André S. Labarthe, el último de los justos

“Yendo al cine se gana tiempo y dinero. En él te cuentan en hora y media cosas que tardarías mucho más en ver y aprender de la vida real” André S. Labarthe

La nouvelle vague convertida en el renacimiento italiano del arte cinematográfico. Un puñado de supervivientes esquivos –sí, ahí siguen Rivette y Godard, este último hasta presentando película a competición en el Cannes de este año- y algún que otro cronista que aceptó sin atisbo alguno de resignación su papel de Raymond Poulidor, de eterno segundón a la sombra de sus reconocidísimos compañeros de revolución.

¿He llamado segundón a André S. Labarthe, el hombre de la bufanda y el sombrero negro que nos brindó cuatro lecciones magistrales en la Filmoteca de Catalunya la segunda semana de mayo de 2014? ¿Y si fuese, quizás, el que mejor supo poner en imágenes el espíritu original de los Cahiers, de qué significa ser autor, de cómo hacer pedagogía sin renunciar a la expresión personal?

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Pero empecemos por situar al hombre. Labarthe, Labarthe, ¿de qué me suena? Coño, ¿no le daba la réplica a Anna Karina en Vivir su vida? Sí, vale, pero también filmaba. ¿El qué? Pues posiblemente el compendio más libérrimo sobre el arte de la realización: Cinéastes de nôtre temps. Seguro que habéis leído citas de sus entrevistas en alguna de las monografías de vuestros directores favoritos. Una hora por capítulo en la que el francés trata de asir lo inasible: transmitir un estilo, una filosofía, una actitud ante la vida. Nombrad a uno sólo de los que importan y veréis que él lo abordó entre 1964 y 2011: Takeshi Kitano, David Lynch, François Truffaut, Eric Rohmer, Claude Chabrol, Abel Gance, Jean Vigo, Luis Buñuel, Nanni Moretti, Jean Renoir, Carl Theodor Dreyer, Samuel Fuller, Josef von Sternberg… etcétera, etcétera.

El Labarthe octogenario es forzosamente un Labarthe desencantado. ¡Cómo no serlo habiéndose codeado con los mejores! No parece que le interese en demasía el cine actual y no ahorra puyas hacia “los de ahora”. En cuanto a lo que él pretendió, no niega su ambición: “describir el funcionamiento del arte… o cómo se pasa de la realidad al arte”.

Para Labarthe el cine también ha muerto -¡cómo no!-, pero no baja los brazos; al contrario: busca restituirlo a través de sus artífices y estrellas. Invocaciones fantasmagóricas, güijas con subtexto amargo. Para ello no escatima en asociaciones directas, como la finalización de una nueva edición del festival de Cannes (secuestrado por la televisión, quintaesencia del mal gusto con sus encuadres poco cuidados, con su tosca realización) y la muerte del mito cinéfilo de la masculinidad (al menos para su generación): Rita Hayworth. La diva grita desde la pantalla que no quiere morir mientras las páginas de Libération afirman todo lo contrario. La realidad enfrentada al artificio. Es la primera de sus piezas que vimos: Adieu Rita (1987).

Para Labarthe el cine es movimiento, acción, violencia. Aboga por una “reordenación” de la realidad y confía en la existencia de un espectador dispuesto a hacer ese trabajo. También tiene sus momentos de abuelo cebolleta, con simplificaciones y generalizaciones que le llevan a preguntarse a uno cuándo fue la última vez que entró en una sala de cine con ganas de ser sorprendido. Asegura que el director es hoy en día un tirano, que con el sobremontaje impide que cada uno se pueda llegar a construir su propio filme. ¿En qué quedamos? ¿No era la realidad –o lo que quiera que él defina como tal- tan importante? ¿Está o no a favor de la “precisión” en el arte? Desconfía de la ficción sin compromiso pero ama los trucajes, la elaboración artesanal. Una extraña oposición y un discurso algo ajado, aunque salpicado de deliciosas boutades: “¿a cuándo se remonta la aparición del primer plano? A la guillotina”.

Pero volvamos al Labarthe trovador del arte ajeno, al tipo que pone la cámara –siempre bastante más presente de lo que él presume- e insinúa el misterio (“¿desvelarlo? ¡Nunca!”). En Antonioni, la dernière séquence (1987) nos acerca a un Michelangelo atorado frente a la moviola, diseccionando la penúltima escena de El reportero. En apariencia, un elaborado plano secuencia que arranca en la habitación del hotel donde yace Jack Nicholson.

