Asian Film Festival Barcelona 2018. El vértigo de lo inabarcable
La nueva edición del Asian Film Festival Barcelona 2018 me deja nuevamente con sensaciones encontradas. Porque cuesta abrirse paso entre una selección cinematográfica que no para de crecer año tras año y de la que uno siempre termina preguntándose: “¿me habré equivocado en la elección de las películas?”.
No me cabe duda de que -como resaltó la máxima responsable del evento durante la inauguración- la geografía es importante. Y que tiene su gracia poder ver alguna película de países a los que todavía me cuesta situar en el mapa. Pero si hablamos estrictamente de cine, el aficionado festivalero cuenta con que se realice una criba, que reine un cierto criterio que ponga en valor la excelencia. Que lo que se exhiba cumpla con unos estándares mínimos de calidad. Que no haya en la programación filmes nefandos.
Que menos es más, quiero decir. Que no pasaría nada por quedarse con tres docenas de propuestas realmente interesantes, significativas (partiendo de criterios étnico-culturales pero, por favor, sobretodo cinematográficos) y recortar así la longitud de este tren con demasiados vagones. Que si, por poner un ejemplo, las películas que se pueden conseguir de cierto país son bastante malas… pues que no se traigan. Y todos tan amigos.
Había ganas de ver lo último de Koreeda o Zhangke, dos clásicos populares de esta fiebre asiática con la que nací como cinéfilo y que dura ya más de un cuarto de siglo (en occidente). Este año hubieron un total de cinco secciones (Oficial, Panorama, Discoveries, NETPAC y Especial) y una retrospectiva, dedicada precisamente a Hirokazu Koreeda. Se estrecharon lazos con la Asian Film Academie (hasta nos visitó su presidente, Roger García, jurado de la Sección Oficial), lo cuál nos hace albergar esperanzas de que se haya abierto un nuevo cauce de aprovisionamiento para poder ver el cine asiático más representativo de la próxima temporada.
Aquí va un resumen de lo visto a lo largo de los 12 días de festival. Especial atención al cine japonés, tres batacazos sonados y una selección final que incluye tres filmes en blanco y negro que merecerían de un público más amplio (¡estrénenlas, malditos, estrénenlas!) o lo último de Jia Zhangke, que juega en una liga aparte.
Japón me mata (pero este año menos)
Un asunto de familia (Hirozaku Koreeda, 2018), flamante Palma de Oro en la última -y muy asiática- edición de Cannes, fue la película inaugural de este Asian Film Festival Barcelona.
En su décima película Hirozaku vuelve a hablarnos de una familia o, en este caso, de un ensayo de la misma. ¿Se trata de un clan desestructurado que sobrevive de la pensión de la abuela? ¿Qué parentesco real une a sus integrantes? ¿Por qué no escolarizan a los menores?
Todo, desde el principio, nos recuerda a su genial Nadie sabe (2005), de la que esta película parece una variación carente de riesgo. Abundan los subrayados emocionales -prácticamente inexistentes en su cine hasta Still Walking (2008)- y concluye con moraleja elemental (quizás la familia que se le asigne por defecto a uno no sea ni mucho menos la compañía más deseable).
También pudimos ver la esperada y cacareada Maquia, una historia de amor inmortal (Maki Okada, 2018), la gran apuesta de la animación japonesa para este final de temporada. Y… y no, no es para tanto.
Técnicamente impecable, Maquia viene lastrada por una apología histérica de la maternidad, sea o no biológica. Sus protagonistas femeninas están empeñadas en el sacrificio a costa del lebrel de turno, quedando en muy segundo plano en un mundo con mucho juego de tronos y demasiada testosterona.
Sí que resulta notable The Tokyo Night Sky is Always The Densest Shade of Blue (Yuya Ishii, 2017), kilométrico título para una historia de amores desangelados pero sinceros, con el telón de fondo de la capital nipona. Por esa geografía de la soledad (superpoblada, como todas las grandes ciudades, de no-vivos con la vista clavada en sus pantallas) se pasea una descreída multiempleada y un tuerto que trabaja en la construcción, integrante de una cuadrilla heterogénea que levanta alguno de los edificios singulares del horizonte olímpico 2020.
