‘Saat po long 1 y 2’: cine de Hong Kong en estado puro

Hoy os hablaremos de un díptico de películas de acción separadas diez años entre sí e interpretadas por un plantel impresionante de astros del cine de artes marciales. Una iniciación ideal a los productos que llevan marchamo hongkonés, un sello mil veces imitado y otras tantas veces –quizás por eso mismo- vilipendiado.

En el año 2005 se estrenó Saat po long (SPL, en lo que sigue), conocida también como Kill Zone en su bagaje internacional o Duelo de dragones en su muy imaginativo (ejem) título español. La dirigió Wilson Yip (Yip Wai-Shun de nacimiento), habitual del cine de acción de la ex–colonia británica (desde 1997, “región administrativa especial” de la República Popular China) con títulos como la trilogía de Ip Man (2008, 2010 y 2015), interpretada también por Donnie Yen.

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Decir Donnie Yen es sinónimo de ¡zas!, en toda la boca. Este cincuentón empezó en esto del sopapo filmado al año siguiente de alcanzar la mayoría de edad, convirtiéndose en una de las grandes estrellas (tan poco conocidas en occidente) del cine asiático, habiendo trabajado codo con codo junto a Jet Li, Jackie Chan o Tsui Hark. Antiguo medallista olímpico de wushu, la técnica de lucha por la que se le conoce es un machihembrado eficaz y poco ortodoxo de todas las disciplinas conocidas: kick boxing, taekwondo, ji-jitsu brasileño… desde su ya lejano debut ha sido el director de las escenas de acción de Blade (Stephen Norrington, 1998) o Hero (Zhang Yimou, 2002), haciendo incluso sus pinitos como director en cierta continuación infumable de Los inmortales.

Pues bien, SPL fue un espectáculo de navajazos, soplamocos y patadas voladoras como pocos se recuerdan. O quizás lo que ocurriese es que los recordábamos demasiado bien… los tics del cine al que homenajeaba, quiero decir. El que se practicó en Hong Kong a mediados de los 80 y que incluyó clásicos tan dispares como Zu, los guerreros de la montaña mágica (Tsui Hark, 1983), Los supercamorristas (Sammo Hung, 1984) o The killer (John Woo, 1989).

En SPL nos encontramos la trama clásica (y casi vergonzante, por lo que solía tener de mínima) de aquellas películas eficaces, directas y de rodaje fulminante. Maderos a punto de retirarse y que son un poquito corruptos y un muchito fascistas, alguna enfermedad terminal, un nuevo chulito en el barrio y un gang criminal que prefiere atizarse con palos o quintos de cerveza antes que terminar las disputas más civilizadamente… a tiro limpio, me refiero. Cuatro policías que vivirán su vía crucis precisamente en la víspera del día del padre, festividad que –podéis creedme- no podrán disfrutar plenamente. Porque en esa noche de autos van a ajustar cuentas de una vez por todas con el orondo malvado…

https://www.youtube.com/watch?v=AydCttF0Z_c

No voy a extenderme sobre el proceloso desarrollo de SPL, básicamente porque se puede resumir en el reverso del sobre de un azucarillo. Tópicos para parar un camión, vamos. Su excelencia, pues, no radica en lo que cuenta sino en cómo lo hace, regalándonos algunas de las mejores escenas de acción real de la década. Pero… ¿qué tenía de fascinante aquél cine con más lugares comunes que un spaguetti western?

El cine de Hong Kong era sinónimo de tipos duros saliendo/entrando en edificios gubernamentales con puertas giratorias (y quitándose las gafas oscuras a cámara lenta, a poder ser), de tiroteos indiscriminados en el paso de cebra, de azules neón, de filosofadas sonrojantes, de mujeres que aguardaban siempre al otro lado del hilo telefónico, morales ambiguas y el dichoso deber que empujaba más allá del honor (¿o era al revés?). Vamos, que los malos merecían morir y punto, sin importar mucho los medios, Maquiavelo o la madre que parió al tramoyista.

¿Lo recordáis, verdad? Kamikazes con placa que decidían inmolarse para salvaguardar el buen nombre del cuerpo, supervillanos que controlaban ciudades enteras, tipos acribillados que bailaban un último vals antes de caer al suelo con más orificios de bala que pelos en el sobaco, aprendices de Jack Palance de gatillo fácil, patrulleros que con una señal de tráfico entre las manos se convertían en hijos bastardos de Bruce Lee. Salvajes, cabreados y vengativos.

El menú de esta primera entrega incluye un tenso desafío de trescientos contra dos, palizas entre compañeros de trabajo y uno de los desenlaces (con muerte accidental incluida) más ridículos que uno recuerda. Los combates –coreografiados por el mismo Donnie Yen- son como nos gustan, sin trampas de montaje ni cartón: planos secuencia, cámaras muy cercanas a la acción y complicadísimos movimientos ejecutados a una velocidad endiablada (¿soy el único que tiene que parpadear temiendo que le alcance algún zurriagazo?). En una palabra: verosimilitud. Escenas que duelen, con un antagonista, como hemos dicho, bastante pasado de kilos: el gran (en todos los sentidos) Sammo Kam-Bo Hung, un tío que para que os hagáis una idea ya salía (aunque sin acreditar) en Operación Dragón (Robert Clouse, 1973). La apasionante biografía de Sammo daría para otro artículo; baste con deciros que empezó formando parte de la troupé de la escuela de la ópera de Pekín haciendo números acrobáticos junto a las denominadas Siete pequeñas fortunas (en aquél dream team estaban Yuen Biao y el mismísimo Jackie Chan). Aunque el reconocimiento internacional le llegó con las dos temporadas de Martial Law, emitida por la CBS entre 1998 y el año 2000.

