‘Celeste’. Hacienda son algunos
El principio de esta miniserie creada por Diego San José (que también estuvo detrás de la trilogía de “Juanes”: Vota Juan (2019), Vamos Juan (2020) y Venga Juan (2021)) y dirigida por Elena Trapé (que aparte de firmar episodios de Yo, adicto (2024) o Rapa (2022) es autora de un par de películas personalísimas) es sencillo: vamos a buscarle el lado épico a la profesión más odiada del mundo.
No, no, ni verdugo ni subastero: me refiero a inspector de Hacienda. Porque así somos, oye. Sarpullidos sólo de mentarlo, pesadillas tumultuosas imaginando que entra por la puerta de tu negocio con el rostro contrito y su tarjeta identificativa en la mano o que recibes una citación para discutir unas “leves discrepancias” en tu declaración de la renta. Que sí, que hacen su trabajo y que son necesarios (como los enemas, las revisiones de próstata o la tanatopraxia), pero… ¡quita, bicho!
El más denostado de los servicios públicos encuentra por fin su vindicación en las carnes y la misión de Sara, viuda que recién acaba de arribar a su no muy ansiada jubilación. Tanto es así que su superior le propone una cereza con la que coronar el pastel de su meritoria carrera: intentar demostrar que una exitosa cantante foránea reside en España el medio año y un día justo y necesario para poderle reclamar… 20 millones de euros.
A Sara se le junta todo. El recuerdo de una intentona similar (y fallida) que involucró a un conocido futbolista, su creciente sensación de soledad, la falta de estímulos más allá del desempeño de la propia profesión. Una tormenta perfecta que a buen seguro le aseguraría una depresión de caballo, de no ser porque termina eligiendo la terapia adecuada: un objetivo a lo Robin Hood, carta blanca para ser malota, un curro absorbente para no pensar demasiado.
El cometido no será sencillo y nos permitirá conocer el modus operandi de una profesional concienzuda y abnegada. Visitas en persona, coacciones “por el camino corto o por el camino largo” y el lento recabar de una información que está en manos de personajes que tampoco es que pasen por su mejor momento. Como chefs de restaurantes con estrella Michelin, estilistas sin muchas ganas de reconocer la existencia de cuentas paralelas, un fan obsesionado por la diva o un paparazzo que hace guardia en las inmediaciones de su residencia, dispuesto a hacerse con la instantánea que le solucione el año.
Será junto a este último con quien acabe constituyendo un tándem imposible: el vividor en decadencia y la sobria (en el vestir, en el hablar, en el sentir) Sara, empeñada en hacer rendir cuentas a esta desconocida que cada vez lo es menos. Y digo eso porque Celeste -de la que hasta entonces apenas había oído hablar- le proporciona también herramientas para la catarsis emocional: ritmos machacones, letras insulsas pero que invitan a la identificación, al glamour de princesa de barrio empoderada.
La juventud nunca la recobrará (¡y qué divina que luce siempre su contrincante, la defraudadora (tan bien asesorada hasta en el delito fiscal) Celeste!), pero todavía no es tarde para nuestra funcionaria killer. Su gran poder viene de la mano de esa gran responsabilidad que no soslaya: recuperar ese dinero para las arcas del Estado. Porque Sara parece un anuncio con patas de la agencia tributaria: ¡se lo cree! Quizás por eso resulte tan temible para su protovíctima: no tiene nada que perder, nada que demostrar. Su último tango en Madrid le permitirá ejercer de mentora, descubrir que su marido no merecía tantas lágrimas, hacerse animalista y abandonarse a sus gustos sin tener que estar pendiente de las preferencias ajenas.
Carmen Machi es la elección perfecta a la hora de encarnar a cualquier ser invisible, dolido, con ganas de reivindicarse. Su inspectora de Hacienda que apunta a quien realmente habría que apuntar con bala (a los que acumulan parné sin mucho orden, pero aquí con mucho concierto) queda para los anales de los personajes grises de corazón salvaje. Feliz retiro pues para esta tiracañas sin tacto, para esta heroína sin reconocimiento, para esta currante que no mira el reloj ni el apellido del inspeccionado.