‘Blue Jasmine’: culpable de no querer saber
Ha pasado mucho, mucho tiempo Mr. Allen. Demasiada agua bajo el puente, como decía Sam en Casablanca. Estuvimos en un tris de negarle más veces que Pedro en plena Pasión, muchísimo antes de escuchar el cacareo del puñetero gallo. Pero… ¡hola de nuevo! Ocho años después de Match point (la última de sus películas con voluntad de perdurar, socarrona y convenientemente cínica, valiente y sí -¿por qué no?-: ¡ambiciosa!). Y después de haber soportado algunos títulos rayanos en la mediocridad más absoluta (no, no hace falta que los repasemos… están en la cabeza de todo cinéfilo desilusionado).
Creíamos que lo habíamos perdido, nos desentendíamos de su incontestable legado y lo imaginábamos forzado a depender de la amabilidad de los extraños. Unos extraños (muy europeos, eso sí) que le instaban a jugar fuera de casa, a hablar de lo de siempre en nuevos lugares del viejo continente. A hacer lo que un cómico nunca puede llevar a cabo sin ser tildado de ombligista: autohomenajearse repitiendo sus (peores) chistes.
La amabilidad de los extraños, he dicho. La referencia a Tennessee Williams y sus turbios barullos sentimentales no es gratuita. Porque como la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo, la protagonista de Blue Jasmine ve frenada su caída libre aterrizando en la casa de un familiar. Como aquella sureña sin posibles, se ve forzada a conocer a esa gente horrible con la que nunca pensó que tendría que codearse… la plebe, nada más y nada menos.
Ella, que había sido la anfitriona de alguna de las fiestas más glamorosas de la alta sociedad neoyorquina. Clasosa, filantrópica y adorable. Ubicua y algo melindrosa, el complemento ideal para la carrera meteórica de un hombre de éxito. Como quien lleva unos gemelos de oro o un reloj de marca.
Sí, Jasmine (rebautizada por sí misma para estar a la altura de su halo) tiene todo lo que una persona –obsesionada por las apariencias- puede desear. Un marido que la adora y le consiente, una ajetreada vida social, un sexto sentido para lo hermoso y lo caro. Ha hecho de lo banal e insustancial su razón de ser. Y se aplica a ello con un sensacional esmero.
Si uno lo puede tener todo, ¿por qué tener ridículos escrúpulos éticos? Como por ejemplo, preguntarle al máximo hacedor de nuestra dicha de dónde sale el dinero (¡quita, quita!). No, nuestra criatura cumple con los fantasiosos preceptos de toda norteamericana de pro (para más información, véase un episodio cualquiera de El vestido de tu boda), resumidos en un axioma disneyano: tener todo el derecho del mundo a ser la princesa prometida de un cuento de hadas edificado sobre la miseria propia o ajena. La ilusión todo lo puede y el dinero ni te cuento.
Pero hete aquí que la pija derrochadora tiene el peor de los reveses imaginables: dejar de tener. Como en las historias que se les cuentan a los niños, la bruja –el Estado, que de vez en cuando detiene a los defraudadores menos perspicaces- ha agitado su varita y la carroza de oro ha devenido calabaza. Hay que joderse.
Y ahí es donde se extiende el paracaídas. O donde aparece esa cornisa salvadora en la que uno rebota en plena caída, a escasos metros del suelo. El colchón tiene nombre de hermana adoptiva, una mujer a la que no le ha ido tan bien en la vida (si por “no ir bien en la vida” entendemos el tener que trabajar para subsistir). Ni en sus peores pesadillas se podía imaginar Jasmine que acabaría en San Francisco, compartiendo techo con mecánicos del automóvil con camiseta imperio, de esos que gritan el nombre de la amada al pie de las escaleras o en mitad de la sección de frutas y verduras (no, Marlon Brando sólo hubo uno). Jasmine se siente violentada y desubicada, como si después de todo no hubiese sido ella la que se labró su presente.
