‘First man (El primer hombre)’, de Damien Chazelle. Ingeniero, astronauta y ausente

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Damien Chazelle, uno de los nombres de moda en el Hollywood de la renovación imposible, tiene una querencia especial por los profesionales. Por la gente que escoge una dedicación cualquiera y está dispuesta a sacrificios mayúsculos -físicos, mentales, emocionales, a veces incluso espirituales- con tal de lograr despuntar en ese ámbito de su elección. ¿Como si se tratase de un émulo bastardo de Howard Hawks?

Quizás el tipo más joven en hacerse con el Óscar a la mejor dirección trate de demostrar lo baldío de todo esfuerzo desmesurado, inconsciente, sin contrapartida que valga a cambio del sacrificio exigido. O quizás trate de colarnos -de una manera más sofisticada y hipster– el lema por antonomasia de su país-quimera: que con un poco de esfuerzo y la falta de empatía suficiente… todo es posible, bro.

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Fijémonos si no en su ópera prima, la brillante Whiplash (2014). El duelo entre mentor-sociópata y aprendiz-maso concluía con una moraleja perversa: quién bien te quiere te hará llorar. No basta con desearlo, hay que estar dispuesto a sufrir y abandonar tu zona de confort para lograr la excelencia. Que te puteen lo indecible para, no se sabe muy bien cómo, erigir una leyenda con la poca salud mental que te reste.

El antimusical La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016) estaba protagonizado también por dos imberbes con un único objetivo en la vida: triunfar. Aún quedando sumidos en la mayor de las miserias personales. Pero sí, triunfar.

En su tercera tentativa, a Chazelle este planeta se le queda ya pequeño. Así que aprovecha para contarnos una historia bigger than life (¿qué os decía de que en el fondo es más norteamericano que los perritos calientes?): la odisea vital y sobretodo profesional de Neil Amstrong, el primer hombre que pisó la luna con aforismo incluido.

La película arranca con un anticlímax arriesgado y brutal: la muerte de una de sus hijas. Un riesgo calculado -todo está tremendamente medido en el cine del realizador de Providence y no lo digo de forma despectiva- que busca la caracterización de este hombre como un ser marcado, incapaz de hacer frente a su tragedia personal y refugiado de por vida en sus proezas en gravedad cero.

La reconstrucción de la carrera espacial de los años sesenta no renuncia a la épica del martirio y la proeza porque sí. Amstrong se ve inmerso en esta vorágine y se erige, casi sin quererlo, en protagonista de excepción de unos tiempos mediocres. Desde el proyecto Gemini hasta los albores de las misiones Apolo, vamos a ver a este Ulises moderno surcar los cielos… desatendiendo bastante lo que ocurre mientras tanto en su Ítaca natal.

Su sufriente Penélope espera y desespera. Espera su retorno tras cada hazaña pero espera, sobretodo, el momento en el que su marido logre afrontar la pérdida y sus devastadoras consecuencias. En el que abandone su alienante dedicación y hable abiertamente de lo que le aflige.

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El bueno de Amstrong, como una buena parte de todos los ingenieros que he conocido, confunde el “estar centrado” con una especie de budismo zen que le permite negar la única realidad de este mundo: el sufrimiento. Un trabajo absorbente -tan absorbente como uno quiera, máxime cuando de su correcto desempeño depende la propia vida- y competitivo, convertido en un objetivo vital en si mismo. Quizás para negarse el derecho a la propia vida, muchísimo más compleja que la física de las referencias no galileanas.

La competencia es quizás la clave de todo. En un mundo copado por militares, el ingeniero se reviste de un laconismo de western, para ser confundido quizás con un tipo frío y calculador. Entre sus propios colegas también es indudable la pugna: por ser el primero en orbitar el planeta azul, en acoplarse a otra nave, en marcarse un paseo espacial… una carrera suicida cuyo único objetivo no es el conocimiento o la necesidad de ir donde no ha ido antes nadie, sino el cumplir una promesa presidencial: llevar un hombre a la luna antes de que concluya la década.

En ese sentido Neil Amstrong resulta ser el tonto útil ideal. Apolítico, inasequible al desaliento, perseverante. Una joyita para un país que no está dispuesto a escatimar costes, embriagando de paso de épica futurista a unos ciudadanos a punto de despertar de la sinfonía interestelar y aterrizar de mala manera en una realidad incómoda que también será retransmitida en directo: Indochina y los civiles muertos como sinónimo de victoria inminente.

Para interpretar a alguien empeñado en la autocontención y la incompetencia más absoluta a la hora de transmitir emociones… ¡quién mejor que Ryan Gosling! Ironías al margen, sus habituales limitaciones se toleran aquí la mar de bien, aunque al principio hasta cante (la escena es breve e incidental: podréis superarla sin síntomas de ansiedad). Reconozcámoslo: Gosling sale airoso, transmitiéndonos el eterno ensimismamiento del personaje, su facultad para estar de cuerpo presente pero totalmente ausente.

Echo de menos una descripción más pormenorizada del grupo humano, de esa triada final que acabó embarcada en el Apolo XI. Chazelle se conforma con pinceladas (el bocazas, el emotivo, el discreto), convirtiendo el último cuarto del filme en un pseudo-documental sin la hondura emocional pretendida. Las barras y las estrellas se imponen al intimismo y la contención.

First Man intenta contraponer al relato de una gesta el drama humano de Neil. Abundan las escenas montadas en paralelo: remaches al rojo vivo en las alturas, familia en tierra danzando en torno a un altavoz. Con escasas excepciones, el astronauta resulta tan mecánico en sus reacciones y en su comportamiento para con los suyos y para con los extraños, que a veces no sabemos si estamos ante el retrato de un ser atormentado o de un adulto con claros síntomas de autismo.

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Los frescos de alcoba y comedor (al más puro estilo Terrence Malick) no nos aproximan más al enigma Amstrong; llegamos a sospechar que este hombre eligió la luna como podía haber elegido Sebastopol: la cuestión parece radicar en no tener que rendir cuentas a mujer e hijos de su estatura como ser humano. Que eligió ser un héroe americano para no enfrentarse al más aterrador de los trabajos nunca realizados por Hércules: ser padre y compañero.

En ese sentido es muy reveladora la escena que cierra el filme. La cuarentena de Amstrong parece marcar el fin de su aislamiento emocional, pero su esposa, cansada y abatida, no se lleva a engaño. El cristal de una profesión obsesiva restará siempre ahí, separándola a ella y protegiéndole a él de cualquier contacto que le permita rememorar el dolor primigenio.

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