‘Anora’, de Sean Baker. ¿La generación que finiquitó el romance?
Hacía ya algún tiempo que el nombre de Sean Baker era el nuevo secreto a voces entre la cinefilia transnacional. Un director estadounidense especializado en los márgenes, capaz de hacer un cine a la contra tirando de cualquier dispositivo que tuviese a mano para aprehender imágenes que sabían a certeza silenciada; ya fuese a las afueras de Los Ángeles, cerca y a la vez bien lejos de Disneyland Orlando… con él, el vapuleado concepto de “independiente” volvía a cobrar significado y los nadies obtenían su enésima reivindicación.
Quizás por eso nos hubiese gustado que Baker se hubiese hecho “masivo” con una historia más recoleta, sin tanto ruido (pero innegablemente, con la misma furia de siempre). Y en ese estado de ánimo nos ha pillado Anora, ganadora este año de la Palma de Oro de Cannes con un recital de inmediatez sin futuro y con una heroína que viene y va entre el club de striptease y Little Odessa. Nuevamente, una urbe apenas definida, difuminada en lontananza; un Nueva York que, sin ser inédito, parece quedar a mil millas de Manhattan. Y nuevamente, la condición femenina (desligada del género) vapuleada, haciendo equilibrios al borde mismo del precipicio que asegura la marginalidad.
Seguimos estando a las afueras, en ese mundo sin aceras ni paseantes. Un garito de bailes privados y tangas-rosario donde -como en las coctelerías, como en los salones de juego inabarcables de los casinos de Las Vegas- todo parece estar pensado para que nos sea imposible distinguir el día de la noche. A Anora, la empleada del mes (¡y del año!), le gusta llamarse Ani y ejerce con desparpajo la profesión encumbrada a atalaya de la desilusión y el desprecio por aquella Private Dancer de Tina Turner.
Y sí, la clientela cumple con lo cantado por la reina del rock and roll: hombres intercambiables a los que no hace falta ni mirar a la cara mientras una se centra en lo único que importa: el dinero. Dólares, rublos o American Express: hacer caja con la que seguir alimentando quimeras. Ani aparenta estar disfrutando de su momento y de las reglas de este juego que no es tal, limítrofe con el ejercicio de la prostitución. Porque esto es América y hagas lo que hagas más te vale ser la mejor (individualista, cainita, dispuesta a doblar jornada) y no renunciar al milagro… un milagro (¿una vida mejor?, ¿la de quién?) que nada tiene que ver con la redención, porque aquí nadie se siente “en pecado”.
En su lúbrico camino se cruza Iván, un mocoso mal criado que va camino de juguete roto. Se puede permitir cualquier exceso siendo hijo de quién es: un oligarca ruso con líneas de negocios indeterminadas. Adolescente que posiblemente ni haya llegado a la mayoría de edad, el sexo parece ser su siguiente antojo, sin abandonar nunca ese patio de recreo en el que se desarrolla una existencia sin más timón moral que el apellido, algún guardaespaldas armenio y un factótum a sueldo también de mamá y que lo mismo bautiza que desface matrimonios en un tiempo récord.
Nos estamos refiriendo al primer tercio de Anora, una cinta que no hibrida tanto géneros como encadena situaciones-farsa que remiten al cine hollywoodense de finales de los 80 y principios de los años 90. Porque esto empieza como una Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) pasada por el tamiz de nuestra época (¿acaso no le pide matrimonio este hijo de milmillonario? ¿y acaso no se merece Anora una vida mejor?) y gira con donaire hacia ese Algo salvaje (Jonathan Demme, 1986) donde cualquier rol (bueno, malo, fiel, infiel) era relativizado. ¿La principal diferencia? Pues que Baker no se desmarca de ninguna (incómoda) evidencia: su escort en racha no está enamorada y tampoco lo está el lechuguino con ganas de estrenarse.
¿Una historia más de amor a quemarropa? Así nos parece tras la irrupción en escena de los matones enviados por unos progenitores desafectados. Pero no, en esa huida hacia adelante nunca hay una posibilidad real de escape, porque nuestros desperados son lo que son: dos materialistas totalmente alienados en el seno una sociedad de consumo que les otorgó hace tiempo sus respectivos e inalienables roles.
Iván consume, Anora ofrece su producto. Y ese producto -ella- tiene un precio. No es que surja el amor después de los maratones de iniciación sexual: es que el pequeño sátiro se le presenta como una garantía de liberación (y viceversa). ¿Por qué no acompañarle en su semana loca y nihilista? ¿Acaso debe de renunciar a cambio a algo que valga la pena?
El tiempo se detiene, la noche hace su aparición. Extorsionada por un trío de hampones torpes en la línea de las películas de los hermanos Coen, Anora deberá emprender la búsqueda de su Romeo alcoholizado. Tras el idilio imposible con el nini adicto a los videojuegos, el descenso a esos infiernos que ella tiene bien cartografiados: vertederos que se las dan de exclusivos, callejones con pedigrí, cafeterías abiertas 24 horas, miedo y asco en los alrededores de Brighton Beach.
Quizás esta Jo, ¡qué noche! (Martin Scorsese, 1985) constituya la parte más interesante del film. Y lo es porque Sean Baker se abandona a la locura y nos regala una comedia desmadrada que roza la tarantinada: Anora se revela ingobernable, resuelta, humillada pero no vencida. No se va a dejar mangonear por nadie, pero… ¿cuánto durará su resolución?
Pues exactamente el tiempo que tardan en llegar los padres de este figura fuera de control. La madre, especializada en gestionar este tipo de crisis, hará lo justo y necesario para desfacer el entuerto con mínimas consecuencias para su dinastía. Es lo que tiene la sangre: haber engendrado un perfecto imbécil conlleva una gran (bueno, no tanto) responsabilidad.
Pero volvamos a nuestra Anora, siempre haciendo números, conocedora de hasta dónde puede prolongar el farol. Sabe que la partida toca a su fin, por muchas simpatías que despierte en uno de los matones en prácticas del todopoderoso zar. Camaleónica, superviviente por decreto, Anora volverá al punto de partida: a seguir rellenando una hucha agujereada, a decirse a sí misma que lo puede dejar cuando quiera.
Tras tanto desfase, tras decenas de ‘fucks’ y alambicados insultos barriobajeros, vuelve a imponerse el Baker vitriólico. Se lo ha pasado pipa diciendo la suya sobre esta comunidad rusófila aficionada a las canciones nostálgicas, las cirugías estéticas y los after por donde se entra a otros tugurios que resultan albergar a su vez clubes de alterne (¡que vivan las matrioshkas!) Pero es que Anora va sobre estos tiempos frívolos, sobre este vacío insondable que disfrazamos de ininterrumpida fiesta, sobre el capitalismo salvaje y sus víctimas propiciatorias.
Sobre un desgraciado que lo tiene todo y una infeliz que lo quiere todo. Sobre querencias que pueden tasarse monetariamente, sobre el exceso como única respuesta al abandono emocional. Sobre una mujer convencida de que todo el mundo que se acerca a ella quiere lo mismo y dispuesta a pagar favores (interesados o no) con el único efectivo que le dejan manejar: su cuerpo.
Como tras toda borrachera -dialéctica y audiovisual-, al terminar Anora uno se hará muchas promesas. Que ya está bien, que esta es la última y no más, que qué hartura de cine voceras. Pero… ¿y si este atracón (casi diríamos que de telerrealidad) radiografiase con tino y desencanto un cierto estado de ánimo global? ¿Y si formásemos tod@s parte de esta legión de put@s autoconvencid@s de que algún día llegará su oportunidad?