primera Guerra Mundial, el que había sido un complejo residencial exclusivo con casitas victorianas de privilegiadas vistas, se convirtió en el vecindario más superpoblado de toda la urbe. Un lugar ideal, Bunker Hill, para Bandini, el héroe antiglamouroso por definición.

Bandini escribe, Bandini quiere ser publicado. En el momento en que lo conocemos sólo ha logrado colocar un relato corto, El perrito que reía. Pero él persevera, porque si hay algo que tiene claro es que tampoco le gusta trabajar. Así que tirando de cheques que llegan in extremis, pegándole el palo a la familia o recortando considerablemente su dieta, Arturo logra sobrevivir. Porque de eso se trata: de sobrevivir sin traicionarse demasiado a uno mismo.

No lo tiene fácil. Porque sus buenas intenciones chocan con sus tendencias naturales: es manirroto, le gustan las mujeres casi tan inestables como él y tiene un exasperante complejo de superioridad. De esos jugadores compulsivos que no conocen el significado de “las buenas rachas”, porque acuden al casino con un solo objetivo: perderlo todo. Arturo apostará por una camarera que está enamorada de otro. Y escribirá por fin su novela, en el preciso instante en que estalla una guerra y la literatura deja de importarle a todo el mundo. No, nunca tuvo sentido de la oportunidad.

En Sueños de Bunker Hill (1982) retomamos las desventuras del plumilla ganapanes como si lo hubiésemos dejado ayer frente a la licorería… sólo que en la vida de John Fante habían trascurrido cuatro décadas. El ególatra es ahora el que sirve las mesas, aunque el empleo le dura poco: primero será corrector en una editorial superpoblada de gatos y luego pasará a estar en nómina de Hollywood (y aquí uno no puede por menos que acordarse de la novela homónima de Charles Bukowski). Allí se agostará su escaso ingenio, descubriendo –quizás tarde- que le pagan precisamente por eso: por no escribir, por dejar que el tiempo pase, por imaginar historias que otros masacrarán y filmarán (el mismo Fante se refería a su etapa como guionista calificándose como “comecoños de la Paramount” (1)). En el pasillo del fondo, encerrados en sus respectivas jaulas de oro, aguardan Ben Hech, Nathanael West o Dalton Trumbo. Bandini se cansará de recitar versos ajenos y de tener idilios con caseras que le doblan la edad.

Camino de Los Ángeles, publicada en 1983, llevaba escrita desde 1936. Con lo cuál no sería la última aventura de Bandini, sino la primera de todas. Aquél rechazo editorial marcaría la existencia de John Fante y su edición –tras el rescate de la misma por su viuda- permite completar el retrato de este eterno artista adolescente. Sobrado, insufrible, mala sombra, guarrete y petulante. Enamorado del oficio de escribir, aunque sin saber muy bien cómo hacerlo.

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Leyendo a Fante uno descubre sus aspiraciones más inconfesables. Y todo sale de la boca de un personaje ostiable, aunque quizás sólo lo sea por ser capaz de verbalizar esas ansias de éxito y reconocimiento que en los demás nos parecen orgullo fatuo y en nosotros “legítima aspiración”. Fante nos deconstruye y nos ridiculiza a través de Arturo Bandini, el norteamericano que no quiere ser italiano, el italiano que sólo quiere ser un rostro más en la multitud.

Y es que la propia vida de Fante es la demostración, por reducción al absurdo, de que no basta con perseverar. De que las cosas no van a ir bien. Que no basta con desearlo. Y que está bien que así sea, porque eso es lo que los optimistas llamamos “cochina vida” y los fatalistas “realismo sucio”.

(1): ‘John Fante tras los pasos de Bandini’. http://rafaelnarbona.es/?p=12261

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