Destellos de pasado, presente y futuro en el cine del ahora mismo

La libre asociación (los paralelismos forzados por nuestro siempre cambiante estado de ánimo) es una de las más hermosas prerrogativas de la cinefilia. Sí, seguro que la has practicado: el agrupar películas, autores o tempos narrativos en función de tus necesidades emocionales, a manera de improvisación jazzística. El buscar -y siempre encontrar, como en toda profecía autocumplida- extraños momentos de lucidez mancomunada en cintas que no podrían ser más diferentes entre sí.

Concretamente os hablaré de una realización japonesa, otra estadounidense y una tercera venida de tierras lusas. Tres autores contemporáneos que se adentran por otros tantos caminos con la aviesa intención de contarnos… pues lo que creen que está pasando, de qué va esto de la permanencia (y la pervivencia y la persistencia, no solo retiniana) en el año tres después de la pandemia.

El nipón Koji Fukada permanecía inédito en nuestro país, a pesar de practicar un cine que cualquier espectador puede asociar de inmediato con el buen oficio de Hirokazu Koreeda o Riusuke Hamaguchi. Sí, Love Life (2022) tiene algo de las catarsis familiares de Koreeda (Still Walking (2008), por poner un ejemplo) mezclada con esa laxitud existencial (ensimismamiento, mejor dicho) quintaesenciada en la indiscutible reina de las fugas filmadas el año pasado, Drive my Car (2021).

La convoco hoy aquí no por su excepcionalidad, sino por la clarividencia con la que le tiende un puente de plata al pasado de sus personajes. Taeko y Jiro prácticamente se han estrenado como pareja y ya están en crisis, por la sencilla razón de que no han cerrado debidamente las heridas pretéritas sufridas junto (o a expensas) de terceros. El ex -marido de Taeko reaparece así de entre los muertos (o quizás invocado por ellos) y en el caso de Jiro, una novia dolida convencida tiempo ha de que acabaría siendo algo más. Por todas esas cosas que se dicen sin decir en la sociedad japonesa.

Nos quedamos con Taeko. Su sentimiento de culpa -o su afán sobreprotector para con aquel hombre sordomudo junto al que tuvo un hijo- le acaba llevando de vuelta a Corea, tierra natal del susodicho, participando como indeseada testigo de una boda que ni le va ni le viene. La epifanía tiene lugar bajo la lluvia: ningún deber moral le ata ya a un tipo fundamentalmente egoísta, al que podrá abandonar ya sin cargo alguno de conciencia.

Frente a la desgracia (que no revelo) del presente, el bálsamo del pasado. Jiro tampoco ha desaprovechado este inopinado tiempo de parálisis vital que conocemos como duelo: no le ha quedado más remedio que pedirle perdón a la única persona a la que posiblemente había hecho daño hasta entonces en este mundo. Un nuevo punto de partida para los cuatro involucrados o un nuevo ciclo ligado a la redención entendida a la manera budista.

Saltamos ahora hasta el presente desarticulado de una localidad cualquiera de California. La protagonista es Lea, una menor de edad perdida en un verano de laxitud infinita, espera desesperada y, fundamentalmente, hastío mayúsculo. Un tiempo idóneo para tener un mal encuentro con el Diablo.

Nunca llueve en California (perogrullo de musical de los años 50 para la que deberíamos de conocer, a falta de que alguien me confirme la humorada, por el título original de Palm Trees and Power Lines (Jamie Dack, 2022)) es una película de tesis alrededor de la vulnerabilidad de nuestros adolescentes. El Mal no necesita de grandes planes ni maquinaciones moriártycas: le basta con intuir una continua sensación de desconexión, un teléfono móvil con su irrefrenable parafernalia luminiscente y un tipo que te dobla la edad y dice entenderte como solo tú te entiendes a ti misma.

El espectador se va a pasar tres cuartos de hora gritándole a esta criatura abandonada que huya, que corra, que denuncie a su proxeneta tan cutre como mortífero. Ningún adulto va a estar ahí cuando realmente lo necesite, nadie que se pueda llamar amigo con el que sincerarse y del que poder recibir un buen consejo. Soledad en dosis letales.

Lo zafio, lo sórdido es, por definición, lo contrario a la sofisticación. La perversión de menores se produce con unos mecanismos tan rupestres que nos resultan doblemente patéticos y groseros. Nuestra niña -que eso es lo que es- se enamora así de su matarife con la naturalidad de quienes solo pueden contar con la amabilidad de los extraños. Y maldita la hora.

Me podría quedar con la escena del motel, con ese insoportable plano fijo. Pero no, prefiero los momentos aparentemente banales frente al televisor o en la solitaria campa deportiva rodeada de aprendices de manada lobuna. Porque el presente de Lea está marcado por la relación de maltrato psicológico y desprecio reiterado por parte de sus compañeros masculinos de estudios. Por absurda comparativa, ellos -que en esencia ya la tratan a ella y a su mejor amiga como objetos sexuales a los que recurrir sin necesidad alguna de tener que demostrar empatía o la más mínima querencia- son los que la empujan en brazos de un depredador paleto, burdo, mundano y, por todo ello, actual y verosímil.

El presente, aquí, es una pantalla-conjuro que nos liga a quienes no conocemos en absoluto. Quizás porque los que nos trajeron al mundo están demasiado ocupados sintiendo lástima de sí mismos.

Terminamos hablando del futuro. Del 2069, ahí es nada. Para el más veterano de la tríada, Joao Pedro Rodrigues, el porvenir es un funeral de Estado con honores de bombero. Porque el drama, en Fuego Fatuo (2022), es el del príncipe de una monarquía portuguesa (esa que el país no tiene desde el autoexilio de Manuel II, hace más de un siglo) que sensibilizado por la ola de incendios acaecida en su país decide… pues eso, hacerse matafuegos.

El resultado es un musical (o algo así) de poco más de una hora, con loa a la masa forestal, a las coreografías larsvontrierianas y a un pasado colonial que siempre vuelve. El presidente de la República será negro o no será y el penúltimo de su regia estirpe morirá entre flatulencias e hitos pictóricos convertidos en manifiestos políticamente incorrectos.

Tres fogonazos que, a manera de bengalas escarlatas lanzadas en plena noche, aspiran a iluminarnos parcialmente el sendero de baldosas negras… siquiera unos segundos. Para vislumbrar así el porvenir ridículo que nos quedará a resultas de atentar reiteradamente contra los que somos (Fuego Fatuo). O este presente poblado por entes alienados que devienen víctimas propiciatorias (Palm Trees and Power Lines). Y un atisbo, por qué no, de ese pasado aciago, de esos Waterloos personales que creemos superados cuando lo que hemos hecho es enterrarlos a medio palmo de profundidad, en el mismísimo comedor de casa (Love Life).   

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