No, no temáis el síndrome Meg Ryan. Su romanticismo cínico es muy de agradecer y ninguno de los dos cree merecerse ese encuentro “significativo”, felicidad pasajera que pospone el juicio definitivo hacia uno mismo
Omotenashi (Jay Chern, 2018) es una de esas películas que nos llegan cada cierto tiempo del país del sol naciente y que nos hacen sospechar que todavía se creen la reserva espiritual de oriente. Hay conflicto entre lo nuevo y lo viejo (simbolizado aquí por un riokan añejo) y, sobretodo, hay un gaijin que no respeta los sacrosantos ritos del Japón (¿os suena?).
El extranjero en cuestión es chino (que empiezan a ocupar el sitio que ocuparon los rusos en el cine norteamericano de los 80), que es de donde viene ahora el dinero. Y claro, él tiene una perspectiva capitalista-brutalista de qué hacer con el negocio familiar. Tendrá que venir el padre (Confucio, ¡qué grande eres!) para enseñarle un poquito de educación y buenas maneras. Cansino.
Horrores indigestos
La lista de películas que jamás debí de ver la encabezaría Love is Colder Than Death (Fei Ho, 2017), una historia que nos llega desde Macao con factura de Hong Kong (no están tan lejos la una de la otra, después de todo). Podría haber sido una digna película de género si hubiesen contado con un presupuesto digno y se hubiese desmelenado de verdad, sin tontear tan abiertamente con el ridículo… pero no, ya os adelanto que no es el caso.
Dos estudiantes de instituto: el uno con papá policía, la otra con padrastro pelín mafiosete. Ella viene de Shanghai y el nuevo colegio no le sienta del todo bien. Él come solo y dormita en su pupitre. Era cuestión de tiempo que acabasen entendiéndose, para desgracia del espectador. Dos outsiders de pacotilla y un destino.
Los momentos cumbres de este drama cómico (sin tener tal voluntad, huelga decirlo) incluyen actuaciones memorables de secundarios desencajamandíbulas, guitarreos teenagers en el terrado o clímax a lo Duelo al sol (¿o quizás pretendiese remedar al John Woo de The Killer?). Un sinsentido de cabo a rabo.
Aunque exista mucho más oficio tras la cámara (y una gran actriz como protagonista) no se salva tampoco de la quema Tomorrow is Another Day (Chan Tai-lee, 2017) una película que se calificaba en el programa de “comedia”.
Y sí, termina siendo casi vodevilesca, aunque también sin pretenderlo. Hijo con autismo, marido infiel que pierde el norte por choni de barriada y mujer despechada que urde su venganza. No hay más, pero sobretodo lo que no hay es… un tono. El drama desaforado y la intriga supuestamente criminal son salpicados con el costumbrismo aportado por un grupo de vecinas-terapeutas-cotillas. Tics de estilo por doquier: apuñalamientos con regodeo en plano subjetivo, cámaras lentas para incrementar emotividad, virado al rojo antes de los crímenes imaginarios de la protagonista…
Terminamos esta triada maldita con Kuchh Bheege Alfaaz (KBA) (Onir, 2017). Siempre que hay una muestra de cine asiático trato de no perderme lo que quiera que venga de la India. Disfruto -y mucho- con el cine de género más petardo: sí, me gusta que se cante, bailen en plan multitudinario, haya muchos zooms a las caras de alelados de ellos y que la cámara revolotee entre tobillos y baldosas. Lo que viene siendo Bollywood, oye.
Olvidaos de lo dicho. Alfaaz nos presenta un triángulo hipster que da bastante grima: un telepredicador cursi de las ondas (el Alfaaz del título), una de sus muchas radioescuchas enamoradizas (que tiene una alteración en la pigmentación de la piel que hace que supuestamente la vea fea cualquiera… menos el espectador) y un millenial pagafantas inmerso en la era/ira digital.
Los dos últimos trabajan juntos en una empresa especializada en parir memes virales. Él le tiene ganas a ella, ella sólo lo ve como un amigo. Ah, y luego está el pesado de la emisora, que va de tipo triste y atormentado (de acuerdo, descubriremos que tiene razones para ello).
Una ¿comedia? romántica sin ningún punto de interés, pretendidamente moderna y asfixiantemente tópica (vamos, que podría ser española).
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Empezaríamos este recorrido por los títulos reivindicables con White Rabbit (Daryl Wen, 2018), un agradable ejercicio mumblecore donde lo único asiático, en realidad, es la protagonista. Una artista que trata de ganar visibilidad en otra de esas urbes norteamericanas donde todo el mundo parece estar esperando su momento, mientras la realidad -cada vez más miserable- se muestra tozuda e inmisericorde.