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Quién nos lo iba a decir. Antonioni no nos habla de la soledad, de las calles vacías ni de la angustia existencial. No, se tira diez minutos explicándonos la complejidad técnica que conllevaba el hacer salir la cámara a través de las rejas de la ventana, cómo fijó el dispositivo a una grúa de las que se emplean en la construcción para que describiese un movimiento envolvente alrededor de la plaza… para acabar volviendo al punto de partida. La técnica, definitivamente, le fascina a Labarthe. Él mismo lo confiesa: “la cámara antes que las películas”.

En Arthur Penn la dernière séquence (1985) el director de Bonnie and Clyde nos explica la elaborada filmación del momento más recordado de la película. Hasta cuatro cámaras que rodaban a diferentes velocidades y funcionando al alimón. ¿El objetivo? Convertir en danza macabra la escena en que el par de forajidos devienen leyenda. Arthur Penn también fue uno de los nuestros, porque en palabras de Labarthe “hasta en su película más comercial no renunciaba a cierto grado de experimentación”.

Y Scorsese, de quién dice que estaba “más interesado en promocionarse que en hablar de cine”, reconstruyendo casi quince años después una de sus obras fundamentales. En Taxi Driver broken down by Martin Scorsese (1990) este último es incapaz de centrarse en una única escena. Nos enseña el guión original con anotaciones de Paul Schrader, sus storyboards, el orden original recreado posteriormente en la pantalla. Y recalca las dificultades con las que se encontró, esas que ya no tiene: los 45 días de rodaje, la censura de los fotogramas más sanguinolentos, su estrecha colaboración con De Niro. El cómo Bernard Hermann le instó a eliminar los efectos de sonido de una escena en la que debía escucharse sólo su música. La intención de convertir Nueva York en el escenario de un relato de terror gótico…

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Scorsese, Penn, Antonioni. El metraje es pródigo en planos de la maquinaria, de esa técnica difusa que hace desfilar el celuloide de una a otra bobina. Labarthe es un enamorado del engaño, de la caja oscura. Le gusta regodearse en planos de las manos de los directores mostrando pericia, hacia delante y hacia atrás, en la sala de montaje. Ese espacio místico con algo de reliquia del pasado.

Y luego llegaron Ford y Hitchcock, junto pero no revueltos en dos entrevistas efectuadas con 72 horas de diferencia (John Ford et Alfred Hitchcock, le loup et l’agneau (1966-2001)). Labarthe a mediados de los sesenta da la impresión de ser un cinéfilo tan apasionado como alocado que apenas chapurrea el inglés… pero que quiere reunirse con sus adorados dinosaurios. El encuentro con Ford tiene más de encontronazo; los recibe en la cama, enfermo y cetrino. El responsable de algunos de los planos más hermosos del Hollywood dorado sufre la realización más amateur que imaginarse pueda. Sin equipos tras semanas de espera, Cassavetes les deja material y les presta un operador de cámara cuanto menos controvertido: su actor fetiche, Seymour Cassel.

Ford en gayumbos y con el puro en la boca les toma el pelo durante media hora. Un diálogo de sordos –casi de besugos- plagado de momentos “lost in translation”. El entrevistador rebosa admiración, pero Ford sólo parece pensar en la hora de cenar. El representante de Cahiers en el Mordor del verdadero artista (Hollywood) busca sublimar su oficio y el norteamericano se empeña en recalcarle que eso es precisamente lo que es: una manera como cualquier otra de traer dinero a casa. Le preguntan que cómo llegó a la meca del cine, esperando escuchar un relato épico de pionero. Él contesta que en tren. Le inquieren sobre las motivaciones existentes tras sus primeros filmes y él los devuelve a la tierra: cobrar un cheque a fin de mes. Ford se vuelve a disfrazar de patriota condecorado y hombre de mundo, se ríe de sus supuestas preguntas indiscretas y suelta alguna media verdad: cuales son sus películas favoritas, su pasión por los extras y el “equipo técnico habitual”. No les da la más mínima oportunidad (“pero usted es consciente de que ‘Centauros del desierto’ es una muy buena película, ¿no?”. “Joven, es sólo un western”).