El director de la original, Wilson Yip, produjo también SPL 2: A time for Consequences (2014), vista en la pasada edición del festival de Sitges, con Tony Jaa como protagonista y Cheang Pou-soi tras las cámaras.

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Tony Jaa, ahí donde lo veis, también va ya camino de los cuarenta. Lo suyo ha sido siempre el inevitable wushu, así como dos variedades del Muay: el Boran y el Thai. Simplificando: disciplinas del boxeo indochino que cuentan, algunas, con más de 20 siglos de tradición en sus países de origen. Jaa comenzó en la industria del cine a mediados de los noventa como especialista (Mortal Kombat 2, 1997). Conocido por la trilogía Ong-Bak (2003, 2008 y 2010), hace poco que ha arrancado su andadura en el cine norteamericano incorporándose como secundario brutote a la saga Fast & Furious.

El único personaje que repite es el de Simon Yam, un tipo al que recordamos encañonando a desconocidos con su pistola y gritándole –con infinidad de gargajos saliendo de sus fauces- a quién haga falta. Con más de 200 películas a sus espaldas, lo hemos visto en Una bala en la cabeza (John Woo, 1990), Contacto total (Ringo Lam, 1992), Election (Johnnie To, 2005) o coincidiendo también con Donnie Yen en Ip Man (2008). Pero en fin, de Simon Yam se espera que aporte algo de enjundia dramática al conjunto: que no, que lo suyo no son las patadas. (Ha sido nominado diez veces como actor o actor secundario en los Hong Kong Film Awards, ganando una sola vez por Echoes of the Rainbow (Alex Law, 2009)).

La trama de SPL 2 no mejora, no señor. Si en la primera el policía bueno pero expeditivo tenía un tumor cerebral, en esta tiene una hija con leucemia. Y es que al género le pirra el culebrón extremo, con insufribles escenas en pasillos de hospitales que no hacen más que incrementar la sensación de liberación cuando… cuando empiezan las leches, sin más.

Entre el funcionario de prisiones tailandés y el infiltrado de turno hongkonés surgirá una entente, gracias, entre otras cosas, a las aplicaciones de traducción en los teléfonos inteligentes (sí, muy difícil de explicar). Resumiremos, pues: el supermalo se dedica al tráfico de órganos y no duda de tirar de hermano cuando es él al que empieza a fallarle el corazón. A partir de ahí, todo se complica hasta los habituales extremos surrealistas: un tiroteo imposible en la terminal de un aeropuerto, una pelea multitudinaria en una cárcel que sirve de tapadera para el asuntillo del trajín de órganos (impagable la cara de lelo de nuestro presidiario por accidente, el Wu Jing de Fatal Contact (Dennis Law, 2006), buscando un rincón con cobertura en un claro homenaje a Abbas Kiarostami), un duelo hacha en mano interrumpido por un autobús desbocado…

https://www.youtube.com/watch?v=NKnXauilV84

En fin, vayamos a lo más esperado: el clímax con réquiem de Mozart (o algo que suene a clásico, definitivo u operístico) de fondo. Ocurre todo en una clínica privada muy peripuesta, situada en la planta superior de un rascacielos. Nuestros dos héroes –bastante vapuleados- se las tendrán con el chino impoluto a lo “ya es primavera en el Corte Inglés” que, como en todo crescendo que se precie, parece poco menos que inmortal. Caídas de rodillas, patadas dobles y triples en el aire, cristales de seguridad que se resquebrajan a fuerza de costalazos, corbatas que acaban soportando el peso de un hombre… ah, sí, y un lobo que pasaba por ahí y que acecha a la niña enferma (una de esas metáforas “trabajadísimas” tan propias del género). Una locura inverosímil que el director resuelve como Hitchcock en Con la muerte en los talones (1959), cambiando los caretos de los presidentes del monte Rushmore por la cortina de cristal de la fachada.

Las dos partes de SPL son todo lo que se podía esperar (y ahora, afortunadamente, podemos volver a pedir) de una película de acción made in Hong Kong. Tramas ridículas, personajes esquemáticos, buenos que se vuelven locos, malos nivel demente y bailes de salón con volteretas hacia atrás, hombros dislocados y caídas invalidantes sobre mesas de cristal. Al lado de estos dioses amoratados y triunfantes, los superpolis hollywoodenses parecen patrulleros de tráfico que aprendieron kung fu viendo videos de Jane Fonda.

¿Cuánto les durarían los mercenarios de Stallone a estos genuinos deportistas de élite?

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