‘Bellas Artes’ y otras chanzas a costa del arte contemporáneo
El cinematógrafo, tan ufano él, no ha tenido punto medio a la hora de abordar otras expresiones artísticas digamos que… demasiado próximas en el tiempo a la edad del director. De hecho ha primado cierta crueldad -¿cierto complejo de inferioridad?-, como si la más popular de entre las artes disfrutase ensañándose no tanto con lo que no entiende como con lo que ha tachado, ya de partida, como fatuo, esperpéntico y elitista.
No hay piedad con lo contemporáneo. El arte moderno sí puede llegar a ser digno de algún documental pedagógico o de algún biopic casi siempre apologético. Incluso fundamentar alguna propuesta de estética rompedora. Pero también servir como quintaesencia de las vergüenzas colectivas, sintomatología que se resume en un primermundismo absurdo y exacerbado.
Tenemos así biografías de Alberto Giacometti, Frida Kahlo, Andy Warhol, Jackson Pollock o Georgia O’Keeffe, salseos a costa de Pablo Picasso, fantasías del París bohemio de la mano de enaltecedores de Manhattan o las fugas -que en su momento hasta nos pudieron parecer post-modernas- del ahora muy olvidado Peter Greenaway. Y maldades, maldades por doquier: la The Square (2017) de Ruben Östlund ha sido de las que más fortuna han hecho (merced a un relativo equilibrio en la propuesta, roto definitivamente en la chabacana El triángulo de la tristeza), sin olvidar el choteo de los ex -chicos de Muchachada Nui a costa de la fauna y flora museística (Museo Coconut (2010-2014)). Pero ha habido dos argentinos especialmente activos en esto de hacer sangre de lo pretendidamente sublime, hasta el punto de preguntarse uno si la cosa ronda ya la cruzada personal (no dudo que lo tienen hablado con su psicólogo).
Mariano Cohn y Gastón Duprat se valen del arte contemporáneo para unos muy variados fines que incluyen el recochineo social (más que la crítica) o la ridiculización de jerarquías, premios y vanidades catapultadas hasta el infinito en la era del yoísmo empoderado.
El hombre de al lado (2008) centraba su sátira en el vivir cada día en una casa de renombre (firmada por Le Cobursier, nada menos) y las surrealistas posibilidades a la que daba pie su… digamos… particularísimo derroche arquitectónico. El ciudadano ilustre (2016) abordaba todo un icono de la cultura occidental: el escritor hispanoamericano laureado por suecos que vuelve a su tierra en lo que -él supone- loor de multitudes. Mi obra maestra (2018) hablaba de perversas tácticas capitalistas a costa de la carrera de un pintor convenientemente desconocido. Y en Competencia oficial (2021) un multimillonario con ganas de trascendencia se ofrecía a sufragar una película firmada por una artista con fama de excéntrica…
Duprat y Cohn lo tienen claro: somos un esperpento, con o sin estudios superiores. Esas miserias consustanciales al individuo -y por desgracia, independientes de su sed de cultura- encuentran otra vez su marco incomparable en el seno de una institución cultural, de un monumento marmóreo orgullo del ministerio de la cosa y del país que lo acoge.
En Bellas Artes (que ha tenido una primera temporada de 6 episodios) la acción se centra en Antonio Dumas, el nuevo -contra todo pronóstico- director del prestigioso MIDAM (un museo español con algo de oda colonial… pero con propuestas de relumbrón, por supuesto). El día a día de un señor funcionario -muy culto, eso sí- que encuentra soluciones “reaccionarias” a situaciones pretendidamente controvertidas (siempre con lo que se entiendo hoy por “controvertido”, “revolucionario” o “combativo”).
Dumas, desde el principio, se nos presenta como un dinosaurio que se niega a extinguirse, es más: que disfruta reivindicándose. Sus dos competidoras para el puesto son la viva representación de estos tiempos de posicionamientos vitales que a menudo se confunden con preeminencia moral (o incluso intelectual). (Tampoco era difícil imaginar con quién iban a estar las simpatías de nuestros autores, más cerca de los 60 que de los 30. Que sí, que todos somos hijos de nuestra generación).
Por el camino Bellas Artes aprovecha para decir en voz alta muchas cosas que todos pensamos y que por cálculo, pudor o miedo a las polémicas estériles… callamos. Como que sí, que hay propuestas artísticas ridículas. Que atentar contra obras artísticas -por hijoputa que fuese su autor- es de un medievalismo recalcitrante. Que las masas son manipulables hasta extremos sonrojantes, que la distancia entre lo trendy y lo patético la fija, la mayoría de las veces, unas redes sociales gestionadas con desparpajo. La inmensa capacidad del ser humano, en suma, para asumir discursos ajenos sin reflexión propia de por medio.
Pero nuestro director huraño, blanco, rabiosamente heterosexual, educado y bastión de un pretendido clasicismo (sí, hasta en lo contemporáneo lo hay)… es también otras muchas cosas. Snob, padre ausente, señoro dispuesto a abusar de su posición de poder, pureta demasiado propenso a dar lecciones de vida a menores de edad y, para nuestro regocijo, humano, demasiado humano. Hasta el punto que aunque jamás lo vaya a admitir, pasa horas muertas en su despacho encadenando videos de gatitos… ahí, en vena, tirando de scroll infinito.
El museo como marco incomparable de la tontería. La obligatoriedad de la originalidad, pero aún de manera más evidente, lo forzado del discurso impactante, polemista porque sí, generador de debates estériles o de escasa altura intelectual. Lo contemporáneo -nos guste o no- tiene su público y quien gestiona cualquiera de estos transatlánticos culturales conoce demasiado bien su escaso margen de maniobra. Así que a Dumas solo le queda el derecho a la pataleta o, más concretamente, las patadas en la espinilla de la ministra: siempre habrá exposiciones temporales inexplicables fruto del amiguismo, propuestas de colectivos donde más que lo artístico lo que debería de encontrar eco es la eterna falta de oportunidades de los más desfavorecidos, vecinos dispuestos a sentirse agraviados porque nadie reconoce su talento y, cómo no, artistas que se acuerdan de uno ahora que puede programarlos.
Pero nuevamente -en esto Duprat y Cohn no son distintos- lo que sale mal parado es el estado del arte (nunca mejor dicho). Sí, se echan en falta películas o series capaces de proponer algo más que una carcajada a costa de los méritos (reales o no) ajenos. Aun así, Bellas Artes es consecuente y tampoco ensaya hipocresías “elevadas”.
Quizás porque todos tenemos una idea preconcebida de lo que nos vamos a encontrar exactamente en un museo de arte contemporáneo: obras maestras que sólo lo son en la imaginación de quién las selecciona, intervenciones sobre trabajos ajenos (“apropiación”, nunca confundir con ausencia de imaginación, ¿eh?), hojas de sala a dos caras explicándole a uno lo que debe de sentir, epatadores del proletariado (el burgués tiene perfectamente asumido el discurso), coleccionistas de selfies y un desfile -en otro tiempo quizás turbador- de propuestas que se mueven entre lo manido, lo arcano y lo eternamente adolescente.