Bill Douglas. Autobiografía, despertares y conciencia de clase
La filmografía de Bill Douglas (1934-1991) es ideal para cinéfilos perezosos: con apenas seis horas de tu tiempo abarcarás el conjunto de una carrera consistente en cuatro filmes rodados entre 1972 y 1986. Tres de ellos conforman una trilogía sobre la que fuera su infancia y adolescencia no muy lejos de Edimburgo y el último (Camaradas (1986)), constituye un sentido alegato alrededor del trabajo asalariado, la sindicación y la cruenta rueda de la historia.
Iba ya camino de los 40 años cuando rueda su primera película, un genuino exorcismo personal que debió de salvarle, en muchos sentidos, la vida. Marginalidad y tristeza infinita era lo que emanaba de aquellos fotogramas grises (más que en blanco y negro) donde confluía la nouvelle vague (¿unos 400 golpes sin romantizar?), el neorrealismo (sin tentaciones miserabilistas: sinceridad y crueldad en bruto) y, cómo no, el free cinema que había marcado decisivamente los años de su educación sentimental (los sesenta).
No en vano se puede leer hasta un agradecimiento a Lindsay Anderson en los títulos de crédito finales de My Ain Folk (1973). Su ingenuo salvaje es apenas un chaval tratando de desarrollar el imprescindible instinto de supervivencia. Y sí, hay algo de aquellos héroes airados, de aquellos corredores de fondo solitarios (las tres entregas concluyen con una tocata y fuga: cobijado en lo alto de un vagón de carga, siendo trasladado a una casa de acogida en la capital o aterrizando de vuelta a las casitas pareadas tan de colonia industrial).
Arranca el periplo (repito: la huida desde esa boca del lobo en formato poblado minero hacia una nimia oportunidad, hacia un despertar) con My Childhood (1972). Y arranca de una forma que se convertirá en un lugar común de su cine: soltando al personaje en mitad de una jauría humana donde no quedan claros cuales son los afectos, las imposiciones, los agravios pasados. Ancianas poderosas, padres débiles mentales y hermanos sádicos. A nosotros nos corresponderá el averiguar de dónde viene tanta inquina, tanto odio macerado.
La aparición del padre -que los dejó abandonados en casa de la abuela materna como respuesta a una incómoda situación familiar- trastoca las escasas esperanzas albergadas hasta entonces por el adolescente en ciernes. Un supuesto intento de reconciliación que choca frontalmente con las barreras impuestas por la generación que le precede; el cariño, de haber existido, es una muestra de debilidad inasumible en un entorno tan hostil.
Hasta entonces Jamie, nuestro héroe de rostro tiznado, había encontrado un substituto al padre en la figura de un prisionero de guerra alemán condenado a trabajos forzados (¿acaso una situación muy diferente a la de quienes habitan el valle minero?). La escena en la que este es liberado y puede emprender el camino de vuelta a casa es desoladora: le compra una cometa y trata de borrarse a sí mismo del mapa de sus afectos mientras él la hace volar. Para el chico, una nueva traición que añadir a su lista de agravios.
My Ain Folk (1973) -traducible como “mi gente”– es irónica desde el mismísimo título. Se permite alguna humorada a costa de la propia desgracia y del paulatino conocimiento de las debilidades del padre (al que le pierde la carne), la abuela paterna (que se muestra cercana solo cuando bebe) y la filosofía estoica del abuelo. Su gente, efectivamente, es como para salir corriendo… pero es su gente.
Ya como protagonista absoluto, Jamie deberá de aprender a lidiar con las crisis de los adultos, tratando de sortearlas para que le afecten lo menos posible. Absurda labor, porque estamos ante un grupo humano vencido, derrotado mucho antes incluso de presentar batalla. El papel del pequeño consiste en ver, escuchar, recibir algún coscorrón y levantar acta mental de defunción de toda una estirpe. Si el protagonista de la Trilogía de Apu (1955-1960) conocía el amor fraternal, el consuelo materno y la posibilidad incluso de una vida mejor en un entorno urbanita, en la trilogía de Bill Douglas no hay ni un atisbo de esperanza. A la clase baja india le quedaba todavía el consuelo de una vida de mínimos en la distopía rural (o quizás ocurriese que Satyajit Ray fuese en realidad un optimista recalcitrante). A la tercera o cuarta generación de extractores y acarreadores de carbón no le resta más que la frustración crónica.
My Way Home (1978), el remate de la trilogía, aligera un tanto el insoportable peso de tanta culpa inmerecida. Y no es que -para variar- le pase nada realmente bueno a Jamie, pero al menos se cruzan en su vida un par de personajes inspiradores: el director del orfanato que nada tiene que ver con el arquetipo dickensiano y un compañero de servicio militar allá por el Sinaí.
Volvemos a esos momentos de felicidad impuesta, de teatrillo sonriente. Si en la primera parte el contrapunto a las canciones cantadas en la escuela (un coro aparentemente alegre al que nunca se une Jamie) era el réquiem familiar que se vivía entre cualquiera de las cuatro paredes que lo acogían esa noche, en My Way Home la pretendida Navidad y el regalo multiseriado (una armónica para todos y cada uno de los internados) no lograban apaciguar esos gritos del silencio que acompañaban a cada chico: incertidumbre, falta de referentes, soledad.
