Finales de agosto, principios de septiembre
No recuerdo como especialmente memorable este título de Olivier Assayas con el que acabo de bautizar el artículo. De hecho, he comprobado que todo lo que me pareció “memorable” hace más de diez años, es susceptible de ser revisado (sin carácter de urgencia, eso sí). Apenas una escena subidita de tono con Virginie Ledoyen, a medio camino entre Los idiotas y Eyes wide shut. Hasta me sorprende el que saliese el ahora tan reconocible Mathieu Amalric (estoy tirando de imdb, ese almanaque que te permite olvidarlo casi todo).
Pero lo que sí recuerdo –mira tú que cosas- es la gente con la que la vi, en un piso-zulo de estudiantes (¿quién carajo estudiaba allí?) del barrio de Gracia. Acabábamos de comernos un plato de spaghetti, el culmen del conocimiento culinario del recién independizado. Nuestro anfitrión introdujo el CD –sí, en aquél entonces todavía se hacían estas cosas- asegurando a bocajarro que aquello tenía que estar bien, “porque es del mismo director que Irma Vep”. Los dos invitados nos miramos desde los extremos del sofá, como diciendo: “lo que tu digas, tío. Cualquier cosa que no exija mucho más que mantener los ojos entreabiertos y no salir ahí fuera a enfrentarse al sol de las tres de la tarde”.
Finales de agosto, principios de septiembre en Barcelona. Cuenta atrás para renovar el rito, ese retorno a lo sistemático, a esas tareas tan alienantes como uno permite que sean. Tiempo de recapitular (aquí estoy, sigo sin saber hacia dónde voy, ¿para qué fingir que importa?) y de utopías estériles (me cuidaré más y amaré al prójimo como a mí mismo. Amén). Tiempo de tormentas y estruendos vespertinos, de agua que cae con un entusiasmo simulado, falso adiós a un verano que todos sabemos que se prolongará hasta octubre. Tiempo para redescubrir espacios, para pasear por donde siempre con menos gente que de costumbre. Aunque aquellos con los que te cruzas (con la botella de agua de litro y medio bajo el brazo y una réflex por riñonera) todavía no están de vuelta. Qué va. Siguen en el camino y disfrutan, a su manera, de continuar estando igual de cerca que siempre de lo que ya conocen (¿de qué otra forma se pueden explicar las delirantes colas frente a los Starbucks y Hard Rock Cafe?).
Ausentarse –sabiendo que has de volver, cómo no; puñetera libertad bajo fianza- tiene sus propias reglas no escritas. La primera: durante el tiempo que dura la huída (o la puesta a cero, o esa entelequia de renacimiento sin mística de por medio), no tienes país de origen. Debes de mostrarte del todo refractario a cualquier noticia que huela a… cercanía y cotidianidad. Nada de incendios forestales, ni de políticos corruptos, ni de pretemporadas de equipos de fútbol. Una fantasía que hay que intentar prolongar como sea en el lugar de estancia: ¡prohibido escuchar hablar en tu idioma! Qué bajón, oye. Uno vuela un par de horas en pos del tan cacareado choque cultural, de la extrañeza, del “mira tú qué bien se lo montan estos”. Aunque en cualquier avenida principal de este mundo franquiciado le acabará invadiendo la misma sensación de molicie.
En realidad, todas las reglas diseñadas para que sólo importe el presente se acaban resumiendo en una: no consumirás imágenes ajenas. No verás películas subtituladas en canales alemanes. No irás equipado con gigas y gigas de clásicos con los que rematar una jornada agotadora.
Así que te plantas en casa a finales de agosto, principios de septiembre con un mono visual de tres pares de cojones. Consultas la cartelera: no, al final no estrenaron aquella película que aseguraron que encontraría su hueco en las semanas estivales. El lento pero ordenadísimo goteo de blockbusters, eso sí, no ha sufrido variación alguna. En las fechas previstas y en todos los cines disponibles: se reparten la tarta con la impunidad y el fair play habituales en toda práctica monopolista.
