‘Locke’: la soledad del ingeniero de fondo
Está siendo un año de cine plagado de protagonistas con extrañas ocupaciones. Algunas, casi anticinematográficas. ¿Quién nos iba a decir que un ingeniero sería la estrella del último filme de Hayao Miyazaki y que otro de estos sujetos con una querencia exacerbada hacia los números acabaría siendo el único rostro de uno de los experimentos más estimulantes de la temporada?
Locke es la madre de todas las catarsis burguesas. Prácticamente en tiempo real se nos narra la negra noche de Ivan, responsable de obra sujeto a inimaginables presiones antes de que “su” nuevo edificio sea cimentado. De por sí eso ya daría para una historia que podría explorar los límites de la resistencia humana y de los extraños pactos de sangre que algunos adquieren para con sus obligaciones laborales.
(Déjenme que a partir de aquí tire de autobiografía, porque ahí donde me ven yo provengo de una de esas escuelas de ingeniería empeñadas en enseñarle a uno la falacia máxima: que hay una solución para cada problema. Y no, no la hay. Qué va).
Casi todos los jefes de obra que he conocido –que llevasen ejerciendo la profesión el tiempo necesario, se entiende- han acabado desarrollando algún tipo de neurosis. Creo que el propio cuerpo humano genera este tipo de comportamientos como forma de autodefensa ante tamaña agresión externa. El que no hablaba con su portátil, mantenía largos monólogos en tercera persona consigo mismo o tenía algún peluche sobre el que descargar su ira en la caseta prefabricada convertida en centro de operaciones.
La gente tiende a creer que se necesitan grandes conocimientos para desarrollar este tipo de funciones. Ser un coco, vamos. Y en realidad no es así. Basta con que a uno no le importe dedicar las 24 horas de su vida al trabajo. Basta con que uno venda su alma al diablo a cambio de unas cantidades que hace mucho tiempo que dejaron de ser siquiera desorbitadas. Basta con que uno esté dispuesto a alienarse y no haya dedicado muchas jornadas de su existencia a pensar precisamente en eso… en la existencia, coño.
La obra lo es todo. En esas semanas, en esos meses… el mundo se para. Y lo único que importa es, por ejemplo, que la mezcla para hacer el hormigón sea la correcta. Que los camiones lleguen cuando toca. Que la chupona para vibrar el cemento actúe cuando toca. Que los proveedores cumplan. Que el jefe no de demasiado por el culo. Que…
El complejo de Dios no es monopolio de los cirujanos. En su micromundo –sólo podría darse cuenta de lo reducido que es si fuese capaz de alejarse de él y verlo todo con cierta perspectiva- el ingeniero se cree amo y señor. Puede repartir dádivas. Puede perder los estribos y humillar a quién considere oportuno –a menudo, al primero que se cruce en su camino-. Puede proyectar, psicosomatizar y hasta pretender que controla.
Como capitán del barco, no le están permitidos los titubeos. O al menos, demostrarlos delante de sus operarios. Debe de saber de todo o, por lo menos, saber donde acudir en caso de duda. ¿He dicho duda? No, un lapsus, un error siempre achacable a otros. Él representa el Dogma. Es el hombre de confianza sobre el terreno, la Santísima Empresa en su materialización corpórea.
Diréis que eso es lo que se entiende por ser un profesional. Y que es lo que conlleva, precisamente, la vocación de cada cuál. Y yo digo que no. Que el martirio personal en el ámbito laboral no es más que la demostración palmaria de una preocupante falta de inteligencia emocional. De la cuál, ni que decir tiene, se aprovechan las grandes corporaciones y, en última instancia, la sociedad misma.
Locke (soberbio Tom Hardy) vuelve a casa en su flamante coche de empresa y con el manos libres echando humo. Porque su integridad va a entrar en conflicto con su profesionalidad. Es hora de rendir cuentas, de ser un hombre. Y descubre que para ello deberá de alejarse de su querida obra, a punto de afrontar una de las muchas fases críticas por las que atravesará el proyecto. E ir a reunirse con una mujer a la que no ama y que posiblemente le separará definitivamente de su familia. La buena, la de verdad. Esa a la que ve de vez en cuando.
Demasiadas cosas que decir en tan poco tiempo. Y además, del modo más impersonal posible: a través del puñetero teléfono. Uno se temía que a Steven Knight, en esta su segunda película, le diese por incurrir en los procelosos tópicos del thriller solitario: ampulosas tomas aéreas, cambios súbitos de carril, colisiones en cadena, quién sabe si inmolación final a lo Un día de furia. No, el guionista y realizador británico se toma muy en serio lo que está contando y no incurre en las “fugas de relleno” que sí percibía el espectador en Buried (Enterrado).
Interior, noche. Y poco más. Habrá película mientras el coche esté en movimiento. Unidad temporal y espacial, juego de luces descomponiéndose en la carrocería del auto. Un asiento de atrás vacío donde convocar a los propios fantasmas. En este caso, al otro protagonista por substracción, Rebeca invisible que parece volver de entre los muertos para mofarse de las ironías del destino. El hijo pluscuamperfecto deberá de cargar con el karma del progenitor, incapaz en su momento de reconocer su paternidad. Lo que hace no lo hace tanto por él como por demostrarle a su deplorable ancestro que sí, que había otra opción. Aunque el coste de ser decente también termine abocándole a la soledad.
La tensión se modula con el ritmo de las llamadas entrantes. El de las que se escuchan, el de las que se dejan en espera. Los silencios al otro lado de la línea, un partido de fútbol que sólo aporta alegría a aquellos ajenos al drama. Nuestro ingeniero tira de libro de estilo y sigue queriendo mostrarse impertérrito, aportando calma, evaluando su némesis vital como si del control de daños de una instalación maltrecha se tratase. Su reinado de la razón choca contra la vida: vulgar, caótica e indómita, incapaz de dejarse gobernar por ecuación alguna.
Locke se sabe culpable y único responsable de su sino. Como el filósofo de idéntico apellido, rechaza el determinismo y cree firmemente en la propia experiencia, en ese empirismo que le permite levantar rascacielos e incluso explicar cómo hacerlo a distancia, partiendo de sus propias anotaciones. Si la obra más famosa del pensador inglés fue el Ensayo sobre el entendimiento humano, el legado de este obseso del control con problemas matrimoniales irresolubles vendría a ser una refutación por reducción al absurdo; “humano” y “entendimiento” son prácticamente antónimos. Somos necios. Y nos comportamos como tales a la menor oportunidad, independientemente de nuestro grado de formación.
Con todo, creo que Ivan compartiría sin dudarlo su epitafio: “Detente, viajero. Aquí yace John Locke. Si te preguntas qué clase de hombre era, él mismo te diría que alguien contento con su medianía. Alguien que, aunque no fue tan lejos en las ciencias, sólo buscó la verdad. (…) Virtudes, si las tuvo, no tanto como para alabarlo ni para que lo pongas de ejemplo. Vicios, algunos con los que fue enterrado”.
Gracias por el artículo. Como jefe de obra, es lo mismo que sentí al ver la película, y me identifico plenamente. Si alguien quiere conocer en qué consiste nuestro trabajo, que vea esta peli.