‘El renacido’: El selfie trascendente

Quizás, como dice otro amigo cuarentón, todo se reduzca a un único problema: el haber visto demasiado cine. No, no me estoy poniendo estupendo. La única posibilidad de caer rendido ante la última machada (supuestamente) formal del director mexicano Alejandro González Iñárritu es desconocer que antes de él hubieron dos realizadores llamados Andrei Tarkovski y Terrence Malick. O una película titulada Dersu Uzala (1975, Akira Kurosawa). O Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972, Sidney Pollack). O Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola). O…

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¿Lo veis? Ya lo estoy haciendo. Poniéndome estupendo, digo. Escribir de cine conlleva no tanto la obligación de honrar el pasado –un pasado, en este arte, que de tan reciente a algunos se les antoja inexistente-, como la de recordar de vez en cuando de dónde venimos (el a dónde vamos se lo dejamos a Greenaway) y por qué el más moderno de entre los consolidados no está inventando la rueda (aunque se lo crea y eso, después de todo –la inesperada virtud de su ignorancia, digo- se agradezca). Cuando una cámara se regodea en el paisaje a base de pausadas panorámicas y planos secuencia en pos del milagro –atmosférico, casi siempre- tendemos a acordarnos de aquél ruso lírico y escultor temporal (nota mental: lo cuál no es óbice para reconocer que tanto Nostalgia (1983) como Sacrificio (1986) me parecen peñazos aletargantes). En fin, que ya está bien de mentar a Andrei en cuanto un personaje alelado se queda mirando al cielo, algo o alguien levita o se agitan los tallos en un campo a medio cosechar.

¿Por qué sale también a la palestra el nombre de Malick? Pues por la “trascendencia” y el rollito panteísta (Dios está ahí, tío, ¿no lo ves? ¡Hasta debajo de las piedras!), el pecado capital de esta cinta con inusitadas ambiciones (nueva nota mental: las últimas películas de Terrence Malick empiezan a parecer Iñárritus malos, lo cuál cerraría de alguna manera el círculo o la espiral, esa que tanto les gusta a los dos).

También hay un río, hombres armados, tribus antediluvianas y una barca que navega sin esperanza (nos gustaría pensar que remontando la corriente, para completar la referencia). Y eso nos remite al capitán Willard y sus alegres muchachos. Y clases de supervivencia a cargo de un aborigen autosuficiente… y ahí surgiría el bueno de Dersu Uzala y la mítica coproducción rusojaponesa de El Emperador. Incluso flashbacks y flashforwards místicos en los que entrever a familiares muertos en matanzas rituales muy en la línea del Ridley Scott de Gladiator (2000). Todo ayuda.

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Pero El Nuevo mundo de Iñárritu –tan remingtoniano, tan deudor de su superdotado director de fotografía, un Emmanuel Lubezki que puede obtener este año su tercer oscar consecutivo- se ve lastrado por la necesidad de su protagonista, Leonardo di Caprio, de demostrar sus aptitudes como concursante de reality extremo. Leonardo atacado y martirizado por un oso, en una escena que hubiese hecho las delicias del mismísimo Marlon Brando. Leonardo reptando, tragando tierra y regurgitando su espumosa bilis (¿un autohomenaje a la escena del noqueo por drogas de El lobo de Wall Street?). Leonardo aficionándose al sushi, sin salsa de soja para acompañar. Leonardo carnívoro, azote de veganos. Leonardo pasando mucho frío. Leonardo, en suma… puteado.

Y Leonardo actor limitado, más limitado que nunca. Con una actuación reducida al principio de acción-reacción: sal del hoyo, tírate por aquí, dúchate en mitad de la nieve… sufre, maldito, sufre. Ni que decir tiene que la del divo californiano es la definición de la anti-composición dramática: la profesión reducida a una performance grotesca, a un comer y potar, apoteosis feísta con torso pustulento marcado por el abrazo del plantígrado. Estamos tan acostumbrados a que este tipo de cosas se acabe recompensando con la estatuilla dorada que no nos extrañaría nada que Leo, at last!, se llevase su dichoso premio, en una edición con un perfil bastante bajo en esta categoría.

Pero volvamos a Iñárritu, que recién venía de firmar la muy interesante, resultona y hasta esperanzadora Birdman (2015). Su pasión por los planos secuencia comienza a recordar a aquél cuelgue que le dio a finales de los cuarenta con el mismo asunto a Alfred Hitchcock, para desespero de Ingrid Bergman en Atormentada (1949). Todo integrado en una narrativa ampulosa, reforzada por un seguimiento obsesivo de la acción. (Tercer y último apunte: quizás el formato Ultra Panavision 70 de Los odiosos ocho (2016, Quentin Tarantino) hubiese tenido su razón de ser en una película como esta. Y quizás la próxima película de Iñárritu –tan necesitado de sorprenderse a sí mismo- acabe discurriendo entre cuatro paredes, hastiado de tanto espacio abierto y postalita de parque nacional).

El renacido no es una mala película, con todo. Hasta podría tildarse de pastiche inteligente, con genuinos momentos de inmersión en esa Naturaleza amenazante pero hermosa (como pasaba con Vittorio Storaro, uno empieza a sospechar que la “cinematografía” en las películas de Lubezki lo convierte directamente en co-autor: ¿es este otro mérito suyo?). Nadie le niega sus logros técnicos, pero sus carencias a nivel emocional -si: justamente esas emociones que siempre ha tratado de suscitar Alejandro en el espectador, por fragmentado o enrevesado que fuese el relato- resultan avasalladoras: el error de casting de Tom Hardy –malote sin matices para una epopeya que quiere ser impactante-, la incapacidad de su actor principal para comunicar angustia o desespero, las continuas fugas lisérgico-espirituales magnificadas por la excelente partitura de Ryuichi Sakamoto… todo quiere ser grande. Pero algo falla, quizás desde la concepción misma del filme: ¿el querer disfrazar / dignificar el producto con las toscas pieles de la autoría?

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Llegados a este punto, alcanzado este nivel, yo le pediría a Iñárritu que elevase la apuesta. Y que no se conformase con perseguir con su cámara a un actor magullado: que se la preste, para que sea él mismo el que se inmortalice para los restos (un recurso muy de cine porno, excelsa subjetividad). Que la cámara no se contente con inmortalizar grandes horizontes, estampidas, genocidios y suturas. Que reine por fin el selfie, el canto general de uno mismo. Quizás ahí se agazape la dichosa… ¿trascendencia?

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