‘Blonde Death’, de James Robert Baker (1984). Odio a quemarropa

La historia (personal) del cine es esa que cada cual se construye a base de exageraciones y elipsis interesadas. Lo que creemos saber, lo que reivindicamos una y otra vez en base a un visionado glorioso que se pierde ya en la frágil memoria de nuestra mitificada adolescencia. Una tira temporal que suponemos continua y que en realidad está repleta de agujeros, de vacíos clamorosos, de sobreentendidos que sólo dan una idea aproximada de… de nuestra ignorancia, por supuesto.

En el imposible intento por hacerme una composición de lugar de aquel cine off Hollywood de los 80 que evolucionaría (o degeneraría, opine usted) en el tan cacareado e instrumentalizado indie, rescato Blonde Death en un pase de la Filmoteca de Catalunya, encasillada dentro de un ciclo que han dado en bautizar -morriña de programador cuarentón- Las golfas. Se da así por supuesta su filiación underground, su espíritu de pase mancomunado de madrugada. Aquellos tiempos, sí (me ahorro aquí la loa al genuino espíritu de disfrute tribal que tuvo en su momento la experiencia cinematográfica).

Cartel del film Blonde Death de James Robert Baker

Es difícil explicarle a un neófito el indecoroso placer que uno puede encontrar en el visionado de una película “mala”. Espera, espera. ¿Qué significa eso de “mala”? ¿Que ha sido hecha a trompicones, a salto de mata, sin actores profesionales? Dejad aparcado por un momento ese “criterio de calidad” que creéis parte indisoluble de vuestro canon estético (felicidades por tenerlo: os queda toda una vida para deshaceros de él). Porque os voy a hablar -y en términos innegablemente elogiosos- de un film tosco y bizarro hasta decir basta. Hermosamente casero, hijo rabioso de su época y circunstancia. Una película, en definitiva, honesta, mórbida y divertida a partes iguales.

California, 1983. Tammy está a punto de alcanzar la mayoría de edad y una comezón interna le dice que ya va siendo hora de salir ahí fuera, de desafiar al mundo y escenificar el conflicto generacional de marras. A pesar de un padre pervertido y de una madrastra ultracatólica (o quizás por eso mismo), nuestra rubia prototípica -ingenua, candorosa, heterocuriosa- se las apañará para vivir una aventura a la altura de los clásicos que revisa en la televisión (Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967)), embarcándose en una espiral de lujuria y ultraviolencia de periferia: Magnums, diafragma por estrenar, zumo en polvo, arena en los pies y sociopatía a tres bandas.

Tras ser tentada sin éxito por una lesbiana tuerta (no preguntéis), Tammy caerá en los brazos de Link, un psicópata de gatillo fácil y bisexualidad difusa. Juntos neutralizarán a la madrasta malvada (que le pone los cuernos al padre con un oficiante poco piadoso de su iglesia) y se dedicarán al noble arte del fornicio compulsivo. Como buena discípula de Proust, nuestra rubia se embarca en la búsqueda del tiempo perdido y… ¡vaya si lo recobrará!

Pero nos falta otro invitado a la fiesta: el ex -compañero de celda de Link, un tarado mental empeñado en practicar el Mal aleatorio y la barbarie libre de motivos personales. Entre los tres pergeñarán el inevitable atraco perfecto, tras el cual tienen pensado huir a México (¡por supuesto!) donde una nueva vida les aguarda. Preparaos para un tour de force final que incluye globos oculares lanzados a la trituradora, muertes indiscriminadas en parques temáticos, asesinatos a pie de playa, más vicio, falta de decoro y nihilismo en formato sitcom.

El director James Robert Baker tiene el placer de matar a sus criaturas (indirectamente), en la piel de uno de los testigos de Jehová que visita a la pareja y que los confunde con policías de paisano. La película está firmada bajo el pseudónimo de James Dillinger, un apellido que nos remite al noble arte de asaltar bancos y de morir con clase (a la salida del cine y acribillado por la espalda, o sea, o sea… ¡tan total!).

