Apichatpong Weerasethakul, enemigo íntimo

Hubo una vez un filme tailandés que me hizo pensar que podría llegar a odiar el cine de autor. Así, en general: sin muchos matices con los que edulcorar mi rendición intelectual. O quizás fuese la acusación de elitismo con la que acostumbraba a resumir un hecho para mí incomprensible: el que algunos disfrutasen de verdad de aquello que yo sólo alcanzaba a odiar cordialmente. (No, no es que temamos la diversidad. Lo que de verdad nos horroriza es… no tener razón).
La película se titulaba Tropical Malady (2004). Y con el devenir de los años, prácticamente se ha convertido en un chiste cinéfilo. Si juntas a dos o más tipos con incontinencia visual, será cuestión de tiempo que salga el tema. Dreyer, Ford, Godard, von Trier… y claro, el tailandés ese… el Apicha. Love it or list it?
Apichatpong te sirve para encasillar, segregar y aprender a desconfiar. Es un filtro perfecto. Sus seguidores se convierten en incondicionales: cada una de sus espaciadas entregas conforman un corpus interrelacionado, un jalón más en su ristra de obras maestras. Y luego, supongo, estamos el resto: los que hemos aprendido a tolerarlo. Sin atender tampoco a muchas razones, la verdad: casi por contraste. (¿Tanto nos necesitamos unos a otros para reafirmarnos?)
Vi en su momento Tropical Malady en un entorno festivalero. Bueno, la sufrí, no os voy a engañar. Me provocó un dilema mulderiano: por mucho que quisiese creer… no podía. Mi desconcierto y aburrimiento se debían, quizás, a que “no me había esforzado lo suficiente” y mis colegas me instaban a que “la revisase con carácter de urgencia”. Y yo pensaba para mis adentros que con una vez había tenido más que suficiente (en mis fantasías me imaginaba al Jack Bauer de la serie 24 utilizando parte del metraje para socavar la voluntad de islamistas radicales).
Con todo, perseveré. Porque cuando a uno le gusta al cine, también tiene la manía de empecinarse en aquellas fobias que entiende como excesivamente personales (nos gusta pensar que andamos tras un filme de nuestro némesis que por fin nos convenza, pero lo que queremos en realidad es cargarnos de nuevos argumentos). Rescaté Mysterious Object at Noon (2000) y me comí en su momento y ya sin tanta desazón Syndromes and a Century (2006)… aunque sin lograr ser rescatado de mi indiferencia. (¿qué era exactamente? ¿Tanto me repelía el cine moroso?).
Así que en 2010, cuando por fin lo premiaron en Cannes, decidí que debíamos de concedernos un tiempo. Por el bien de nuestra (no) relación. Para dejar de hacernos daño el uno al otro. Para ver si yo maduraba y él acababa haciendo películas de superhéroes para Marvel. Para poder soltar algo en plan “os lo dije. ¡A mi nunca me engañó!”.
El tiempo pasa (no tan lentamente como en sus películas). Nos plantamos así en 2016, con el estreno de su Cemetery of Splendour. Y me toca hacer los deberes: comprobar en qué consistieron las memorias pasadas del tío Boonmee y encadenarla con ese pabellón de reposo para narcolépticos. Con mucha actitud, con ganas de ser sorprendido. Rebajando niveles de ironía y sorna. Porque ya hace 12 años de Tropical Malady y, por el camino… algo he cambiado como espectador (¿seguro?).
En una reciente entrevista y al hilo de su accidentado rodaje tailandés (Only God Forgives) Nicolas Winding Refn afirmaba que se dio cuenta rápidamente de que “estaba en un lugar en el que no hay diferente entre el mundo espiritual y el mundo de la lógica”). La posibilidad de que hubiese un fantasma en la habitación de su hija fue tratada por su equipo de producción tailandés como… “una posibilidad real”. Una posibilidad que exigió la movilización de un chamán para llevar a cabo un exorcismo (1).