Una película mínima (en presupuesto, duración y ambiciones) pero defendida con mucha convicción por su pareja protagonista, elevándola muy por encima del mero entretenimiento agradable.
De Singapur pudimos ver Their Remaining Journey (John Clang, 2018), que vendría a ser un ejercicio de estilo en la linea de Ghost Story pero sin lirismo exacerbado en su tramo final. Una película de espíritus (de un espíritu, en concreto) vagando por uno de esos enormes bloques de la ciudad-estado asiática.
Clang no nos desvela exactamente lo que está pasando hasta el final, cosa que tampoco sería estrictamente necesaria: el espectador es capaz de hacerse la composición de lugar partiendo de los espacios y de los personajes. Dos familias que no se conocen entre sí y que unirá la presencia de esta alma en pena sin rostro ni escapatoria.
Inland Sea (2018), del japonés Kazuhiro Sosa, ha sido también una agradable sorpresa. Cine observacional en estado puro: su director asegura que se planta en los lugares sin ninguna idea preconcebida y que va rebotando de aquí para allá (de personaje en personaje) hasta confeccionar un recorrido particular, que se podría asemejar al de un turista con el tiempo suficiente para disfrutar de caras y lugares.
Un pescador octogenario, una mujer con una incipiente enfermedad mental a la que le gusta vagar en pos de los forasteros y rajar de todo hijo de vecino, una repartidora de pescado a domicilio, una frecuentadora de cementerios… la cámara se asombra con nosotros del día a día, del pundonor, de las tragedias soterradas que explican comportamientos erráticos e incluso actitudes ruines.
Inland Sea, con su sencilla premisa, nos deja con unas ganas infinitas de ver el resto del trabajo de su director.
The Great Buddha + (Huang Hsin-yao, 2017) posee un acabado formal muy potente, aunque le pierda la sobreabundancia de personajes misóginos y unos prescindibles comentarios del director (como si de los extras de un DVD se tratase). Confirma también una tendencia observada este año en nuestra carteleras con la película de animación Have a nice day (2018) (también china): la denuncia (todavía recurriendo a la parábola) de la podredumbre moral en la que se va instalando paulatinamente el país de los dos sistemas, enfocado todo ello desde un punto de vista cínico y tarantiniano.
La religión es aquí una tapadera perfecta: la construcción de enorme budas de bronce parece ser un negocio asentado en prevendas políticas, capitaneado por un empresario aficionado a la noche y los encuentros furtivos. De todo ello nos enteraremos a través de dos desafortunados voyeurs: un vigilante nocturno y un esforzado ganapanes. La cámara frontal del vehículo de lujo será el inoportuno testigo de sus correrías, marcando el destino de su reducida audiencia.
Por último, dejar constancia de la que a la postre fue la mejor película vista en el festival (y premiada como tal de entre todas las películas a concurso): Ash Is the Purest White (2018). Jia Zhangke vuelve al lugar del crimen (la presa de las Tres Gargantas) con otro filme río que comienza con el cambio de siglo y termina en la actualidad. Y sin embargo, esta es una versión mejorada de la dislocada e irregular Más allá de las montañas (2015).
Vuelve a haber forajidos, honor y mafia dispuesta a subirse a la ola del capitalismo tolerado. Pero esta vez el conjunto funciona mucho mejor: Zhangke deja respirar a sus personajes e incluye alguna que otra fuga que nos devuelve a su mejor cine, erigiendo otro retrato verista de la China contemporánea.
La pareja de un hampón en lo alto de su carrera es la protagonista absoluta de esta historia de ambición, traiciones y desencanto. Con ella viviremos los años del derroche (aprovechando la privatización de antiguas empresas de gestión pública, como ya vimos en una de las historias de Un toque de violencia (2013)), la penitencia autoimpuesta y el intento de reconquista del hombre por el que se lo jugó todo.
Más sosegada que las anteriores e igualmente pesimista, Ash Is The Purest White es un excelente cruce entre noir, derrota romántica y crítica social (hasta donde se puede ejercer en el gigante asiático sin ser represaliado con la puesta en cuarentena de tu propio oficio, algo de lo que Zhangke ya sabe algo). Sin duda, su mejor película desde Naturaleza muerta (2006).