Fotograma del film Blonde Death de James Robert Baker

Con un guion francamente bueno (plagado de referencias a la cartelera del momento y a los ídolos recién caídos, de Richard Gere a E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), pasando incluso por encima del cadáver de John Wayne), lo cierto es que la huella de esta joya del “háztelo tú mismo” (con 2000 dólares de por aquél entonces, para ser exactos) puede hallarse en no pocos films de la mal llamada modernidad estadounidense.

¿No hay algo de su fatalidad histérica en Amor a quemarropa (Tony Scott, 1993)? ¿De la rechifla y escarnio a los ‘parques temáticos-no lugares’ que sustentaba aquella The Florida Project (2017), del ahora muy oscarizado Sean Baker? ¿Del decálogo del chalado de carretera interestatal posteriormente destilado y sublimado por Oliver Stone en Asesinos natos (1994) o la mucho más risible Kalifornia (Dominic Sena, 1993)?

Por supuesto que ella es deudora a su vez de La huida (Sam Peckinpah, 1972) o de Malas tierras (Terrence Malick, 1973), sin olvidar los excesos -sin pechotes- del cine de Russ Meyer y compañía. El héroe americano -siempre a la carrera- conoce a gente variopinta en su camino a ninguna parte… un refulgir intenso que termina con un bonito cadáver, ya sea por propia iniciativa o por mediación gubernamental. 

Festival de lo políticamente incorrecto, Blonde Death reivindica el goce de reírse de lo que el vecino de butaca puede considerar “de mal gusto” o incluso -¿quién lo duda?- directamente ofensivo y execrable. Exige conocer el código y querer ser copartícipe de la gamberrada, moviéndose en un plano referencial próximo a las primeras películas de Almodóvar o, en coordenadas USA, a la desacomplejada serie B cultivada por un Roger Corman.

Téngase en cuenta que todo esto ocurrió -¿necesita aclaración?- en los márgenes del sistema industrial estadounidense. La cinta fue producida por un colectivo fundado en 1979, EZTV. Y ahí cabía casi de todo: desde proyecciones cuasi clandestinas -en formato video, sí- hasta piezas destinadas a las galerías de arte. Activos hasta nuestros días, la gente de EZTV elaboró una solución “llaves en mano” para realizadores sin obsesiones comerciales: poseía laboratorio de revelado, salas de edición, su propio cine de apenas 100 butacas…

Ideal pues para las aviesas intenciones de Robert Baker, que no eran otras que chotearse de aquella California de casitas pareadas, céspedes en liza y dos berlinas a pie de garaje; de aquella sociedad en la que convivían la sonrisa forzosa del antidepresivo autoprescrito, la desconfianza, el presidente cowboy tiroteado, el misal y las primeras noticias de un virus recién aislado que acabaría siendo bautizado, dos años más tarde, como de inmunodeficiencia humana.

Fotograma del film Blonde Death de James Robert Baker

El propio director fue un californiano criado en el apogeo del sueño americano, casi podríamos decir… un damnificado. Sufrió la intolerancia en el seno de su propia familia y fijó su supervivencia en volcarse en la extrapolación creativa de sus propias vivencias. Tras su rubia mortífera, Robert Baker se centró en su carrera literaria. Poco más de media docena de libros (dos de ellos póstumos), que describen la frustración inherente a un homosexual en plena pandemia de SIDA, habitando un país -¿hubo alguno en el que no fuese así?- convencido de que todo tenía una explicación moral y.. y amén Jesús, apañároslas solos.

En una macabra yuxtaposición entre el plano meramente ficcional y el real, James Robert Baker acabó optando por el suicidio allá por 1997, con 51 años de edad. Y lo hizo por inhalación de monóxido de carbono, como la muerte accidental con la que Tammy se libraba en Blonde Death de sus “mayores responsables”. 

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