Duane Michals, palabra de fotógrafo

“Fotografiar la realidad es fotografiar nada”. Duane Michals
Hasta el 10 de septiembre de este año podrá verse en la Fundación Mapfre de Barcelona esta exposición dedicada a la obra (que en su caso es sobretodo la vida) de Duane Michals (1932), fotógrafo autodidacta y reformulador de límites entre disciplinas artísticas.
Michals, que iba para diseñador gráfico, nació para esto de la fotografía por pura casualidad. Y desde esa feliz circunstancia no cesa de dar gracias por no haber tenido ningún conocimiento específico –ningún prejuicio de partida, a su entender- cuando cogió la primera cámara. Porque todo ocurrió por accidente, a resultas de un viaje a la extinta URSS con el equipo fotográfico que le prestó un amigo. Fue allí donde empezó a hacer fotos, centrándose en lo que más le importaría a partir de entonces: la gente (o su ausencia). Una dependienta, un niño con las manos en los bolsillos, tres desconocidas, una vendedora de flores…
Nunca trató de enmascarar sus influencias. En una de sus series más afamadas se dedica a retratar rincones de un Nueva York adormilado y vacío, a la manera de Eugène Atget con aquél París brumoso, superviviente de la ambiciosa reforma urbana ejecutada por el barón Haussmann. Barberías a la espera de víctimas peludas, lavanderías con mudos tambores en serie, naturalezas muertas, escaparates huérfanos de compradores.
Aunque en estos primeros compases de su carrera los referentes de Michals son sobretodo pictóricos. Concretamente, tres grandes a los que admiró y logró conocer en vida: Magritte, Balthus y De Chirico. Y su búsqueda es la búsqueda por antonomasia: la de la luz natural, rehuyendo las sesiones de estudio y enmarcando a sus retratados en el trozo de vida que tiene más a mano. Pero sin delirios de grandeza: Michals repite a menudo que una foto no capta ninguna cochina realidad, que no tiene ni pajolera idea de qué demonios es eso. Se contenta con “su” realidad: con la adaptación de ese mundo que le rodea a sus intereses e inquietudes.
Michals no se muestra ufano ni de la técnica ni de su arte. Cree en el poder de las imágenes a las que se consagra, pero no renuncia a la palabra, a las tiradas que funcionan como cuentos cortos. Y las cosas que dice, los textos –a veces, bastante largos- que circunvalan sus fotografías son a veces igual de importantes que estas. Reflexiones, fugas poéticas, explicaciones para fijar definitivamente el sentido de sus escenas. (¿Sobreexplicativo? ¿O, simplemente, sabedor de las limitaciones de su oficio?)
Escenas en las que abundan los juegos de espejos, las parábolas alrededor de la Creación (El Paraíso recobrado), los ángeles que pierden sus alas en brazos de la mujer madura, abuelos que se despiden de sus nietos a contraluz, encuentros en calles traseras, nuevos constructores de pirámides que hacen trampa con la perspectiva, esperas en el metro que devienen fugas galácticas o apariciones espectrales que eclipsan a niños demasiado curiosos. El poemario en imágenes de Michals (con 5, 7 o los “versos” que hagan falta) es rico y sugestionador: insignificancia, ascos, recelos y refulgires.
Su trabajo más impactante –por lo personal, por lo sincero, por lo descarnado- quizás sea La casa que una vez llamé hogar. Michals retorna al lugar del crimen (al lugar donde se conforman la mayoría de traumas infantiles): las habitaciones donde convivió con unos padres que se quisieron de manera discontinua. Entre chimeneas atoradas, paredes desconchadas y polvo de la memoria, Duane contrapone las fotos de un pasado (nada idílicas, tampoco) con la ruina del presente. Y aprovecha para radiografiar la institución familiar sin ninguna tentación idealizadora.
A Michals también le gusta convertir sus propias fotografías en lienzos improvisados sobre los que dar rienda suelta a sus inquietudes pictóricas, que se mueven entre la abstracción primigenia, el op art y el expresionismo abstracto (a cuyos principales valedores ya había inmortalizado). También tiene tiempo de homenajear el estilo ukiyo-e japonés (encorsetando sus instantáneas en un rompedor formato ‘abanico’) y hasta de tomarle el pelo a la mismísima Cindy Sherman (peluca incluida), denunciando de paso el mercantilismo recién arribado al mundo de la fotografía (o en sus propias palabras, “cómo la fotografía perdió su virginidad camino del banco”). A ese respecto él lo tuvo claro desde el principio: iba a necesitar desarrollar una carrera profesional para poder llegar a vivir de su arte. Responder a la llamada de periódicos y magazines (hacer caja pura y dura) debía de estar perfectamente separado de la fotografía entendida como manifestación artística. Por el camino, eso sí, tuvo la oportunidad de retratar a los ídolos del momento, alejándoles de oropeles y fondos idílicos. Pasolini rodeado de cajas de embalaje, Warren Beatty ojeroso dejando que la habitación se airee, Magritte y su sombrero, Meryl Streep sobreactuando bajo la marquesina de un teatro, Sting vigilado por un esqueleto, Jeremy Irons descalzo, el Scorsese-Jesucristo de los setenta, Andy Warhol en trance.
A sus 85 años, Michals continúa experimentado. En los últimos tiempos coquetea con el video, con el espíritu amateur de un Cassavetes. Sus fotohistorias ya tenían presentación, nudo y desenlace, ya aspiraban a aunar imagen y palabra. Sólo les faltaba el audio; quizás por eso sus cortometrajes –como supondréis, con un cuidado demencial por el encuadre y la puesta en escena- incluyen parejas dispuestas a devorarse entre sí –de palabra y de facto-, mientras danzan ante una cámara-tomavistas.
Porque Michals lo sigue teniendo claro: la fotografía en sí misma es un medio a veces insuficiente para arribar a sus ambiciosos fines.