Quizás sea este el punto de partida imprescindible para adentrarse en el universo Apitchatpong, con Jenjira Pongpas como renqueante maestra de ceremonias: abandonar toda lógica. Porque a pesar de que el haberlas visto de manera consecutiva no se deba en mi caso más que a un mero accidente, lo cierto es que El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas y Cemetery of Splendour merecen ser vistas seguidas. En ambas se apela al mundo supraterrenal y legendario, sin necesitar de una dislocación narrativa tan marcada como en sus obras anteriores. Incluso podríamos atrevernos a decir que Cemetery of Splendour es posiblemente su película más accesible (si por accesible entendemos comprensible y si lo de “comprensible” representa para alguien algún valor en sí mismo).
El tío Boonmee se halla en un estadio de su enfermedad renal que adivinamos fatal. Rodeado de sus escasos seres queridos y de un cuidador venido del país vecino, se encontrará una noche con la sorpresa (en realidad no tanta: son tailandeses, recordemos) de ver sentados en torno a su mesa a sus difuntos mujer e hijo, este último bajo la apariencia de un hombre-mono de fulgurantes ojos. También podremos asistir a sus ensoñaciones: desde una res que vaga en libertad a un idilio prohibido entre integrantes de dos clases (otra vez, dos mundos) irreconciliables.
La aventura espeleológica que culminaba este filme (esa búsqueda del underworld, ese abrazo definitivo con los que ya no están y que nos ayudarán a bien morir) tenía su epílogo en el desdoblamiento vital de un futuro monje budista que escapaba de su celda y de su autoimpuesta frugalidad para… ver un rato la televisión y cenar junto a algún ser querido. Lo extraordinario, en lo ordinario.
En Cemetery of Splendour lo sobrenatural vuelve a convivir con soltura con lo real, sin miedo alguno al ridículo. Puedes recibir la visita de dos diosas agradecidas por tus ofrendas o escuchar a través de una médium a soldados perdidos entre los dos mundos. Se recrean así ambos planos de conocimiento: el legendario (ese en el que los soldados, en continua duermevela, son forzados a combatir) y el estrictamente histórico (la Tailandia contemporánea). Aunque en esta realidad nuestra (en este ‘ahora’) la cosa no pinte mucho mejor: extraños dispositivos prestados por los norteamericanos libran al escuadrón durmiente de las pesadillas, las charlas sobre cremas milagrosas se cuelan en el complejo médico y el hospital provisional parece sitiado por un cúmulo de malos augurios… ¿obras o nuevas maniobras de un estamento militar vigilante, celoso de sus secretos –tangibles o especulativos-?
Apichatpong nos devuelve destellos de un humor más presente en sus primerísimos trabajos: elucubraciones, novios digitales transoceánicos, erecciones involuntarias e incluso algo de escatología campestre. El itinerario nos es ya conocido: personajes parlamentando de espaldas al espectador bajo tejados a dos aguas, tiempo para alguna que otra bizarrada y planos ciertamente deslumbrantes, capaces de provocar embeleso. Porque al César lo que es del César: existe magia en la recreación del paseo por palacio, en el asalto del planeta de los sueños en mitad de la proyección cinematográfica más banal, en el efecto alucinógeno de las lámparas en mitad de la noche, virando del verde al violeta…
Su mundo de aparecidos y reencontrados –de muertos en suspenso, de vivos en retroceso, de rueda de reencarnaciones en formato aspersor, a pie de lago- sigue sin seducirme. Pero esta vez no puedo sino agradecerle sus esfuerzos, abandonado el cripticismo selvático y la parábola etérea. Sus seguidores más acérrimos quizás vean un intento de simplificación, de progresivo acercamiento hacia los no iniciados, de inusitada alegría y de falta de misterio. Por el contrario, yo veo un Apichatpong cínico y peleón, tan disconforme con la realidad que le rodea como esa protagonista que mira, sin parpadear y con mirada alucinada, un imposible partido de fútbol entre montículos, enormes bobinas de fibra óptica y retroexcavadoras tras la portería, a la espera de asentar el golpe definitivo a ese mundo de los que se creen, todavía… ¿vivos?
(1): Sofilm nº 29, pág. 74-75