‘El síndrome asténico’, de Kira Muratova. La Rusia del eterno año cero

Astenia: Debilidad o fatiga general que dificulta o impide a una persona realizar tareas que en condiciones normales hace fácilmente.

Kira Muratova (1934-2018) había sido despachada hasta ahora como una directora de cine especializada en el absurdo y el gran grotesco. Como si hubiese elegido una tercera vía alejada de la espiritualidad de Tarkovski, pero igualmente hábil a la hora de lidiar con los condicionantes establecidos por el régimen. Autoría, parábola y recreación.

Ya va siendo hora de deshacer malentendidos y de aquilatar su importancia dentro de la cinematografía rusa y mundial. Hora, sencillamente, de ver sus películas y hablar por fin con conocimiento de causa.

Imagen del film El síndrome asténico de Kira Muratova

La Muratova no se lo puso fácil a sí misma desde su mismísimo debut. En Breves encuentros (1967), y por razones de fuerza mayor, se reservó el rol protagónico (primera y última vez). Planteaba un triángulo de amor muy poco edificante entre una miembro (poco entusiasta) del partido, su marido constructor de ciudades (como poco) y… y la inevitable joven que lo enturbia todo. No gustó aquel socialismo trashumante, aquella forma no lineal de contar una infidelidad (o no) donde nunca se sabía muy bien qué era lo que había acontecido primero.

Si esta al menos conoció un estreno minimalista, la segunda (Los largos adioses (1971)) fue directamente “archivada”, eufemismo en tiempos soviéticos para señalar a los filmes que no pasaban la censura estatal. Estábamos ante una obra notable, con claras influencias del cine italiano a la hora de relatarnos una relación malsana entre madre e hijo.

Ocho años fue silenciada la Muratova. En 1979 puede volver a rodar y 10 años después de su come back entrega una maravilla que sirve para explicar su concepción del cine, la Rusia de Gorbachov y, ahí es nada, el sentimiento trágico de la vida de todo un pueblo.

En 1989 pasaron unas cuantas cosas en el mundo. Y Kira Muratova tomó buena nota: el Imperio (a la manera en que lo entendía un Kapuscinski) iba a colapsar de manera inminente. Primero vendría la caída del muro de Berlín y apenas un par de años después, la disolución de la URSS (no lo digamos muy alto, que ahí fuera parece haber mucho nostálgico). Así que los resquicios y las quebraduras de partida ya apuntaban a serias grietas estructurales: ¿por qué no hablar abiertamente de un país narcoléptico, de unos ideales prostituidos, de un dolor que no quería compasión sino venganza y happening a pie de calle?

Si los 80 ya habían sido pródigos en películas aperturistas donde incluso la ciencia ficción se podía utilizar con claras finalidades catárticas (ahí está para demostrarlo la caótica Kin-dza-dza! (Georgiy Daneliya, 1986)), el final de la década nos deparaba una locura… que no lo era ni la mitad que los tiempos que retrataba.

Los asténicos del filme (incapacitados para la vida moderna a la rusa, sin ganas de hacer otra cosa que no sea vagar por las calles en pos de respuestas inauditas a preguntas inarticuladas) son una recién viuda y un profesor de escuela. Deprimida la una y desencantado crónico el segundo: a su alrededor la utopía se ha convertido en una cantinela inconsistente, en un callejón sin salida donde nadie parece dispuesto a gritar bien alto… que no, que nada funciona.

Cuatro años de perestroika y glásnost, de apertura y control de daños en lo económico. Desde 1985, las “reformas generalizadas” no habían redundando en la mejora de la calidad de vida de los rusos… sino más bien al contrario.  El descontento era generalizado, pero pocos creían todavía que pudiese verbalizarse. Hubieron elecciones al Congreso de los Diputados, pero el PCUS todavía parecía sujetar las riendas del sottogoverno (como se demostraría en el golpe de estado de agosto de 1991). ¿La cosa iba realmente en serio? ¿Se podía hablar de todo o solo hacer ver que se podía?

La película de Muratova arrancaba con tres ancianas gritando a cámara que hay que leer más a Chéjov para “entenderlo todo”. Un prólogo maravilloso que nos mandaba directamente al cementerio, al modo de entender la perdida y el dolor a la eslava. Desesperación, cartelería realista y serpenteo laberíntico por entre cancelas de acero.

