Austria 2016. De sótanos, Brueghels y esvásticas

Decía el bueno de Anthony Hopkins –metido en la piel de Nixon en la película homónima de Oliver Stone- que cuando el pueblo norteamericano miraba un retrato de Kennedy se veía tal y como le gustaría ser y en cambio, cuando miraban uno suyo, se encontraban ante lo que realmente eran. Y eso que aunque fuese Richard el que se llevó la (mala) fama, en realidad al que me imaginaría en un sótano anónimo dando rienda suelta a sus fantasías más cachonduelas sería al malogrado, apolíneo y sexoadicto John Fitzgerald…
Que sí, que este tipo de dualidades pueden encontrarse en casi todos los países del orbe. Y dos estrenos recientes (El gran museo y En el sótano) nos sirven precisamente como espejo (el uno espléndido, pulimentado y reluciente; el otro, deformante e hiriente) de una realidad nacional diversa y contradictoria. O quizás sea cualquier cosa menos contradictoria: el reflejo de cómo les gustaría verse a los austriacos (cultos, orgullosos de su historia, vigilantes de su patrimonio) y de cómo son en realidad (mundanos, cerveceros, viciosillos… ¿algo fachas?). Ambos filmes nos invitan a bajar a los sótanos, a los trasteros, a los lugares donde normalmente acumulamos o escondemos cosas. Y de paso, a preguntarnos hacía dónde va esta Europa de neopopulismos y nacionalidioteces.
Es verdad: puede que El gran museo (Johannes Holzhausen, 2015) no se hubiese llegado a estrenar sin la existencia de National Gallery (Frederick Wiseman, 2014). Los documentales de grandes edificios con vida propia amenazan con convertirse en un género en sí mismo. Este nos sumerge en el día a día de otra gran institución de la Viena decimonónica: el Kunst, recién salido de su penúltimo lavado de cara. En contraposición al documental sobre el museo londinense, Holzhausen pone el acento en el personal que trabaja en el mismo, sin buscar en ningún momento al público más generalista, aparente razón de ser de estos trasatlánticos del arte.
No, olvidaos de un repaso al uso por las principales obras de la pinacoteca. La mayor parte del metraje explora las plantas dedicadas a la conservación, los pasillos remozados pero vacíos, los cambios de moqueta, el pulimentado, el trajín de las obras y el enfrentamiento de los profesionales más capacitados de cada gremio con la inevitable degradación que acabará sufriendo hasta el más venerado de los legados. Porque incluso las coronas de sus queridísimos Habsburgo perderán sus gemas, su brillo… esa fantasía de opulencia y monopolio Imperial perdido.
En el sótano (Ulrich Seidl, 2015) es otra cosa. No me preguntéis muy bien el qué. Pero otra cosa. Seidl nunca se ha caracterizado por demostrar una especial misericordia para con sus personajes (reales o ficticios) y su descenso a las catacumbas del vecino tampoco es una excepción. Nos invita a que visitemos los reductos “de libertad” de una de las clases medias más acomodadas del continente y que descubramos así, quizás… por qué votan lo que votan, sin ir más lejos.
Perversiones a granel, obsesiones, monomanías, chiquilladas, quizás incluso algún que otro trastorno mental. Mientras Johannes apenas logra que la ironía penetre en el retrato sacralizado de esa institución a la que rinde tributo (cuando no pleitesía), Ulrich desnuda ante la cámara a sus compatriotas en un freak show de altura. Y les deja hablar. Y hacer. Y acojonarnos, la verdad.
Gente con pitones descomunales en el terrario. Radioaficionados a los que el hobby se les ha ido un poquito de las manos. Fans de la alta fidelidad aferrados a sus equipos setenteros. Enormes maquetas de trenes. Salas de ensayo donde poder aporrear la batería a placer. ¡No, oye, si hasta ahí todo bien! Pero es que también hay… otras formas de ocio más hardcore, menos vintage. E incluyen adoración de muñecas reborn, altares a la memoria del Führer, potros de tortura sadomasoquistas o dianas donde practicar la puntería y prepararse ante lo inevitable: la invasión de tu querida Austria por la más despreciable de las razas inferiores… la de los que tienen menos que tú, claro.
Los sótanos del Kunst son pródigos en obras maestras, en lienzos descomunales que hibernan en espera de pasar a cuidados intensivos o de que la temática de su autor se ajuste al leitmotiv de alguna exposición temporal. El inframundo de El gran museo posiblemente guarde piezas clave para que los austriacos se puedan seguir viendo no como ese estado de poco más de ocho millones de habitantes a la sombra del hermano mayor germano, sino como aquél imperio austrohúngaro que no sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. Desde la propia dirección del museo se fomenta ese uso funcional –por qué no decirlo: político- del arte, abundando los visitantes ilustres, las retrospectivas “con intención” y el afianzamiento de esos resortes a menudo indistinguibles: los del poder y la cuestión de Estado.
El legado cultural (convenientemente sublimado) de la Austria triunfante de El gran museo coexiste, pues, con la miseria existencial de algunos de sus habitantes, desacomplejados protagonistas de En el sótano. Una especie de aburrimiento sin límites que les lleva a imaginarse como hombres de acción (cuando en realidad son alcohólicos que quedan con alcohólicos para pegar unos tiritos), valerosos cazadores en safaris exóticos (asesinos que sólo tienen que apuntar a animales que ponen ante sus miras telescópicas), dominatrices supersofisticadas (patéticas explotadoras de pobres diablos), sementales con los conductos seminales atorados (flipados del cuero que parecen salidos de una película de Alfredo Landa) o alegres colegas que se reúnen para interpretar marchas militares (cuando en realidad son neonazis de libro, hijoputas que rinden homenaje a una época que ni tan siquiera llegaron a padecer).
Esa Austria tan orgullosa de su Pacto Social, de ese matrimonio entre grandes empresarios y representantes de los trabajadores que en otro tiempo se llamó de otra manera (ahora es “el triunfo de la economía de mercado”). Y de los partidos políticos que coquetean con los ultras, con nombres tan sospechosos como Partido de la Libertad de Austria o Unión por el Futuro.
Esa Austria que hace poco nos enteramos de que denegaría la entrada a inmigrantes que no fuesen directamente a pedir asilo a Alemania. Esa Austria atrincherada en la memoria de las glorias pasadas, mientras los escarabajos devoran sus mejores cuadros y la cirrosis acaba con los más férreos defensores de su… tradición cervecera. La que saca brillo a sus vajillas reales y (apenas) esconde las cruces gamadas. El muy culto Reino del Este y la muy decadente cuna de nostálgicos que siguen peregrinando al antiguo bastión nazi del Nido del Águila.
¡Ah, por cierto! El país que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Porque alucinaremos el día en que algún cineasta baje a nuestros sótanos…