En ausencia de uno el mundo tiene el mal gusto de continuar su curso, demostración palmaria de lo absolutamente prescindibles que somos (no es barrio para megalómanos). Vuelves y… ¿qué te encuentras? Una nueva pintada en el portal –este falo le ha salido mejor al chaval, la línea que delimita el glande tiene algo de Lucian Freud, de Basquiat en pleno arrebato realista, de obra inacabada de Antonio López-, otro amigo que emigra definitivamente y… y una nueva sala de cine que cierra. En orden de importancia este último hecho es el menos relevante, pero es del que hablaremos hoy.
El Lauren Gràcia era aquél cine que estaba allá arribotas, según salías en la parada de metro de Verdaguer. Había una buena caminata y la última vez que recuerdo haberme dejado caer por allí fue para ver… ¿¡el reestreno de La Chinoise de Godard?! La culpa es de Bogdanovich, sí, pero lo cierto es que los cines deberían de recibir cristiana sepultura con una última sesión a la altura de las circunstancias (El Urgell, sin ir más lejos, se despidió con Fast & Furious 6 en el luminoso. ¿Os imagináis un último pase de Lawrence de Arabia o Cleopatra? ¿Qué ha sido de la belleza del gesto?).
¿Cuántos más han caído? Que recuerde, así a bote pronto: el Casablanca, el Rex, el Palacio del Cinema, Renoir Les Corts, Lauren Sant Andreu… menuda década prodigiosa. Sí, los cines cierran uno detrás de otro y así seguirá siendo hasta que bajen del limbo y quieran ver la magnitud de la tragedia, una tragedia que va mucho más allá de las explicaciones habituales (IVA y piratería, cómo no).
Hasta donde yo sé, la gente ve –o consume, mejor dicho- más cine que nunca. En casa, claro está. ¿Cómo recobrar a ese público sedentario? Complicado. La reacción de la industria hay que reconocer que fue farolera: ¡el cine en 3D! El cine a 12 euros la entrada, para entendernos (Ah, pero no: el problema seguís siendo vosotros, que le habéis cogido el gustito a esto del fraude sistemático). En 1992, una entrada de cine costaba 350 de las antiguas pesetas. No se nos ocurren muchas otras formas de ocio que hayan visto multiplicado su precio por seis en dos décadas.
No, no es que la percepción de la gente sea que el cine “sea caro”. Es que el cine es caro. Y lo más increíble es que lo sea todavía hoy, después de cuatro años de crisis en la exhibición e independientemente de los gastos que todos sabemos trae asociada la actividad (alquileres, abusos por parte de las todopoderosas majors, etc). Pero el hecho es que los fines de semana muchas salas siguen poniendo la entrada a 9 euros, como si tal cosa. Y no les tiembla el pulso. El problema es que los jóvenes –los que llenaban las salas y por quienes se infantilizaron gran parte de los argumentos cinematográficos- prefieren meter la bolsa de palomitas en el microondas y ver en el ordenador los últimos títulos, esos estrenos que en la televisión siguen anunciando orgullosamente con la risible coletilla de “sólo en cines”. Seguro, seguro.
Finales de agosto, principios de septiembre y sin fórmulas nuevas. Sin fórmulas propias, siquiera. Tratando de implementar a destiempo las mismas que nuestros vecinos europeos. Por fin se trata de fidelizar de verdad al habitual de las salas más cinéfilas. (Y sí, lo siento: ser cinéfilo significa querer ver algo más que “lo que toca”. Lo otro es consumir cine… aunque todavía haya gente que salga del McDonalds asegurando que sí, que “ha comido”). En Barcelona ciudad, ya puede verse cine por cinco euros –y hasta por cuatro- en el día del espectador. ¿Menos afluencia? Indudable. ¿Por qué debería de aumentar? ¿Dónde está el valor añadido de “ir al cine” en 2013?