https://www.youtube.com/watch?v=qgJwXzFIdOE

Hitchcock, como recalca la voz en off, tiene otro discurso. El del método. Todo su cine está ahí dentro, en su cabezota. No presume de haber olvidado nada, como Ford. Recrea alguno de los planos y secuencias más celebradas de Con la muerte en los talones, La ventana indiscreta o Psicosis. Reconoce sus ansias de originalidad y desvela los secretos que ya le contara a Truffaut en su mítica entrevista de 1962: jugar siempre con las expectativas del espectador. Por último se acaba reconociendo un puritano… “sólo en materia cinematográfica”. Ay, cuando las rubias hablaron…

Y luego están las afinidades electivas. Porque por muy cineastas de nuestro tiempo que sean, hay personas que nos caen mejor que otras. A veces por la sencilla razón de que tienen nuestra misma edad, nuestras mismas ganas de que todo cambie.

Con John Cassavetes (1969) hay química. Hasta tal punto que la entrevista abandona cualquier tentación formalista y fagocita las formas y maneras del neoyorquino. La cámara lo persigue por su propia casa, con risas estentóreas que resuenan en el comedor, en la improvisada sala de montaje junto al garaje. Cassavetes suena más moderno que los modernos de hoy: aboga por el crowdfunding, utiliza a becarios y entusiastas, denuncia las dificultades que encuentran y siempre encontrarán los independientes en la tierra prometida de la Industria y el riesgo minimizado. La solución que da es la huída hacia delante: acumular deudas. “Porque para ser respetado de verdad en los EEUU hay que deberle dinero a mucha gente”.

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Cassavetes no es ningún hipócrita: está encantado con su estilo de vida. Descapotable, piscina, una señora llamada Gena Rowlands. No puede pensar siquiera en dejar de ser actor por la sencilla razón de que necesita dinero para costearse su hobby: hacer las películas que le de la gana. Shadows es ya una realidad, Faces tendrá que esperar otros tres años hasta que logre digerir los 75 kilómetros de película. Le gusta despertar admiración pero se la trae al pairo lo que en realidad opine su interlocutor, abrumado ante tanta generosidad. No, Cassavetes no hace películas para los Cahiers. Pero sabe que gracias a ellos quizás sus películas acaben importando.

Luego tenemos al Labarthe más allá del cine, el que no localiza nunca previamente los exteriores de sus documentales (“el rodaje es en sí mismo la búsqueda de la localización. Filmo para descubrir”). Aunque prosiga con su coleccionismo enciclopédico: la danza, los escritores. En Sylvie Guillem au travail (1988) se dedica a reseguir el día a día del cisne negro del momento. Su acercamiento es cuasi voyeurístico: la espía por los pasillos, la aborda en el camerino cuando trata de sanar de sus heridas de guerra. Busca los espejos, se centra en sus pies, en sus instantes de debilidad. Pero sobretodo trata de hacernos partícipes de la belleza de este ángel liviano. Ella se ata las zapatillas rosas y hace lo que mejor sabe: danzar. Y él rueda en el teatro de la ópera de París, sin que en realidad importe mucho nada más.

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En Carolyn Carlson Solo (1985) las normas cambian. Volvemos a asistir a ensayos, volvemos a ser testigos de la búsqueda obsesiva del ideal personal de… ¿perfección? No nos cabe duda de que Labarthe es un entendido en lo que a danza contemporánea se refiere, pero para el neófito el ejercicio se acaba alargando en exceso. Aunque en este caso la admiración sea indisimulada y la Carlson se dirija a cámara tratando de expresar sentimientos y pálpitos que transmite mucho mejor a través de su cuerpo cimbreante, de sus rictus y espasmos eléctricos.