El padre vuelve a reclamar su derecho a desentenderse del hijo, a devolverlo a ese “hogar” tricéfalo: ¿la antigua casa donde convivió con el hermano, la de la abuela superviviente o la de la amante masoquista? No, no hay mal menor. Así que Jamie termina enrolándose en el ejército y llevando a cabo su instrucción en una zona de especial interés para los británicos: los alrededores del canal de Suez (principios de los años 50, atendiendo a la memorabilia alrededor del estreno de Niágara (Henry Hathaway, 1953)).
Allí es donde conoce a alguien un poco mayor -Robert, dispuesto a entrar en la universidad tras el año regalado a la corona británica- que viene a representar todas las oportunidades de las que él, Jamie, nunca gozó. Esa educación, en suma, que antecede al placer por la lectura, al disfrute de la propia compañía y al no tener tiempo para aburrirse ni siquiera en mitad del desierto. Las horas quizás no tengan que ser forzosamente horas muertas; exhortado a “vivir”, Charlie recibe el primer golpetazo en ese cascarón endurecido durante años de introspección y odio hacia un Otro indeterminado.
Una promesa quizás algo ilusoria (como ese árbol florido que cierra la trilogía), pero que encontraría su desarrollo años después, ya en color, en una genuina odisea protagonizada por desposeídos. No era cine de época, no era un panfleto agitador de conciencias. Era un guion que tardó seis años en ser filmado y que glosaba el sacrificio de los mártires de Tolpuddle, futuros iconos del laborismo británico.
Camaradas (1986) nos contaba los trabajos y los días de George Loveless, un predicador metodista metido a activista político en mala hora. Y tan mala hora: en el atardecer de la primera revolución industrial, George consigue crear una comunidad de hombres orgullosos de su condición y dispuestos a reivindicar su trabajo manual, a punto este de convertirse en un anacronismo. No, no les irá nada bien, como nos había enseñado el cine de la época que le pasaba al despertar de la conciencia de clase en entornos adversos (Novecento (Bernardo Bertolucci, 1978), La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980) y tantas otras).
Un prado que divide dos estados mentales. El peso de la tradición y las inviolables barreras de clase (quintaesenciado en esa parroquia engalanada con los donativos del latifundista y con sermones donde se abunda en la necesidad de conformarse) en contraposición a ese punto de encuentro distendido, a medio camino entre el humanismo panteísta de Walt Whitman y las liturgias alternativas de la masonería.
Frente a la falsa comunidad, la fraternidad. Una hermandad de hombres libres dispuestos a pasar por la vida sin obsesionarse por el pecado. Estamos en el primer tercio del siglo XIX y el clasismo (ese mal endémico ‘so british’) encuentra su legitimización y triunfo apoteósico en el colonialismo sin propósito de enmienda. Pronto el capitalismo encontraría una solución al incremento de la demanda: externalizar el sufrimiento.
Un cine político que en un primer visionado podríamos considerar la respuesta “de época” a lo que por aquél entonces estaba haciendo Ken Loach. La simplificación sería injusta: hay en Camaradas una querencia por la imagen esencial, por la búsqueda del símbolo. Y por la narración libérrima, acumulándose hechos y circunstancias sin que el espectador haya tenido tiempo de definir exactamente cuáles son las relaciones de parentesco entre los protagonistas. Esa sociedad utópica, ese ensayo de comuna compuesto por artesanos y mano de obra empoderada: esa es la familia alternativa que nos propone Douglas.
Concluye así la primera parte y le sigue una de menor interés: la deportación a Australia y el desordenado seguimiento de nuestros mártires por la causa obrera (perdón por el anacronismo: nos hallamos en tiempos premarxistas).
A medida que la cinta avanza por tierras de aborígenes pierde hondura y sutileza. Desde el aristócrata exiliado en ultramar al capataz chungo que parece sacado de La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967): la maldad intrínseca al sistema deviene bufón de opereta perfilado con trazo grueso. Una pena, porque el indudable espíritu épico de este filme povera termina abusando de pedagogía y buenismo.
Nos quedamos con el Loveless del comienzo: el ingenuo, el impotente, el optimista con momentos de desazón. Y con esa manera de contar que tenía Douglas: omitiendo detalles falsamente clarificadores, dejando que las desgracias moldeasen a los personajes y regalándonos hermosos planos entre terrenos baldíos y de cultivo… que también remiten a dos largometrajes claves que a buen seguro debió de haber visto: El árbol de los zuecos (Ermanno Olmi, 1978) y Tess (Roman Polanski, 1979).
Capítulo aparte merece el despliegue de piezas precinematográficas del que se hace gala en el filme, una verdadera obsesión del director que dio para un museo ubicado en Exeter (The Bill Douglas Cinema Museum) que va camino de contar con 100.000 objetos relacionados con la proyección de la imagen y su azarosa circunstancia.
Murió Bill Douglas a destiempo, poco después de la caída del muro de Berlín. Su legado no resulta engolado ni ostentoso: tres películas sobre sí mismo tan honestas que duele mirarlas y un monumento al peso (y el precio) de las propias convicciones. Plagadas todas ellas de imágenes que resultan tanto más evocadoras cuanto más huyen de la “belleza” entendida y servida al uso.