Sobrevivirán dos tipos de salas: las que dependan de una productora potente o las que sean capaces de elaborar menús sugerentes, carteleras cambiantes y atractivas. Abogar por la imaginación en la era del colapso económico… algo ingenuo, lo sé. Para ello tienen que llegar más títulos (¿cómo, dónde, de qué manera?); esa es la única solución. Ah, y apostar de una vez por todas por un público adulto, aunque sea por motivos pragmáticos (es el que ahora tiene la pasta, recortada sine die la paga del domingo de los pequeños dictadores de la casa).
En este escenario cambiante tampoco deberían de perdurar los medios de reconocido maridaje con la mediocridad. Aquellos que alaban sistemáticamente lo que todos encontramos indigesto, a veces incluso insultante. ¿Fraude? No, hombre, la belleza está en los ojos del que mira (no despreciemos sus también muy pragmáticas razones: la publicidad y el lema por antonomasia del tendero hacendoso (“quién paga manda”)). No, no son tiempos de andarse con chiquitas: tenemos que ser más expeditivos a la hora de alertar sobre lo infumable. Porque ya no sólo es una apreciación estética: que te pispen 9 euros por ver una película mala es un puñetero atraco.
Esta vendría a ser mi particular Jauja. Una ciudad sin tantas salas, quizás, pero más repartidas y entre menos mangarranes. Una ciudad donde los estrenos minoritarios (una o dos copias) no tengan esa apariencia de clandestinidad, de “perdonen ustedes pero aquí les presentamos esta película tan interesante que a buen seguro ya se habrán bajado de la red”. Que no haga falta esperar dos y tres años para poder ver El estudiante de Santiago Mitre o Blue Valentine de Derek Cianfrance (¿alguien cree que a quién le interesaban estos filmes esperó?). Que existan salas donde realmente se proyecte cine alternativo (¿veis alguna en el circuito comercial actual?), que director y público se conchaben con fines bien egoístas: mostrar su película a una audiencia variopinta, poder ver ese cine a precios de semanario dominical. Saltarse de una vez por todas a todos esos intermediarios que amenazan con convertir a una de las artes más populares en una de las más aburridas, emperrados en limitar los riesgos a base de la repetición, la publicidad engañosa y una carpetovetónica concepción de lo que es y no es “espectáculo”.
El mismo Steven Spielberg declaraba hace un par de meses que “la industria del cine va a implosionar”. Sólo haría falta que entre todos contribuyésemos al fracaso en taquilla de tres o cuatro cintas de alto presupuesto para que la sacudida afectase a los propios fundamentos del negocio. Que el castillo de naipes cayese para que, quizás, vivamos un renacer de la autoría similar al de principios de los setenta (en realidad, su parlamento en la Escuela de Artes cinematográficas de la Universidad de Carolina no dejaba de tener algo de patético, poniéndose a sí mismo como víctima del conservadurismo de los productores, los mismos que hicieron que Lincoln casi fuese una serie de la HBO en lugar de una película. Vamos, que no nos da mucha pena el señor Spielberg).
En realidad, finales de agosto y principios de septiembre no deja de ser un Año Nuevo encubierto. Dije que no lo haría y sin embargo heme aquí confeccionando otra lista de buenos propósitos de cara a la nueva temporada. Incluso hablándoles de cine, cuando las únicas motivaciones a nivel audiovisual provienen desde hace tiempo de la pequeña pantalla. No, no se trataba de rasgarse las vestiduras: a fin de cuentas el negocio del cine parece controlado por una banda de corsarios y bucaneros que acusan a todo Dios de pirateo. Pero yo de vosotros trataría de comprarme un proyector de segunda mano para el comedor de casa porque el cine, tal y como lo entendemos, está a punto de cambiar para siempre. Y uno no tiene la impresión de que pueda ser a peor.
Era sólo una nube. El bochorno vuelve y Barcelona se asemeja otra vez a esa urbe moderna y amigable que tanto pirra a políticos y turistas con posibles. Los rusos seguirán preguntando por la tienda de Jimmy Choo de Paseo de Gracia mientras los subsaharianos desplegarán su mercancía en la acera de enfrente, dispuestos a salir a la carrera. “El día a día, joven”, que diría un jubilado desplegando su periódico en un café de Horta.
Y es que la normalidad acaba siendo un concepto bien ambiguo…