‘La Novia’, de Paula Ortiz: Lorca in love

Como cada temporada, el cine español lo ha vuelto a lograr, amigos. Una cinta sólida y señera que cumple sobradamente con los exigentes estándares de la crítica, envalentonada y unánime ante este hito que se contrapone a la molicie y la vulgaridad de Ocho apellidos catalanes. Con una factura formal impecable, oiga usted. Con actores guapos a rabiar, capaces además de vocalizar (relativamente, que me estoy viniendo muy arriba con esta falsa loa de arranque). Y con legitimación artística, porque se adapta nada más y nada menos que al Federico García Lorca de Bodas de sangre y eso… pues como que le da un valor añadido al conjunto. Ahí es nada, ¿no?

La-novia

Pues no. La novia tiene algo de Leyendas de pasión de baratillo o más bien de Pasión de Gavilanes a caballo (je) entre la Capadocia y Los Monegros. Concentra los habituales tópicos etno-folclóricos de las películas que se mueren por tener carrera internacional, esos que no deben de faltar en ningún acercamiento a “nuestros clásicos” (y que eran manejados con soltura y ausencia de complejos por el propio Lorca, lo sé). Ya sabéis: varones venados y ebrios de honor, hembras de bandera, viejunas muy de negro que lo ven venir todo a diez años vista, apego al terruño, puñaladas traperas en el camino a la fuente y charquito de sangre que crece y crece, sin que el terreno logre absorber tanto desparrame. Y todo, para mayor pasmo, viene recubierto de un envoltorio almibarado, como si un simple bocadillo de mortadela lo alicatásemos hasta el cuscurro con el ostentoso y dorado papel de los Ferrero Rocher.

Otro desértico paciente inglés con tremendismo, actrices contritas de dolor cayendo de hinojos sobre la tierra yerma, domingas al aire (¿¿??), relinchos, danzas de apareamiento y efebos sosos y apolíneos. Ah, y con ese aire a “gran cine” (seña de identidad de las tres últimas ganadoras del Goya a mejor película: Blancanieves, Vivir es fácil con los ojos cerrados y La isla mínima); tragedia griega, saeta, banda sonora invasiva y pseudo-clasicismo a raudales. Y yo que sigo sin creérmelas…

La boda roja lorquiana conserva el texto, faltaría más. Pero en boca de nuestros entregadísimos protagonistas lo que se dice acaba sonando en ocasiones mortalmente cursi, apenas inteligible entre tanto susurro y comida de oreja. Sin más garra ni mordiente que la de las frentes arrugadas, los desplantes estudiados y el primerísimo plano del repiqueteo de los cascos de un equino contra la dichosa tierra.

Padres autoritarios, mujeres que se resisten a sucumbir al destino ajeno, hombres que sólo aspiran a ser tan hombres como sus madres quieran. Un arranque en el fango muy Lucía y el sexo, para sumergirnos acto seguido en un flash back donde habrá efectos digitales inesperados (Apocalipsis cristalero incluido) y pesadillas premonitorias a lo peli de terror japonesa. Entre medias y antes del fatídico casorio, una puesta en escena que lo mismo nos recuerda al Gigante de George Stevens que a la Medea de Lars von Trier, incluyendo momentazos Malick (manita sobando yerba, amantes internándose en lo verde) o guiños de la puesta en escena a los spaguettis westerns rodados en Tabernas (hasta el padre de la novia tiene un aire a Django jubilado).

El culmen de la (anti)estética de anuncio de colonias se alcanza en ese duelo de dagas de vidriagón que incluye versión “mu” sentida del Take this waltz de Leonard Cohen, más ralentizaciones que en una peli de Xavier Dolan y apología de la plasticidad que desprenden los cuerpos levitantes, como las burbujas de Freixenet pero con blanco ibicenco. Ay, mi madre.

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La transposición de los ritos y leyendas lorquianos tiene algo de impostado, de mix imposible en el que uno se pasa media película temiendo que la cosa termine con el Hijo de la luna de Mecano, versionado esta vez por Amaia Montero o Malú. Quizás la simbología de partida no fuese precisamente compleja. Quizás la clave del teatro de Lorca se halle en esta equidistancia entre el éxtasis y la vergüenza ajena. Y quizás, también, puede ser que nos estemos acostumbrando a sobredimensionar un cine que sólo puede presumir de buena letra… cuando lo que nos van son los renglones torcidos.

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