Antonin Artaud-cité, Atrocité (2001) es un recorrido sincopado por otro de esos creadores esencialmente radicales de la literatura gala, el padre del teatro de la crueldad. En el límite de la cordura, Artaud sembró su obra de frases demoledoras, de máximas de orate que en francés –y quizás sólo en francés- resuenan como los versos de una sinfonía acuática y brutal. Artaud carga contra su locura inminente y rellena más de cuatrocientos cuadernos escolares, no siempre con una caligrafía inteligible. Tres años durante los cuales trata de compendiar sus ideas, su rebelión incompleta, esas ganas de bajarse del mundo que sintetiza en este delicioso y escatológico pasaje: “Donde huele a mierda huele a ser. El hombre bien habría podido no defecar, no abrir nunca el bolsillo anal, pero escogió cagar como habría podido escoger la vida en lugar de consentir en vivir muerto. Puesto que para no defecar, habría tenido que consentir en no ser, pero no pudo resolverse a perder el ser, es decir a morir en vida. Hay en el ser algo particularmente tentador para el hombre y ese algo es justamente LA MIERDA”

Van Gogh à Paris, repérages (1988) fue un encargo del museo de Orsay para ilustrar una exposición alrededor de su etapa parisina. Las proyecciones duraron tres días, hasta que cierta pope museística denunció la “poca idoneidad” del material. Vuelve a ser un verso libre alrededor de las localizaciones actuales de algunos de sus cuadros más celebrados, mezclando el diario de viaje, una reflexión sobre el papel actual de los propios museos y hasta un intento de hacer dialogar entre sí dos pinturas separadas por casi tres siglos. Demasiado para el Orsay.

La muy desconocida Shirley Clarke –Jonas Mekas se llevó la fama- se postuló en los años sesenta como cineasta independiente especializada en los ambientes más genuinamente underground de la gran manzana. La larga noche que sigue al descubrimiento de uno de sus filmes en la cinemateca francesa le sirve a Labarthe para retratar a una mujer consciente de su oficio, comprometida e inteligente. Con todos estos atributos era de suponer que no acabase haciendo fortuna. Pero nos queda el testimonio para Cineastas de nuestro tiempo: Shirley Clarke, Rome is burning (1970-1996).

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Cronenberg acaba seduciendo también a Labarthe por su coherencia y su transgresión meditada en David Cronenberg: I have to make the word be flesh (1999). Entrevistado mucho antes de que demostrase que podía hacer gran cine alejado del género que le diese fama, Labarthe lo enfrenta a las imágenes más perturbadoras de Shivers, Crash, La mosca, Videodrome o El almuerzo desnudo. Todo con un aire de interrogatorio de la Stasi. David siquiera pestañea y sale airoso en esta apología del cuerpo humano, la carne y lo que quiera que haya entre el (re)nacimiento y esa transformación fatal que sólo preludia la propia muerte.

Y acabaremos con la conversación entre dos monstruos: Lang et Godard: le Dinosaure et le bébé (1967). El clasicismo y el control contra la improvisación y el azar. Lang defendiendo en francés su concepción del cinematógrafo, de lo que hace buena o no a una película. De por qué no puede pretender que no le importa el resultado de la taquilla. De si un filme que llega a las masas es o no… un buen filme. Y Godard en su eterno papel de tocacojones: apostillando, haciendo símiles perversos, buscando ejemplos que desmontan argumentarios enteros.

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Lang está alerta, sabe que con Jean-Luc hay que andarse con mucho cuidado con las palabras (al final nos enteramos a través de uno de sus actores cuán seriamente se tomó todo el asunto, preparando con antelación la entrevista como si de una película se tratase). Godard acaba de rodar El desprecio. Lang tiene 42 películas en su haber. Al bebé le ha gustado contar con el dinosaurio en su última película haciendo de sí mismo. Y Lang no acaba de comprender del todo sus métodos, aunque reconoce la genialidad. El uno no volvería a rodar una película, el otro acabaría rodando demasiadas. En pleno cambio de paradigma, uno no deja de verle la ironía a que el maestro del monóculo que naciese en pleno Imperio Austrohúngaro… estuviese llamado a morir en la muy vulgar Beverly Hills.

Labarthe guarda silencio frente al micrófono. Han sido unas diez horas de su cine –apenas un aperitivo de su ingente producción televisiva-, apostillado de manera sintética. Antes de cada pieza nos despide con un “buena proyección” y cuando retorna de entre las sombras parece haber recordado algo que se le había pasado por alto. En cualquier caso, poca melancolía y muchas ganas de polemizar. Purito Cahiers, vamos.

“La gran mayoría de los directores son unos impostores. No hay sinceridad: conocen perfectamente aquello de lo que van a hablar” André S. Labarthe

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