Imagen del film El síndrome asténico de Kira Muratova

Una mujer abandonada a su desdicha, inconsolable -pese a la insistencia machacona de amigos y familiares-. No necesita asistir al final de la ceremonia, al descenso del finado a las profundidades gusaniles. Deja plantada a tanta plañidera de pega (y a alguno que asiste de demasiado buen humor al sepelio) y comienza a caminar sin rumbo. Pero para ello deberá de encontrar, primero, la salida de esta ciudad de los muertos.

El pasmo de estos tiempos imposibles e impasibles se revela en toda su ridiculez. El alcoholismo, las colas airadas para hacerse con un par de truchas, la superpoblación de filósofos a pie de calle. A la doliente le resulta imposible volver a la rutina alienante de su trabajo; la muerte ha sido el catalizador de esa sensación de extrañeza que ahora invade todas y cada una de sus acciones. Huyendo de la conmiseración y la lástima ajena, envistiendo a perfectos desconocidos, poniendo por fin en duda a la autoridad competente, otro chupatintas que se cree poseedor de una sabiduría inasible (aunque hable poco y dé la sensación de sentir menos). ¿A dónde le conducirá esta deriva, este dejarse llevar por sus bajos instintos y su sinceridad sin filtros?

Llegamos así a uno de los momentos más recordados y fascinantes de la película. Tras prácticamente una hora de cinta, nuestra maestra de ceremonias revela su condición de mero personaje de ficción frente a una audiencia cinematográfica imperturbable. La película “de autor” no tiene cabida en los estertores de la era soviética: tan poco funcional, tan evasiva, tan interpretable. La actriz-viuda escucha con creciente desencanto las llamadas del organizador del evento a establecer un debate con la susodicha, a analizar el filme en esta oportunidad “única”, este careo a priori fascinante con los perpetradores de fábulas.

Pero los rusos no están para cuentos. El cine se vacía hasta quedar tres docenas de militares esperando disciplinadamente su momento de abandonar la sala y… y nuestro nuevo asténico. Un profesor de escuela eternamente cansado, que se ha quedado traspuesto durante la proyección. A él se le cede el relevo a la hora de completar esta jornada particular por la URSS de 1989.

Descubriremos sus ansias de eternidad, quintaesenciadas en un libro que siempre amenaza con escribir -recita de memoria extensos pasajes todavía no puestos por escrito- y que pospone sine die por… por dos o tres latas de caviar. A su alrededor, otro carrusel de decadencia moral institucionalizada: alumnos que repiten la misma cantinela aprendida a buen seguro por sus padres, algún que otro buen samaritano, la visita a una hermana que coquetea con el underground. Una jaula de grillos, una nave de los locos que no parece vislumbrar ninguna costa cercana.

Tanto la literatura (ahí está El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov, pero también El Don apacible del muy soviético Mijaíl Shólojov, todo un fresco de tiempos heroicos aun así dominado por las bajas pasiones, impedimenta perenne para la consolidación de “los grandes cambios”) como el cine ruso (la reciente La fiebre de Petrov (Kirill Serébrennikov, 2021), sí, pero la senda de los héroes fatalistas es interminable: desde Stalker (Andréi Tarkovski, 1979) a Las peculiaridades de la caza nacional (Alexánder Rogozhkin, 1995)), nos han regalado historias de tipos sobrepasados por los tiempos históricos que les han tocado vivir (¿no iba de eso Guerra y paz?). Pero pocas cintas en la historia del cine aúnan con tamaño acierto la denuncia sutil, el esperpento y las ganas de hacer cine de una manera libérrima.

Imagen del film El síndrome asténico de Kira Muratova

En El síndrome asténico está toda Muratova (la escena idílica con música clásica de fondo cortada a machete, transición por espanto hacia una realidad sencillamente fea; el sonido como avanzadilla del cambio de tercio, el abandono espiritual en el que viven los protagonistas, la ausencia de respuestas o explicaciones trascendentales). Pero sobre todo, hay un relato de urgencia de una sociedad en descomposición: ese pueblo ruso vapuleado y condenado a la utopía rigurosamente vigilada, al hambre y a la guerra por representaciones diríase que icónicas de la autocracia. 

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