‘Argentina 1985’, de Santiago Mitre. Sí, las democracias necesitan héroes

Han pasado ya más de 10 años desde El estudiante, la deslumbrante y combativa ópera prima de Santiago Mitre. Una década de cine político, la distancia (espacial y temporal) que media entre aquel dirigente estudiantil en ciernes (ingenuo, ideal para mamar desde la base los principios de la relatividad moral) y este funcionario transformado en superjuez sin tiempo para la tibieza y la contemporización.

Cuando Raúl Alfonsín fue elegido presidente en 1983, la historia de la democracia argentina (de sus intentonas, de sus idas y venidas) era la de una alternancia entre avanzadillas progresistas y pronunciamientos regresivos. Cuarenta años de andares cangrejiles: sindicatos, milicos y peronismo sí, peronismo no (incluso proscrito). Cansancio, matanzas, intereses creados, sensación de impunidad.

El “Proceso de Reorganización Nacional” fue el eufemismo con el que en la Argentina se implementó el mandato estadounidense, sintetizado en aquel Plan Cóndor que asolaría el continente. La receta fue la habitual desde los golpes de Estado auspiciados por medio mundo desde 1953: frente al peligro “comunista”, tres tazas de neoliberalismo. Siete años (1976-1983) ciertamente “mágicos”: la deuda externa de Argentina se multiplicó por seis (con la aquiescencia del FMI), mientras el terrorismo de Estado se encargaba de finiquitar cualquier tentativa de disidencia. Antes incluso de que los supuestos disidentes supiesen siquiera que lo eran.

La Junta Militar se vino muy arriba y en la primavera de 1982 se embarca en una guerra de 70 días con los británicos. Las Malvinas acabó siendo un win-win: la dictadura, tocadísima, convocó unas elecciones a la desesperada y la Thatcher obtuvo su reelección. La guerra nunca fue tal: el poderío marítimo desplegado por Gran Bretaña (triplicando el de las fuerzas argentinas) devolvió el territorio a la discutible soberanía de su graciosa majestad en el mes de junio. La confrontación dejaría un dato muy revelador: de las aproximadamente 1500 bajas en ambos bandos, 600 fueron suicidios.

Llegamos así al momento histórico -uno de los más fascinantes del siglo XX- abordado por Santiago Mitre en este su quinto largometraje. El recién elegido gobierno democrático decide llevar a juicio a los responsables de las tres primeras juntas militares. El movimiento debe de ser rápido, transparente, crucial para poder empezar la nueva andadura con un espectacular e higiénico reseteado. Julio Strassera sería el fiscal y las pruebas -que debían de ser consistentes, incuestionables- debían de recopilarse en un tiempo récord.

Y es aquí, repito, donde Mitre demuestra no tanto esa socorrida “madurez” como la ya no tan común inteligencia. La indignación -y quizás también un cierto cinismo- de alguna de sus películas anteriores queda atrás. Porque es hora de regalar a sus paisanos (de regalarle al mundo, por qué no) una película casi frankcapresca; una cinta en la que se apropia con desparpajo de la narrativa del “gran cine” y lleva a su terreno otra tragedia griega sobre el poder y las nefandas consecuencias de ejercerlo desde perversos postulados maquiavélicos.

Argentina 1985 es así un thriller judicial, un testimonio coral contra de la desmemoria (tan de moda) y… y también una comedia familiar. Y todo se conjuga a la perfección y nada chirría. Ecos de Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984), de Desaparecido (Costa-Gavras, 1982), de ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961). Pero también de Veredicto final (Sidney Lumet, 1983) -sin botella de por medio- o incluso de La costilla de Adán (George Cukor, 1949). Mitre, digo, asume como propia una estructura narrativa y una épica universales, a sabiendas de que para muchos no pasará de ser un lenguaje que sencillamente podrán tildar de comercial, con ese retintín resabiado de quienes no tiene dilemas a la hora de elegir entre la estética y la ética.

Porque volviendo a Maquiavelo, aquí sí que sus fines merecen de estos medios. Mitre quiere desordenar conciencias, sonsacarte una lagrimita, hacer la película definitiva sobre el momento definitivo de su país. ¡Y por qué no! ¿Qué se muestra menos “autor”, que abraza un clasicismo que para algunos tiene la categoría de anatema? Dejad ese tipo de conflictos para vuestros psiquiatras.

Porque Argentina 1985 se disfruta y se sufre con aquella inocencia del espectador primigenio, el que iba al cine a aprender y a ser violentado (lo justo). Y sí, es tramposa -apenas una mención a lo que vendría después: las leyes de impunidad que convertían casi todo lo anterior en agua de borrajas y escasos apuntes sobre el pasado de un servidor público con claroscuros, héroe monolítico por exigencias del guion- porque de lo que se trata aquí es de levantar un monumento a esos “algunos hombres buenos” que sustentan las democracias. Sobre todo las jóvenes, las que caminan con paso inseguro por un sendero de baldosas resbaladizas.

Es tiempo de pedagogía, porque es tiempo de ignorancia desatada y empoderada. De hacer un cine discursivo, bien construido, que pueda -y deba- ser proyectado ante el alumnado de aquí y el de allá. Porque en este planeta Tierra 2022 lo que de verdad sobra es tanto cuñado, tanta clase media chaquetera que hoy te alaba al reformista y mañana le enciende dos cirios al golpista. Tanto imbécil al que se le llena la boca enumerando las imperfecciones de la democracia porque, quizás, lo que le pide el cuerpo es una solución a la romana, un Emperador populista al que cederle el timón del mundo. Pan y circo antes, ley y orden ahora. Trampantojos muy del gusto de quienes aspiran a ser mandados y no gobernados.

La enumeración de las miserias de nuestros gobernantes elegidos por sufragio más o menos universal nos pueden acabar haciendo caer en un nihilismo por imperativo, en un catálogo de soluciones que retumban en las barras de los bares y de las que toman buena nota unos poderes fácticos que ya no necesitan siquiera de sofisticados disfraces. Campan por nuestros parlamentos mediocres con ganas de autoproclamarse cónsules, salvadores de la Patria, fascistas siempre de centro, asesinos de ideologías en beneficio siempre de la suya. La de los hombres “de bien”, los que se visten por los pies… aquellos a los que “no les tiembla la mano”. Y Dios -el de ellos, el de ninguno- llorando hastiado en la última playa.

Es la hora de las democracias antes de que llegue el tiempo de los asesinos y Santiago Mitre -repito: siempre muy atento a la cochambre contemporánea- ha hecho una lectura pragmática y urgente del momento. Tan urgente, que en dos semanas su filme se ha incorporado al catálogo de otra todopoderosa del streaming. Sin paradojas ni maledicencias: es la hora de los Strasseras, de una legión gris -quiero pensar que todavía mayoritaria- dispuesta a dejar de darlo todo por sentado. Dispuesta, en suma, a seguir votando, equivocando el candidato y pudiendo seguir llamándole “¡el muy bastardo!” sin tener que mirar temeroso por encima del hombro.

Que ya está bien de llevar tantas veces a la fuente el cántaro de nuestras democracias. Quiero pensar, como Mitre, que estamos a tiempo… antes de que nos quedemos sin caballeros sin espada y de que los “nunca mases” sean tildados de soflamas insurgentes.      

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