‘Otra ronda’ de Thomas Vinterberg. Las edades del hombre

Entre chupito y copazo, entre prueba para dilucidar el grado de intoxicación etílica y reivindicación de las pulsiones perdidas, algo profundo y amargo se adivina por entre las costuras de la última película-manifiesto (¡ah, dichoso Dogma!) del director de Celebración (1998).

Una profundidad que uno podría tachar de impostada, enmarcada como lo está por una de esas citas-aforismo de Soren Kierkegaard, el filósofo de los discursos edificantes y la angustia constante. Como en los tratados medievales con propósitos moralizantes, otro danés nos describe aquí tres de las edades del hombre, las tres por las que él mismo ya ha transitado.

La etapa infantil, esa que consagramos al juego y la credulidad extrema. Está marcada por la docilidad, por la sencilla y directa adopción de los modelos que imponen los adultos. Una fase en la que hasta se puede cantar el himno nacional con la mano en el pecho. Como si significase algo. Como si todavía se pudiese invocar a algún lar protector ligado a la tierra y a los seres queridos.

La etapa adolescente versión escandinava es la del sarcasmo que encubre inseguridades, la del cuestionamiento del orden establecido y la negación de nuestras propias limitaciones. Esa en la que uno se cree aliado de la eternidad y puede empalmar la noche con la madrugada, beber sin resacas mortales de necesidad y tratar de hacerle la vida imposible, en suma, a cualquiera que presuma de conocer “el camino” hacia la salvación, el conocimiento o la vida plena. Todo es todavía posible, quizás porque todavía nada importe lo suficiente.

Y luego está… bueno, luego están los cuarenta o los cincuenta o la maldita onomástica a partir de la cuál te das cuenta de que ya pasaste el ecuador de la vida y andas cuesta abajo (aunque todavía con frenos). La edad que rondan los cuatro protagonistas de Otra ronda, marcada por la constatación más o menos evidente del fracaso vital. Como se entiende eso de “fracaso” en el primer mundo, oiga usted: que nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto.

O traducido a los rituales de paso de una sociedad que todavía es del bienestar: que ya no se está enamorado de él / ella, que el trabajo ha terminado siendo una rutina alienante y que todas las grandes esperanzas de antaño se han visto frustradas por obra y gracia de nuestra incapacidad manifiesta. Nada más. ¿Tragedia, bucle melancólico o patética voluntad de permanencia?

Ante esta (terrible) evidencia uno puede pegarse un tiro, sumergirse en el río a lo Ofelia o… o caer en un nihilismo seudocientífico (y digo lo de seudo porque aquí la cosa es mensurable: tan borracho estoy, tanto más consigo olvidarme de mi mísera condición). El pacto está sellado: beber no para olvidar, sino para recordar un tiempo glorioso en el que todo merecía la pena. O así nos lo pareció.

Mads Mikkelsen arranca la película depresivo, a la deriva en su clase de historia sin receptores interesados ni interlocutores válidos. No es sólo que haya dejado de ser una influencia benéfica para sus alumnos: es que los tiene al borde mismo del motín. ¿Y si el ir medio pedo al aula le ayudase a relajar el ambiente y recuperar sus dotes de pedagogo motivador?

El resto de sus compinches están en idéntica tesitura: abandonarse a la vida burguesa (vuelvo a recordar que estamos en Dinamarca: aquí la clase media lo es de verdad) o ensayar un postrero acto de rebeldía. Como el de beber. Sin pasarse. Solo lo justo.

El entrenador de alevines se verá a sí mismo como un estratega consumado, como un faro que alumbra a unas mentes maleables y permeables. El profesor de música creerá estar al frente de un verdadero coro de voces blancas con acné, dispuestos a elevarse por encima de lo banal y legarle al mundo algún himno memorable. Gloria mundi… ¡nada de transit!

Por supuesto que Vinterberg hace trampa. No les vemos zurrar a la familia o a algún desconocido como consecuencia de sus melopeas. Tampoco atropellar a nadie con el coche. Ni poner en verdadero peligro a ninguna persona más que a ellos mismos. De hecho, el imposible experimento se revela absurdamente controlado, ridículamente racionalista.

Hasta que uno de ellos cae (o quizás recae) en el alcoholismo. Hasta que sus aburridas vidas vuelven a resultarles ansiadas costas hacia las que cuesta redirigir el barco que salió a mar abierta, acostumbrado durante demasiado tiempo a la navegación de cabotaje. Quizás esa la tentación moralista que esconde esta Otra ronda que no es mucho más que pitopausia desbocada, rabia por la juventud perdida e impotencia por unos supuestos ideales pervertidos.

El camino autodestructivo como último vítor de una masculinidad más o menos mostrenca ha contado con numerosos ejemplos a lo largo de la historia del cine. En La gran comilona (Marco Ferreri, 1973), Mastroianni, Piccoli y compañía decidían que no era tan mala idea aislarse de la sociedad, agasajar el estómago sin medida y, ya puestos… pues comer hasta reventar, qué demonios. Tres años antes, Cassavetes había convocado a Ben Gazzara y Peter Falk en Husbands (1970) u otra cana al aire que se les acababa yendo de las manos a unos sujetos con un terror inconfeso a volver a casa. Más recientemente el cine griego nos dio otra muestra de lo que puede pasar cuando juntas a media docena de tíos competitivos y les pones a jugar a “a ver quién mea más lejos”. El experimento se tituló Chevalier (Athina Rachel Tsangari, 2015) y, como en Otra ronda, la moraleja acababa siendo clara: envejece con clase o haber hecho un bonito cadáver a su debido tiempo.

De todo ello yo me quedo en la presente con el polémico baile de Mikkelsen; el único momento de locura verosímil, de genuino abandono. Aunque al final del mismo efectúe la llamada pospuesta y se reconcilie con la única mujer que llegó a conocerlo y, por lo tanto, también a añorarlo. Ese profesor descocado en otra fiesta de graduación ajena, repartiendo sus bendiciones a otra leva de tipos que se creen todavía inmortales. Tocado pero todavía no hundido, pollavieja curioso que se niega a contar batallitas, pero dispuesto a demostrarle a un auditorio igual de perjudicado que el que tuvo… llorará por todo lo que no retuvo.

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