A través de flashbacks tan recurrentes en el cine de Allen –Broadway Danny Rose, Another woman– vamos conociendo más de la pretendida víctima. Y como en las mejores cintas de Eric Rohmer, descubrimos que de corderito no tiene nada. Jasmine tiene más de loba a la que le gusta hacerse la tonta, convenientemente desinformada para que su acomodaticia burbuja no estalle nunca. Sólo así se pueden llegar a conjugar los malabarismos fiscales de su conyugue con una cadena de infidelidades perfectamente previsibles y poco disimuladas (pero muy inconvenientes para la preservación de su mundo feliz).
Pero la Jasmine actriz, la que sabe seducir con un parpadeo lánguido o con un par de comentarios apropiados sobre la vestimenta ajena o el refinado gusto propio todavía hay algo que no controla, que se escapa de los límites de su representación perpetua. Y ese algo es la enfermedad, inopinada y burda. Una patología mental que se manifiesta a destiempo en forma de apuntes biográficos compartidos con extraños, soliloquios en los que se dirige al marido que ya no está y en cuya caída tuvo un papel bastante más activo de lo que en un principio nos parece. Y con el Blue moon de fondo, esa primera canción que los unió y que ahora la separa a ella, cada vez más, del mundo de los cuerdos.
La locura abriéndose paso poco a poco, mientras nuestra protagonista se empeña en negar la cruda realidad. En “seguir estudiando”, ahora que tan solo importa ganar dinero. En pretender ser una decoradora de renombre con pasado trágico. O en creer que el haber tenido más oportunidades que el resto la capacita para emitir juicios morales a diestro y siniestro (¡ella, precisamente ella!).
La nueva película de Woody Allen cuenta con una Cate Blanchett estratosférica, a rebufo de la Gena Rowlands de Una mujer bajo la influencia, pero con la sofisticación fatal y venenosa de las protagonistas de las novelas de Scott Fitzgerald. Coge a su Katharine Hepburn de El Aviador y le da un giro psicótico memorable. Es de esperar que amplíe la nómina de actrices allenescas oscarizadas merced al regalito de este chico judío que va camino de los ochenta tacos (Diane Keaton, Dianne Wiest, Mira Sorvino y hasta Penélope Cruz han disfrutado de su magia y del embrujo –un tanto exagerado- que ejerce sobre los miembros de la Academia).
El Allen de las grandes ocasiones es el de las sutilezas. Su historia sólo patina cuando intenta endulzarla a base de puro esperpento –el dentista en pleno acoso y derribo de la diva, el caricaturesco entorno social de la hermana, con novio choni, hijos terremoto y amantes patanes-; cuando busca, en definitiva, aligerar un drama que pocas veces hemos visto realmente desencadenado y sin matasuegras (quizás en Interiores, September o Melinda & Melinda). Y esta vez no tiene la mala baba de librar a su heroína de un calvario bien merecido (al estilo Delitos y faltas), una vuelta de tuerca que la hubiese emparentado con la Misericordia de Benito Pérez Galdós (nunca les eches una mano a los ricos porque cuando retorne la bonanza volverán a dejarte en la cuneta).
Bah, tampoco nos hagamos los fariseos con Jasmine French. Después de todo, ella es culpable del que acabará siendo uno de los males de este siglo: el no querer saber. Seguir a lo nuestro, confiar en la caridad como nueva forma de “reparto equitativo”, ser incapaces de conectar con quién no forma parte de nuestro –cada vez más reducido- círculo de confianza (sin necesidad de que este sea sofisticado o upper class). Jasmine resultó estar dispuesta a hacer cosas horribles con tal de conservar su estatus, sus incontables “seguridades”. Deberíamos de odiarla y, sin embargo, nos acaba dando la misma lástima que esa hermana tan desafortunada en amores.
Puede que porque, en el estado actual de las cosas, todos nos sepamos capaces de hacer cosas horribles con tal de… ¿sobrevivir?
Bonita crítica, Jorge, le das donde duele. Por lo visto, Allen, mi menda y un 80% de la población tenemos esta desconfianza genética por las clases acaudaladas, los caritativos y los “my friends and me.” Por algo se ha declarado como palabra del año “selfie.” la película me interesó, aunque no me deleitó, pero sí, la Blanchett, astronómica.